Hay una escena de ‘Sexo en Nueva York’, especialmente divertida y lúcida, en la que Carrie Bradshaw conversa con Samantha Jones y en la que esta le dice a su amiga una frase muy marca de la casa: "En la cama somos como en la vida".
Más allá del contexto de ese capítulo, de los líos a los que Jones nos tiene acostumbradas y de los traseros de hombres que suelen desfilar por su dormitorio, esta frase encierra una verdad filosófica.
El sexo, aquello que ocurre entre cuerpos en un espacio y tiempo íntimos, fruto del amor de pareja, de la amistad o de la seducción de un instante que no volverá, forma parte de la encrucijada de la humanidad.
El empeño que, a lo largo de la historia, se ha puesto para no atenderlo con seriedad - y frecuencia- debe ser prueba suficiente de su vital importancia. El empeño que muchos hombres – y algunas mujeres- han puesto para que nuestro sexo no fuera nuestro también debería serlo.
Ese Eros capaz de hacer trizas hasta la biografía más vertebrada nos presenta ante la vida y define buena parte de nuestra línea de tiempo, nuestra conducta con el otro, pero sobre todo el comportamiento con uno mismo. La dignidad ante uno mismo. Y en esto, el género importa.
Si algún tipo te dice que el sexo ha de ser feo, no huyas, déjalo caer en su propia pobreza. Nada gozoso puede surgir de una frase de barra de bar del siglo XX. El mundo no está para otro poema sobre bocas borrachas, cuerpos de niña y noches que no terminan. Tenemos más que aprendido lo de la táctica y la estrategia y todo aquello que venía después. Debimos gritarlo: era innecesario, era mediocre y era aburrido.
Los años se suceden cada vez más dóciles y rápidos, también más sinceros y humanos –y si esto no es así es que no hay vida, hay simulacro-, y una, como mujer, ha ido aprendiendo a descifrar el misterio del deseo, tarea especialmente compleja para nosotras pues nos lleva a mirar hacia los ojos del abismo y nos mete en laberintos de los que salimos maltrechas y heridas.
Canciones, películas, poemas, novelas. Todo fue concebido para secuestrar nuestro deseo o, lo que es mucho peor, hacernos creer que lo que deseábamos era resultado de un deseo propio, de un deseo desvelado. Lejos de ello, durante demasiado tiempo hemos estado siguiendo la música de un deseo ajeno que sólo ha subyugado seducción, cuerpo y placer.
La vida ligada al sexo, una vida no desvelada, aquella que tiene sentido en la cartografía de nuestras intimidades y que, únicamente, se hace física en la memoria de la piel a través de las caricias, besos y abrazos, es una vida importante y consciente de lo importante que es vivirla.
Esa vida ligada al sexo que somos es una vida que hay que descubrir o conquistar, no es una vida que se evidencie por el caminar en la calle, por la manera de abrir una puerta o por el lenguaje que se emplea en un correo electrónico.
Es un algo mucho más profundo y cálido, un magma imparable que necesita ser reconocido, escuchado, que araña y necesita rebosar por el físico del cuerpo, pero también por lo inconmensurable de lo no tangible.
El trote al que nos lleva tanto avance tecnológico y tanta red social impide la vida mencionada. Tengo una inmensa curiosidad por saber qué contarán las pieles del mañana si lo sexual lo trasladamos al ámbito tecnológico. La cuestión quizá esté en si nuestras pieles terminarán por no poder contar nada, pieles mudas, lenguas mudas, caricias mudas, en un mundo lleno de imágenes sexualizadas.