Llegado a este momento del curso explico a mi alumnado las bases ambientales de la planificación urbanística. Disfruto y disfrutan con una introducción en la que les relato desde cómo se originaron las ciudades, de cómo fue el inicio de las utopías, para acabar con la reflexión de los motivos de la desaparición de tantas, y en todas las civilizaciones, a lo largo de la historia.

Me remonto a Jericó, tan mencionada en estos aciagos días. La ciudad más antigua del orbe, originada hace diez mil años, surgió como un espacio de integración de tribus nómadas, en su mayoría ganaderas, con aquellas otras sedentarias dedicadas a la agricultura. Las disputas entre unas y otras eran frecuentes.

Como en todos los momentos de la historia los conflictos tenían su origen en el uso del agua, las lindes y las herencias. El territorio en el que brotaría aquella ciudad en el Valle del Jordán, gozaba de todas las excelencias de los recursos naturales propicios para el desarrollo humano: buena tierra de regadío, buen clima mediterráneo, excelentes recursos energéticos e ilimitados recursos hídricos proporcionados por dos ríos.

Estos caudales serían los que condicionarían en buena medida la forma de desarrollo de la ciudad, ya que uno debía atravesar la ciudad para la movilidad y garantizar el transporte de mercancías, mientras que el otro debía servir para la agricultura y el abastecimiento humano. Cualquier ciudad que se precie, como en la fórmula edénica, siguió manteniendo este modelo de desarrollarse entre dos cauces fluviales. Visto el espectacular escenario, surgió entonces la necesidad de asentar una estructura administrativa, con legisladores, escribas, jueces, e incluso una policía que debía imponer lo que la incipiente jurisprudencia les dictaba.

Ya entonces en ella se fraguaba el caldo de cultivo para que naciesen ideologías que se vinculaban a un supuesto manto protector de deidades, de las que se esperaban en cada caso el regalo de la prosperidad a los más fieles seguidores, a la vez que a eliminar a los adversarios. Es el origen de las disensiones que llegan hasta la actualidad. Resulta llamativo el germen misógino que se impregnó desde un primer momento en todos los casos, que desproveía de cualquier papel de ellas en la escena pública, posiblemente porque serían las más aguerridas defensoras de la convivencia y la paz.

Jericó empezó a crecer perimetralmente entorno a ese centro administrativo, con asentamientos de artesanos y comerciantes. Pero su éxito se convirtió en la envidia de pueblos cercanos que soñaban con destruir tan fructífera ciudad, en la que se aderezaban las desavenencias. Dos robustas murallas concéntricas se construyeron para la defensa de tan sofisticado artilugio, que se erigía cuando apenas cinco millones de humanos poblaban el planeta. Y ahí tuvo su origen el primer gran conflicto que muchos conocimos paradójicamente a través del espiritual negro ‘Joshua Fit the Battle of Jericho’, en el que se proclama la batalla en la cual Josué guió a los israelitas con trompetas celestiales y el Arca de la Alianza, que fueron las armas encargadas de derribar tan inexpugnables murallas.

Rápidamente otras ciudades fueron naciendo en aquel gran verde, entre el Tigris y el Éufrates. Eridu, Uruk o Babilonia constituyen buenos ejemplos de cómo el sedentarismo se convertía en el deseado cobijo de nuestra especie. Ya en aquella última vemos dos elementos urbanísticos perpetuados hasta la actualidad: el empeño de todo gobernante de dejar como legado altas torres, como las de Babel, que sirvieran para sublimar hasta el cielo su paso por este mundo, y a la vez dotarse, al menos en su entorno, de grandes zonas verdes para el mayor confort ambiental de su propio entorno, como los Jardines de Babilonia exaltados como una de las maravillas del mundo antiguo.

Desde hace pocas décadas el urbanismo ha buscado analogías entre las ciudades y los organismos vivos, y como tales nacen pero también mueren. Son muchas las ciudades que se han perdido a lo largo de la historia. Casi siempre el relato es que un enemigo las arrasó no dejando más que restos, pero muchas de ellas sucumbieron, especialmente, por problemas de reducción o falta de disponibilidad cercana de los recursos naturales básicos, o por problemas de salubridad ambiental o por grandes catástrofes naturales. Les pongo como ejemplo, el caso de la próspera ciudad romana de Baelo Claudia, conocida como Bolonia, en la que posiblemente la contaminación de sus dos arroyos de abastecimiento, la deforestación de su entorno para la obtención del picón necesario como fuente energética doméstica e industrial y finalmente un tsunami en el Golfo de Cádiz terminaron por despoblarla, dejando solo una rica huella de su pasado. Además del despoblamiento global de los interiores continentales, hoy también mueren ciudades, sobre todo cuando están basadas en un monocultivo industrial. Véase si no el caso paradigmático de Detroit.

La ciudad es la más bella obra creada por la humanidad, según proclamaba Walt Withmann, pero resulta más endeble de lo que pensamos. A mi alumnado les animo a que construyan sus propias utopías para este siglo, y la esperanza la deposito en ellos. Formación e imaginación no les falta.