Decía Carl Jung que “en cada uno de nosotros hay otro a quien no conocemos”, lo cual está bien para un descubrimiento personal y aprendizaje constante. Pero cuando nos damos a conocer a los demás, es aconsejable que lo hagamos de nuestra parte consciente, en la que solemos construir nuestras convicciones intelectuales.

Para hacerlo es conveniente mantener una máxima: no hablar sin saber, no opinar sin documentarse y no afirmar sin contrastar. Aunque no siempre debemos tener un mismo nivel de exigencia, respetando siempre unos mínimos, sería deseable incrementarlo cuanto mayor es nuestra responsabilidad y nivel de influencia.

Porque está claro que no es lo mismo gestionar una empresa (donde cada día más se prioriza el análisis de datos, que son clave para la toma de decisiones, sin menospreciar la intuición o la experiencia individual de los que las toman), hablar en la barra de un bar, ser tertuliano o vicepresidenta de un país, y que las repercusiones de esas declaraciones o acciones son de diferente calado.

Lo comento porque hace unos días leía que “socialistas y populares admiten que la crispación instalada en las Cortes fomenta el desapego hacia la política, pero se la atribuyen al contrario”. Un clásico en casi todas las discusiones es que las partes dan por sentado que están muy próximos a la omnisciencia, siendo capaces de argumentar todo aquello en lo que se equivocan “los otros”.

Pero eso, que estaría bien en una discusión de patio de colegio o en la cena con los cuñados en Navidad, nos lleva a un enfrentamiento donde no se priorizan, ni resuelven, los problemas reales de la ciudadanía, siendo una excepción general la política municipal, en la que sí se está con los asuntos del día a día y suele haber un mayor entendimiento y conocimiento de la realidad. Estoy seguro de que, si a todos nos preguntasen por las diez principales preocupaciones del país, en seis o siete coincidiríamos la inmensa mayoría, dejando las tareas claras a los gestores públicos.

Pero en política no se suele cumplir la máxima mencionada al comienzo de la columna y se acostumbra a realizar muchas afirmaciones que no son del todo ciertas o sencillamente son falsas, repitiéndolas de forma machacante, como si por ello se fuesen a convertir en veraces. Asimismo, se aferran más a los puntos de confrontación, con el fin de obtener unos réditos electorales, donde se ha normalizado el injuriar al oponente, obviando la problemática a abordar, y llevándonos a los bloqueos legislativos habituales.

Mientras, la sociedad los ve cada vez como el origen de muchos problemas, desmotivando a muchos ciudadanos talentosos a dar el paso para involucrarse en la gestión pública, como muestra el que el clima político está apareciendo en todos los barómetros sobre las preocupaciones de los españoles, junto a otros habituales como la situación económica, el paro, etc.

Los politólogos suelen decir que la política tiene dos tiempos, uno de competición electoral y una segunda parte de carácter cooperativo. La realidad es que, además de vivir en continuos comicios de diferentes niveles de la administración, una vez realizados los mismos, se ha generalizado una forma de hacer política donde es casi imposible alcanzar acuerdos, pues se basan en las descalificaciones, insultos, mentiras... contra el contrincante, lo que sin duda dificulta mucho la posibilidad de tejer una visión compartida de país. Trabajemos para no darle la razón a Groucho Marx cuando afirmaba que “la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”.