Ante según qué ideas u opiniones, sobre todo si se quedan escritas, es mejor ser sincero en la intención y no ocultarse tras ellas. No jugar al equívoco ni coser cortinas de humo que sólo confunden al lector, pues quien escribe ya sabe de la condición propia. Seguramente, no en la plenitud de los días, pero sí en esos instantes, perturbadores como la oscuridad en una estancia habitada, en los que uno convive con la certeza de su intimidad. Podemos recurrir a la máscara en lo cotidiano con otros, pero difícilmente podemos escondernos de esa voz que se hace física con cada pensamiento que ofrecemos al mundo. Uno termina por asomarse al abismo de sus días para encontrar, si acaso, dos o tres certezas. Y una de ellas es aquello que somos cuando nos construimos desde las ideas que nos conforman. Qué menos que aprender a convivir con el monstruo que somos.

Como muchos, ignoré la presencia de la infancia en la sociedad hasta que fui madre. Es algo que me avergüenza porque creo que dice mucho, y mal, de la persona de entonces. Quizá, como muchos, estaba demasiado ocupada atendiendo a mis únicas necesidades y pensando en mí misma para levantar la vista más allá de la vida líquida. El laberinto de los posesivos. Nunca fui desagradable con niños ni me molestaron en espacios públicos, al contrario. Simplemente, no reparaba en sus vidas, en sus cuidados, tan diferentes al de los adultos. No me planteaba cómo debían ser queridos ni atendidos. No escuchaba lo múltiple de su fragilidad. Una sociedad queda definida por el espacio que les concede a los niños y por cómo decide relacionarse con ellos. Pensad, a partir de aquí, el lugar que habitamos. Hubo un tiempo en el que, incluso en la guerra, los niños y niñas se protegían por encima de la barbarie. Ahora, son medio y fin.

Estos días de gripe y polvorón, no sólo he aprovechado para incrementar el peso de esos días color naranja con mi hija. He aprovechado para leer de otra manera, para ver series de otra manera, para escuchar canciones de otra manera. Para estar de otra manera en mi propia vida porque la manera (re)conocida, de agotamiento y prisas hervidas, es una manera terrible de estar en la vida propia y ajena. Una de esas ficciones bien pensada y macerada ha sido ‘La mesías’, la producción original de Movistar +, escrita y dirigida por Javier Ambrossi y Javier Calvo. He de decir que el periodista Gabriel Núñez, nombre propio fundamental de la profesión en su época heroica, me la recomendó con tal entusiasmo que prometí no dejarla atrás. Y menos mal que le hice caso. Hablar sobre el talento de Ambrossi y Calvo no añade nada nuevo al pensar colectivo. Invitaros a ver la serie para pensarnos, espero que sí. En esta ficción funciona todo. Las interpretaciones, los diálogos, los espacios y silencios. Los tiros de cámara, el diseño de arte, lo que esconde. Lo perturbador de las ideas que dejan tendidas tras cada capítulo de una hora de duración. Y los niños. Sobre todo, los niños.

Derrida afirmó que «lo que caracteriza a la infancia es que no puede pensar la infancia como tal, la filiación, como tal; mientras es niño, el hijo es ciego a la relación padre/hijo». ¿Qué es un niño cuando está con su madre o padre? ¿Sabe qué es? ¿Sabe lo que representa su padre o madre? ¿Y los adultos? Un niño quizá sólo deba ser y estar en lo niño. La cuestión se fricciona y rompe por dentro cuando, como en el planteamiento de la serie, asistimos a la realidad de una madre – y un padre- que quema la urdimbre de sus hijos, arrojando su infancia a la disolución y la futura disociación que les espera en la edad adulta. Permitimos su presencia, pero esta misma presencia nos incomoda porque nos recuerda el daño que inferimos.

Recalcati afirma que todo el mundo escribe o habla sobre la infancia, no desde la infancia: «La palabra circula vaciada de su significado». ¿Hemos olvidado que fuimos niños? ¿El mercado nos ha extirpado la edad más lúdica de nuestras existencias? ¿Estamos criando niños adultos? Ahora que nos decimos empezar de cero para poder seguir en este terreno de juego, no sería mala idea comenzar a dejar suspendidas en el aire todas aquellas premisas que, dirigidas a la infancia, elaboramos desde la cultura de la edad adulta. Ojalá una infancia a la altura de la infancia.