Pocas palabras tienen un origen tan arraigado en nuestra cultura como la de majara. Hace más de un milenio, en plena etapa andalusí, surgió esta palabra, para designar un tipo de conducta humana peculiar, una manifestación psicológica distinta a las habituales patologías mentales.

Acierta pero no atina la Real Academia con los once sinónimos que le adscribe. El majara se forma en su propio multiverso de pensamientos, elaborando ideas singulares, desde la religión a la política, pasando por la ciencia y las relaciones sociales.

A fuerza de tantos siglos de existencia incluso se ha forjado una sistemática, reconociendo tres niveles. El majareta, por acudir a un diminutivo, ya nos marca su carácter inferior. Digamos que sus manifestaciones están dentro de unas coordenadas normales, demostrando incluso que todos somos susceptibles de ser majaretas en algún momento de nuestras vidas con alguna ocurrencia.

Por encima se sitúa el majarón, expresión máxima del majara, que es el que perpetúa en cada minuto de su existencia las disrupciones de la normalidad.

Decía León Felipe que desde que murió aquel manchego, aquel estrafalario fantasma del desierto, ya no hay locos en España. Releer en este presente aquel poema ‘Ya no hay locos’ del ilustre zamorano es de obligado cumplimiento. Concluía que todo el mundo está cuerdo, terrible, horriblemente cuerdo.

Así fue en un momento del siglo pasado, pero en este, mientras nos aproximamos a cumplir su primer cuarto, los majarones ocupan un espacio privilegiado cada vez más grande. Tenemos grandes ejemplos de majarones en mandatarios mundiales, en deportistas inmaduros, en extravagantes conspiranoicos, en empoderados tecnócratas, y otros más acá que allá. Incluso en la vecindad más cercana podemos encontrarlos.

Cuando una encuesta revelaba que en un porcentaje importante de nuestra juventud, la española, la profesión con la que soñaban era la de influencer, gamers o streamers, pensábamos que era cuestión de moda pasajera.

Mi amigo Nicasio tiene el rostro desencajado, los ojos hundidos y en su cara ha aparecido un tic que conmociona al verle. Nada que ver con la última vez que le vi hace un año.

Me cuenta que en la casa de al lado se ha mudado una familia con un hijo adolescente. El chaval quiere ser gamer, para ganar rápido mucho dinero. Al llegar la noche comienza el espectáculo. Cada poco tiempo los improperios a grito, golpes y patadas anuncian el final de cada partida.

Según le han contado a Nicasio cuanto más esperpéntico sea ese momento más ‘likes’ tendrá, y más se acercará a esas fútiles ganancias. Concluye cariacontecido mi amigo con el deseo de que jamás me toque de vecino un influencer, gamers o streamers. Estos son los majarones del 21.