A principios del mes de septiembre, me hicieron una serie de cargos no autorizados en mi cuenta. Hice todo lo que me indicaron desde mi entidad bancaria. Pero eso no fue suficiente. Nunca es suficiente para los bancos ni para quienes trabajan en banca.

Me pregunto muchas veces, cuando escucho la radio por la mañana, mientras preparo el desayuno para mi hija y para mí, qué es lo suficiente para un banco. Para quienes trabajan en banca. Cuánto más han de usurpar para alcanzar esa idea de lo suficiente. Hay que ir y volver y regresar a la misma entidad bancaria. Varias veces. Como si el tiempo propio no importara frente a ese otro tiempo denso de ventanilla. Explicar y solicitar y pedir que devuelvan lo que es de una, lo que estaba en la cuenta, lo que existía. Devolver lo que desapareció, lo que se esfumó. Lo sustraído. Lo que fue robado.

En mi última visita, parece que la cosa se arregló. Parece. A priori, una pueda pensar que esta tercera persona del indicativo casa mal con los números. Las cifras son lugares para lo exacto. Lo rotundo. Cinco no es dos. En esta misma última visita, en la que esperé más tiempo de lo habitual, dediqué parte de los minutos que también me usurpaban en observar el espacio, la distribución del mobiliario de oficina, el color de las paredes, la presencia de la imagen corporativa, la señalética. Dan ganas de quedarse allí a vivir, la verdad. Que te den un polo con los colores de la empresa y ya buscas tú el acomodo.

Seguí observando. Leí, con atención y más cariño, los productos y servicios ofertados en paneles y folletos. Incliné varias veces el rostro y levanté tantas otras la ceja. Estudié el lenguaje empleado para que compres hipotecas sostenibles, préstamos sostenibles, fondos de inversión, seguros para los préstamos sostenibles de esas hipotecas sostenibles. Familias felices en esos folletos; viejos felices en esos folletos; jóvenes felices en esos folletos. En esos folletos, la erótica está clara. Misma sonrisa, misma ropa, misma intención. Esa cosa tan repugnante consistente en unir felicidad con éxito.

Un mismo mundo antiguo que se impone a la belleza de lo común, que se impone a lo que se logra cuando decides tender una mano al otro y no abusar de él. Cuando decides no alzar la voz y ceder el paso; cuando te inclinas por ser compasivo y amable y pensar que cada una de las personas con las que te cruzas a diario tienen problemas que deben afrontar más allá de las mentiras que cada uno decida compartir en redes sociales. Y creérselas, claro. Por mucho que nos intenten estafar – también por ahí- la vida que importa es aquella que te permite mirar a los ojos de otro cuando pasa por su peor momento.

Todo ello discurre entre empleados bien vestidos y aseados. Empleadas bien vestidas – mucho animal print- y bien maquilladas y bien aseadas. Es imposible no salir de esa oficina, de cualquier otra sucursal de cualquier otra entidad bancaria de cualquier otra ciudad del planeta, con la sensación de que la has cagado en tu vida. De que eres una pringada. La vida de esos folletos te queda lejos, tan lejos, que pareciera más fácil bajar los brazos y dejar de creer en el estado de bienestar y sus principales vectores. Pareciera más fácil, más lógico, más consecuente y obediente, contribuir a la paulatina destrucción de la propiedad colectiva y de las instituciones comunes. Existe otra felicidad, pero es mucho más cara y profundamente individualista.