Ha querido el azar, cuestión que únicamente funciona en las novelas de Paul Auster, que el fallecimiento del escultor Richard Serra coincida con el día en el que, de manera global, celebramos el Teatro. Cabría preguntarse qué se celebra exactamente. Cada celebración, en realidad, es justamente eso, el cuestionamiento de un ritual, la reflexión en torno a su perdurabilidad, la vigencia del vínculo que hemos establecido con el objeto que espera ser celebrado. Incluso, por qué no, observar la celebración. Ser espectador de fuegos y deseos aún por conquistar.
En el caso del Teatro, son diversas las cartas que podemos colocar sobre ese pensar el goce colectivo de lo que nos ha traído hasta aquí: el sentido del desarrollo de diversos lenguajes escénicos, las constantes vitales de la dimensión transpolítica de la disciplina y el suelo conceptual sobre el que se asienta la escena contemporánea. Si vamos más allá del telón de fondo, con el fin de aproximarnos a la realidad de quienes tienen la oportunidad de generar escena -pensarla, apuntalar horizontes y desafiar a la cultura del mercado ante el avance venenífero de los franquiciados culturales y su cultura del copia y pega-, debemos incorporar otros elementos como la audacia y el conocimiento de sus programadores. La precariedad de sus profesionales. Y el gran problema que se aproxima hacia nosotros a tal velocidad que la hostia promete ser gorda y duradera: la regeneración del público. Pero mientras esa velocidad sólo hace más que crecer, las preocupaciones de algunos y algunas consisten en ver cómo pueden apropiarse de la escena, y de los escenarios, haciendo de lo escénico algo previsible y basado en fórmulas convencionales. La creación es misterio. La creación ha de proponer una vida oculta y no ocultar la vida.
Este mar de dígitos que cursamos, con mayor o menor fortuna, que cada consumidor mida el gusto de la cuestión, acoge con especial entusiasmo ese juego de máscaras. El simulacro. Las vidas que no, que son, que no son. Todas a la vez y al mismo tiempo. Es tal el cacao que tenemos encima que nos hemos tragado las mentiras de cuatro en cuatro. Y algún que otro sapo. El hacernos creer que algo es tendencia, que debes participar de esa experiencia, que esa obra es todo un acontecimiento, sólo reduce el arte a anuncio personal colocado sobre el metal del alumbrado público. No se me ocurre peor fracaso para el sentido del arte y la dimensión de la cultura.
Serra, que fue uno de los creadores que más especialmente ahondó en la relación que toda creación artística debía entablar con el espectador, fue contundente sobre el destino que sus piezas debían tener en relación con las personas: ser punto de encuentro. La naturaleza de lo común, una naturaleza que el californiano logró cuestionando los límites que separaban la intervención sobre espacios públicos y privados, prestando especial atención a los centros de arte, y el papel que las personas debían ocupar en esos espacios y, en concreto, cuando transitaban o paseaban por entre sus esculturas de grandes dimensiones.
En este sentido, una de esas piezas de grandes dimensiones, especialmente celebradas por lo austero del material, el dogma implacable de sus líneas y volúmenes, y por la radical importancia que el espectador asume cuando paseaba por ella o entre ella, es ‘La materia del tiempo’, obra que se encuentra expuesta con carácter permanente en el Guggenheim Bilbao. La materia de nuestro tiempo representa todo un antónimo frente al desarrollo artístico y conceptual de Serra, pero el arte alberga pequeños fuegos que esperan ser prendidos, fuegos desde los que oponer resistencias a quienes quieren de la cultura un algo predecible y pequeño. Donde sólo estén los elegidos a golpe de titular. Busquemos ese punto de encuentro, esa vida oculta que nos espera.