España es un país altamente envejecido, sólo superado por Japón. Sin embargo, es llamativo lo poco que apreciamos a las personas mayores a nivel público. Vivimos en una sociedad que ha elevado la juventud a nuevo Dios. La buscamos, vemos en ella la solución a muchos problemas, vivimos de forma culposa no experimentarla (estar gordos, calvos, tener arrugas…) y la adoramos continuamente. Sus profetas están en forma de figuras de famosos por los que parece no pasar los años y hay verdaderos rituales (de cuidado de la piel, de maquillaje, de rutinas de ejercicio…) para venerarla y conseguir su gracia.
Hace tan sólo unas generaciones, y de forma mayoritaria en la historia, las personas intentaban parecer con experiencia, veteranas y fogueadas en la vida. Ahora, en cambio, la ropa deportiva parece haberse convertido en el fondo de armario, y prendas que hace 15 años se asociaban a la adolescencia, como las sudaderas con capucha, están en el armario de los cuarentones (me incluyo a mis 38 añazos). También se han generalizado placeres y costumbres que antes asociábamos solo a la juventud: los videojuegos, el deporte, salir de copas…
Pero no solo ocurre con las personas, también parece que lo viejo ya no gusta en el mundo de las ideas, y que sólo tiene valor lo innovador, lo tecnológico, lo que se reinventa.
Todo esto no tiene una implicación sólo en la estética o en lo que nos atrae, sino sobre todo en cómo se construye la sociedad y sus manifestaciones: a pesar de que probablemente sean los mejores clientes de los bancos, todo gira entorno a las APPs tecnológicas que apenas saben usar los ancianos; a pesar de que se les tiene en cuenta por su fuerza de voto, apenas hay personas con canas en los gobiernos de las instituciones políticas o se oye la voz de los “veteranos” del partido, que cuando hablan, se les suele desautorizar y acusar de chochear.
Las ciudades se construyen con skateparks, instalaciones para deporte al aire libre como la calistenia o campos específicos para perros, pero cada vez tienen menos bancos para los ancianos o las cafeterías de toda la vida en las que echar la tarde, empalmando cafés y charlas. Se cambian por cadenas de comida rápida o tostaderos de especialidad de café con nombres impronunciables y precios altísimos, muy enfocados a tener wifi y espacio para el portátil, pero poco para hablar sin más o jugar a las cartas.
Pero no sólo ocurre en lo público, también en lo privado, en el hogar: Los padres cuentan con los abuelos para educar a los nietos, pero no quieren que aporten su conocimiento en la crianza, enfadándose cuando no aplican sus nuevos métodos del psicólogo de turno o la moda educativa actual. El abuelo para avalar con su pensión (como único ingreso fijo y estable de la familia) la ortodoncia del adolescente, pero no para que éste vaya a verle y le alivie la soledad (o se la alivien, que no sé yo si tanta pantalla e hiperconectividad es compañía real).
Eso sí, entre todo lo políticamente correcto que impera en nuestros días, ya no se les llama viejos, sino tercera edad o “seniors”.
Sin entrar en cuestiones morales, que en parte lo hago por no juzgar y en parte porque me parece tan obvio que señalarlo es hasta de necios, el impacto psicológico y de salud pública de todo esto es brutal. La soledad como uno de los problemas más graves de nuestra sociedad, altos índices de depresión y ansiedad en las personas mayores, ancianos que se pasan el día en el médico por sentirse atendidos y que acaban hipermedicados (lo que nos afecta a todos porque las colapsan y el enorme gasto sanitario que podría destinarse por ejemplo a psicólogos si fuesen más escuchados) o un pánico desmedido (y cómodo) a envejecer en quienes se van acercando a la vejez con verdaderas regresiones de inmadurez, egoísmo narcisista o luchas perdidas de antemano contra el paso del tiempo que nos permitiría ahorrarnos muchas escenas de vergüenza ajena si todo esto no se diera.
No sé si nos hemos vuelto locos, deshumanizados o esta es nuestra maldita venganza por ser conocedores de que no vamos a vivir jamás con la estabilidad y calidad de vida que ellos han tenido en estos tiempos de cambio y crisis constante.