A los que nos dedicamos, de una manera u otra a esto del magisterio, de la enseñanza y de la educación, nunca se nos olvida aquel día en el que nos enfrentamos desde la palestra a la primera clase. De pie desde lo más alto, que es lo que significa esa maravillosa palabra, se otea en una primera visual a un alumnado expectante, y que con el paso del tiempo la experiencia te sirve para escudriñar en sus caras la personalidad de cada uno.
Hace ya cuarenta y cinco años que tuve aquella experiencia inolvidable. La Facultad de Ciencias estaba entonces en La Misericordia, en medio de unos cañaverales a poca distancia del mar, un edificio frío por estas fechas, y que en sus finas paredes se veía ascender la humedad que provenía del subsuelo. Cuando penetré en la pequeña aula me encontré con diez alumnos del último curso de biología, que por primera vez cursaban toda su licenciatura en nuestra Universidad.
Casi todos eran mayores que yo y aquello me acongojó hasta el punto que estuve tentado de dar una espantada al más puro estilo de Curro Romero. Las ganas de enseñar me contuvieron. Tras presentarme a ellos, pasé lista para ir poniendo nombre a aquellos sorprendidos rostros ante el jovenzuelo profesor que les había tocado para explicarles el funcionamiento de las plantas.
Don José Guevara pronuncié con voz grave para acrecentar mi autoridad, y un señor de abundante cabellera rizada y poblada barba levantó su mano y con desparpajo, con tono burlón y voz grave y rota como la de un cantaor, me contestó: ese soy yo señoría. Todos sonrieron y me fue difícil mantener un rictus de seriedad. Era el presentimiento de lo difícil que me resultaría lidiar con un grupo tan diverso y maduro, pero ya tenía identificado a su líder.
Como nos dicta la experiencia no hay nada mejor para enderezar a una caterva indómita que pactar con su cabecilla. Y así lo hice con Guevara, al que todos y hasta yo al poco, llamábamos Josefo. Descubrí entonces a una persona excepcional cuya amistad ha durado casi medio siglo. Haciendo honor a su apellido, tenía unos apuntes cargados de excelentes dibujos de todo tipo, incluidas caricaturas de los profesores que eran de una calidad excepcional. Como oro en paño guardo aquella que me hizo, en la que, como en el poema de Dámaso Alonso, me retrataba como un adolescente chivo hirsuto que portaba un cigarrillo humeante en la mano.
Entonces lo común, aunque aberrante hoy, era fumar durante las clases. Su trayectoria profesional fue excepcional. Tenía unas dotes científicas extraordinarias, poniendo en cuestión cuanto se afirmaba como axioma. Desde su puesto de trabajo en la administración local supo, antes que cualquier otro, aplicar los criterios de la conservación de la naturaleza y del desarrollo sostenible en Málaga. A él debemos, entre otras muchas acciones, el que hoy el identitario Monte de San Antón permanezca, al menos en su cumbre, prístino como lo vieron tantos viajeros románticos.
El primer alumno de cualquier profesor queda designado a vivir eternamente en el aula, porque es el espíritu del vínculo superior entre el maestro y el discípulo. No fue casualidad que esta coalición anímica se produjese en el día de invierno más cálido en la historia reciente de Málaga, los hados abrieron la puerta a la inmortalidad de Josefo Guevara, mi primer alumno.