Estamos de celebración. Lo estamos, ¿no? Hoy nos hemos despertado un poco más tarde de lo habitual, con una voz prestada de ayer en la garganta, con el sueño pidiendo horas extras sobre la luz de nuestra mirada. Y una vida a ratos que, a cada instante, nos cuesta más reconocer. Los restos del desayuno se acumularán sobre la mesa de la cocina, los platos esperarán en el fregadero. Dejaremos que la pereza se cuelgue en visillos y persianas, que juegue con los críos mientras leemos noticias en el diario digital al que estamos suscritos, el mismo que confirma nuestra ideología y embalsama todo juicio moral en los grupos de WhatsApp. Dejaremos, incluso, que esa misma pereza nos susurre cosas feas al oído. Nos dejaremos hacer por la idea de que existió un tiempo en el que le llegamos a importar a esa misma pereza.
Puede que la extrañeza nos alcance por ocupar el tiempo con un espacio que sólo se comprende desde la biografía del nosotros, allí donde la generación del mundo se aprehende desde lo íntimo propio, en las risas de los hijos, entre los pasos que se suceden en una ruta de luz con mar; en las piernas hinchadas por los días pesados como la política doméstica. En una mano con manchas que son la memoria de lo compartido en la vida, en un olor tan frecuente que ya es segunda piel que viste un cuerpo (des)conocido. Puede que, a cada instante, nos resulte ajeno ese nosotros, nos resulte ajeno como un animal perdido que observa desde la esquina de lo cotidiano. Haremos listas para cuando llegue el mañana de la hiperproducción, ese itinerario basado en los modos que encontramos para excluir y ser excluidos, negociar con la mejor versión de la culpa capitalista. Para no tener que escondernos, ni buscar atajos, tras la respuesta que se espera ante el «¿Pudiste descansar?». Ese bucle invisible que tan acertadamente bautizó la mejor pensadora de nuestro ahora, Remedios Zafra.
Hoy nos hemos despertado un poco más tarde y estamos de celebración. Hace cuarenta y cinco años, los españoles votaron en referéndum su Constitución. Sustantivo proclive a ser manoseado por un buen número de posesivos. La intensidad del manoseo depende de la cuestión territorial. Mi hija la llamó hace unos días «documento». Regresábamos juntas, del colegio, y me explicaba cómo unos niños mayores explicaron a los más pequeños en qué consistía la Constitución. Le respondí que «ese documento» resultaba fundamental para nuestra sociedad, para cualquier sociedad democrática. Que ofrecía un modelo de convivencia basado en la igualdad, nos decía cuáles eran nuestros derechos y nuestros deberes. Que era imperfecta, contradictoria, pero que la necesitábamos para seguir adelante y fortalecer las raíces del esquema democrático. Que desconfiara de quien la despreciara. Le hablé de la dictadura franquista, del lugar que ocupamos, hoy en día, las mujeres gracias a la agenda feminista y su relación directa con los valores democráticos. Que este tiempo imperfecto, contradictorio, sigue ofreciendo un suelo muy resbaladizo para nosotras, pero que cualquier tiempo pasado fue peor. Seguimos caminando. Le pregunté si había comprendido lo que le había dicho. Que le preguntara a su abuela. Que pensara sobre nuestras vidas, sobre las vidas de las mujeres, bajo otro orden del mundo más próximo a las asimetrías y desigualdades. Seguimos caminando de la mano con un silencio cuya huella, intuyo, fue distinta en la cadencia del pensamiento de cada una. Seguí caminando y me alcanzó el verso. «Una puerta de luz/entre los laberintos de la niebla». Pensé que esta parte de esa poesía viva que siempre ha creado Francisco Ruiz Noguera convertía en poesía el caminar propio de la propia Constitución.
Estamos de celebración y no sé cómo explicar ciertas cosas. De hecho, no sé si hay ciertas cosas que debamos explicar. Sí comprender, pero no sé si explicar. El lenguaje se enreda en mi lengua con ideas que golpean por ser carne y cuerpo. «Somos un cuerpo herido», dejó escrito Jane Austen. Las ideas hieren y están heridas. Las ideas son cuerpos heridos. De ahí surgen. Es, en esa oquedad palpitante, donde nos espera el asombro y la curiosidad. La mejor idea siempre fue amar. Piensa en esto. ¿Has tenido alguna mejor idea en tu vida que ese instante en el que decidiste amor y amar? Ir más allá de uno mismo cotiza al alza por lo escaso del terreno. La pornografía del yo lo invade todo, lo mide todo y ajusta bien fuerte. El empleo que hemos decidido imprimir a las redes sociales, lejos de consolidar esa sociedad del conocimiento para todos, nos ha puesto a correr entre nosotros como caballos desquiciados que sólo buscan una salida al carril de lo único. Ir más allá de uno es subversivo. Por eso desconfiamos de las personas que todavía se enamoran y comprometen. Que fortalecen vínculos, que piensan las herencias y genealogías para ponerlas en el lugar adecuado. Toda celebración debería estar atravesada por el amor. A pesar de la pereza. Allá donde espere.