¿Por qué se escribe? ¿Para qué se publica? Quienes frecuentan las urbes literarias, tan dadas al cambio de vivienda y a la mutación en los afectos, deberían poder dar respuesta a estas cuestiones sin mirar a izquierda y derecha, sin vacilar y con la contundencia que el asunto solicita. Entre otros motivos, porque los distintos lenguajes artísticos que nuestro ahora produce, en su obsesiva estrategia, comienzan a leer, con mayor profundidad y audacia, la realidad de las subjetividades contemporáneas, al tiempo que colonizan territorios que considerábamos asegurados por los siglos de los siglos. Me refiero a ese espacio al que el ejercicio de la literatura parece haber renunciado mientras lo celebra: el arte de lo común, allá donde lo humano encuentra amparo, bien sea a través de la cartografía de sus mezquindades, bien sea a través del mapa de sus virtudes.
La literatura es hallazgo, ha de serlo página tras página. Desde la voz que se utiliza para hacernos mirar con una intención concreta hasta la carne que define a los personajes. La literatura es diálogo con el tiempo que nos toca habitar, mide las coordenadas de nuestro presente, no ha de ser obediente ni complacer. No tiene que buscar hacer amigos ni hacer que caigas bien. Es una pulsión indescifrable – llevamos siglos sin saber qué narices es esto qué llamamos ficción, de dónde viene, por qué tanto empeño en contar el amor y la muerte-, una bendita pulsión que se mete dentro y no se puede escapar de su presencia. La literatura es la categoría de lo humano que mejor ha sabido definir la construcción de lo político y que con mejor precisión supo intervenir políticamente sobre la realidad.
En un panorama, como el actual, tan obsesionado con la lógica del agrado y la economía de la emoción, donde las variables líquidas de ese nuevo mundo que late bajo nuestros pies están determinando comportamientos, la literatura - especialmente su género más popular, la novela-, está saliendo bastante mal parada si la medimos con lo escrito arriba. El arte de lo común, en un tiempo de frases cortas que señalan hacia el mismo horizonte, suena a un «sálvese el que pueda»; mientras que la intervención política se realiza sobre un paisaje altamente marcado por un mediocre individualismo. El gazpacho es interesante: autoedición, gente que publica porque tiene muchos likes - ¿qué? -; gente acomplejada que escribe para poder acabar en una habitación de hotel con alguien que convertirá en desconocido al llegar a casa; gente que publica porque su historia sólo le ha sucedido a él y a nadie más (…); gente que escribe para que su primo, el que vive en El Toro, Castellón, le invite a otro festival que, a su vez, invitará a una prima que organiza otro festival, en Rubí, porque trabaja como administrativa en una empresa de impresión digital y sabe de organizar cosas. Gente que está destrozando una maquinaria que era genuinamente nuestra, humana. Gente que, en realidad, está destrozando el mundo.
Para que la literatura no se pierda en este laberinto, para poder salvar el mundo, en realidad, la literatura precisa de valentía, pero, sobre todo, precisa ser verdad. Precisa no perder de vista algunas cuestiones que la han llevado a ser la luz de la memoria, la guardiana de las ideas en cada siglo. Cuestiones como la capacidad de asombro, el lenguaje de alto vuelo, la tensión con las herencias recibidas, la geografía de la memoria, el cuestionamiento de lo popular, el conflicto con el territorio que se pisa. Un sumatorio complicado, pero no imposible.
En ‘Un hombre bajo el agua’ (Seix Barral, 2024), de Juan Manuel Gil, novela publicada con anterioridad y que la casa recupera para fortalecer el músculo y la presencia del andaluz, se concentran las características (d)escritas. Con una historia eléctrica, de esas que te coge de la pechera para no soltarte hasta la imagen del lienzo que reside en la página 382, Gil despliega, con maestría, aquello que le ha concedido una voz propia dentro del panorama nacional: estrechar y ampliar los límites de la (auto) ficción para confundir al lector y meterlo de lleno en una historia que se apoya en pilares bien sólidos y trabajados, con un lenguaje exquisito que bebe de la tradición y lo contemporáneo, sin imposturas, y unos diálogos que recuperan lo mejor de la tradición patria. Juan Manuel Gil articula una historia sobre lo que desaparece – infancia, muerte, familia- y lo une, de manera indisoluble, a uno de los grandes temas de su literatura: la memoria. Qué somos, lo que recordamos, lo que hemos vivido, o somos aquello que los demás recuerdan de nosotros.
A partir del descubrimiento del cuerpo de un hombre en una balsa de riego, en la periferia almeriense, Gil desarrolla su historia a través de una estructura que se mueve en varios planos y que precisa de la complicidad de un lector activo y atento, de esos que no rehúyen el cuerpo a cuerpo, para ofrecer una historia que esconde tantas otras: la historia de su protagonista – su vida en pareja, su relación con los padres, la presencia perpetua de los vecinos del barrio que ya no-; la historia de un barrio que se plantó cara a sí mismo; la historia sobre las violencias heredadas, las inercias y códigos de un tiempo que aseguraban miserias varias. La historia de quien quiere desaparecer todo el tiempo, pero no sabe si existe el momento adecuado. Una novela que, ante todo, y de manera furiosa y feroz, invita a que pensemos cómo hemos participado del mundo. Estamos ante uno de los mejores novelistas de nuestro tiempo y, por lo tanto, de la memoria del mañana, capaz de poner en valor el arte de lo común.