A veces, nos suceden cosas que dejan surcos, más o menos perceptibles, en nuestra memoria más próxima. Esos surcos pueden ser como las huellas que vamos dejando cuando acompañamos al mar en su coqueteo con la arena y dejamos que bañe nuestros pies como si en realidad nosotros nos hubiéramos colado en esa escenografía de seducción entre dos elementos condenados a comprenderse. Si girásemos nuestro cuerpo para observar el camino recorrido, veríamos que no hay una huella igual a otra, por ejemplo. Que algunas han desaparecido, o aparecen deformadas, comidas por las olas, pisadas por otras huellas. Me gusta pensar que la geografía de nuestra memoria tiene mucho de esto.

Siempre me ha sorprendido la capacidad, o habilidad, esto va a gusto del consumidor, de esas personas que no han sido capaces de observar ese camino de huellas cuando no han tenido más remedio que girarse para ver el camino transitado. Que han preferido la oscuridad de la mano que cubre la mirada, que han bajado ese mirar justamente cuando el mar se retiraba para despejar la orilla de sus días. Cuando la vida te dice que pares para valorar aquello que te define, lo mejor es hacerle caso. Cuando la vida te pide que la vivas plena, se ha de estar a la altura. Lo contrario te sumerge en un algo que se encuentra entre el suelo de la identidad y la sed que nunca sacia la ficción sobre uno mismo. La mitología sólo es bonita en la historia de la filosofía, o en la infancia, cuando los niños y niñas generan sus propios mitos para dialogar con el mundo que comienzan a aprehender. «Una vida sin reflexión no merece la pena ser vivida». Sócrates lo piensa mucho mejor.

Intuyo, y en esto la madurez es un factor clave, que el miedo a reconocerse en lo dejado atrás es demasiado poderoso ante la fragilidad de un simple animal humano. Que hay huellas que uno no querría que estuvieran ahí, justamente ahí, recordando esa conversación eléctrica que tanto daño hizo al hijo; la docilidad mostrada con quien nos quiso pequeños; los amores no correspondidos. Y los que fueron correspondidos pensando que fueron amores y sólo fue huida hacia adelante o cobardía. La vida es aquello que cabalga entre esas huellas y nuestras certezas, y en este territorio, la ficción sobre uno mismo funciona siempre mal.

Hace unos días le decía a un amigo que fuera generoso consigo mismo. La generosidad está en peligro de extinción. Pero no hace falta que te diga esto a ti, ni que te lo escriba. Uno de los principales males de este tiempo de tendencias, celeridades y saldos varios, es que estamos dejando de saber cuándo hay que ser generosos y con quién debemos serlo. No me refiero a una generosidad material, de alivio inmediato, sino que pienso en esa generosidad de paso largo, vinculada a la estrategia del esfuerzo que solicita el ir más allá de lo que uno precisa para estar en el mundo. No hablo de porciones generosas, ni de palabras generosas. Hablo del gesto silencioso que avanza implacable hacia esa luz que llamamos humanidad.

En ese parar el camino que uno emprende en la vida para mirar atrás, lo compasivo adquiere un protagonismo esencial. Es curioso. La vida, el pensar, su música. Mi primera intención, cuando la idea sobre este escrito comenzó a meterse entre los pliegues de mi ropa, en el bolso, entre los surcos que os mencionaba arriba, era hablar sobre la necesidad de la empatía para quien no sabe ni puede girarse para valorar cómo ha estado en el mundo, cómo es ese racimo de huellas. Pero el azar siempre termina por alcanzarnos. Porque hay ideas, como palabras y personas, que nos están esperando en el instante más (in)esperado.

Yo no quería escribir ni pensar sobre la empatía. En realidad, no sabía eso. Esa palabra, con su significado, se iba a quedar corta para medir el recorrido de quien no puede soportar el peso de esas huellas, ese gran abismo que es el ser humano, en palabras de san Agustín. Yo quería, en realidad, escribiros sobre la necesidad de la compasión. Pero no lo sabía. Fue gracias a una conversación con el filósofo Jorge Freire, autor de uno de los ensayos más interesantes del ahora, ‘La banalidad del bien’ (Páginas de espuma, 2023), que reparé en ello. Porque la compasión implica algo extremadamente urgente e importante en nuestra lista de objetos perdidos: la ternura. Podría escribir más, lanzar algún sortilegio a golpe de sustantivo y adjetivo, pero creo que Nacho Vegas ya lo dejó escrito y cantado: «Es la ternura nuestro don». Y todo don es gracia, regalo y bendición. Y, por lo tanto, tenemos la responsabilidad de protegerlo.