El 4 de octubre es una fecha que marca mi vida en más de un sentido. Mientras Málaga celebraba con entusiasmo la coronación canónica de la Virgen de los Dolores, una servidora vivía uno de los momentos que transformaría mi existencia de manera radical: la coronación como Miss España.
No es una coincidencia cualquiera, sino un vínculo intangible que desde niña me ha unido a la Virgen de los Dolores y a la Cofradía de la Expiración, esa hermandad que ha sido parte de mi vida desde que tengo memoria. Siempre he percibido que esa coronación compartida representaba mucho más que una mera coincidencia: era el reflejo de una conexión profunda que me ha acompañado en cada paso que he dado. "Coronas para una Virgen y una Miss", ese fue el titular de la prensa malagueña, todo un honor compartirlo con la Señora que siempre me ha guiado.
Desde pequeña, la Virgen de los Dolores ha sido más que una imagen venerada en las calles de Málaga durante la Semana Santa. Perchelera como yo, la Virgen siempre ha sido una compañera silenciosa en los momentos más cruciales de mi vida.
Recuerdo cómo, siendo niña, mis padres me llevaban a verla cada Miércoles Santo en procesión, cuando mi padre de guardia la escoltaba. Yo la observaba con la admiración y el respeto de quien siente que está frente a algo mucho más grande. Años después, cuando la vida me trajo el privilegio y la responsabilidad de ser coronada Miss España, sentí que no estaba sola en ese escenario; en mi corazón llevaba a la Virgen una vez más.
La devoción a esta Dolores no es solo un acto de fe, sino también una expresión de conexión con mi tierra. Como decía el poeta y novelista malagueño Manuel Alcántara: "Málaga no se explica, se siente" y cuanta razón.
Esa es la sensación que siempre he tenido al estar cerca de mi Lola del Perchel (como me gusta llamarla) y sobre todo en aquellos momentos tan importantes en los que parecía que la vida y la fe se entrelazaban de una manera mágica. No era solo una cuestión de creencia, sino de cultura, de identidad, de pertenencia a una ciudad donde las tradiciones marcan el pulso del día a día.
Es bien cierto que no solo me acerqué a verla en los momentos de gloria, como aquel día siguiente de ser coronadas que nada más aterrizar en Málaga con el triunfo entre mis manos, acudí directa a depositar unas de las muchas flores recibidas aquella noche; pero también lo hice en los días de incertidumbre. Con cada paso, ya fuese en el trabajo o en mi vida personal, sentía la tranquilidad de poder encomendarme a su manto protector.
Incluso en la distancia, cuando vivía en Madrid, mi devoción seguía presente. Mi madre, en mi nombre, acudía a la Virgen como lo haría yo misma a encenderle una vela de confianza. A través de ella, sentía esa conexión inquebrantable con mis raíces, con la historia de Málaga y con esa tradición que nos une a todos de manera tan especial. Es una devoción que va más allá de lo espiritual: es parte de mi identidad y de la identidad de esta ciudad.
Y no solo hablo de lo personal. Málaga tiene esa capacidad de mezclar lo solemne con lo cotidiano, lo divino con lo humano, y de encontrar en sus tradiciones un refugio emocional. La Semana Santa, las procesiones, el trono de la Virgen de los Dolores paseando por nuestras calles son momentos en los que no solo se celebra la fe, sino también el sentimiento de comunidad. En mi caso, ese vínculo se ha manifestado en muchas etapas de mi vida, desde mi infancia hasta mi presente, por eso siempre he sentido que no caminaba sola. Había algo más, una fuerza que iba más allá de lo visible y que siempre me acompañaba.
No es sencillo expresar con palabras lo que significa llevar ese lazo invisible con una ciudad como Málaga. Para quienes hemos crecido aquí, bajo su mando, la Virgen de los Dolores, la Lola, no es solo una imagen; es un símbolo de resiliencia, de fortaleza, de esperanza. Su mirada lo dice todo y quizás por eso tantos malagueños como yo nos hemos refugiado en su imagen en momentos de alegría y en momentos de necesidad, y no solo siguiéndola en procesión, sino en nuestra vida cotidiana.
En la historia de mi Málaga, esta Perchelera Dolorosa tiene un lugar especial. Al igual que muchas figuras ilustres de nuestra ciudad, ella también representa ese espíritu malagueño que se niega a rendirse, que lucha y que encuentra belleza incluso en el dolor.
Ya lo dijo Picasso, uno de los malagueños más universales: "Todo lo que puedas imaginar es real". Para mí, esa frase refleja perfectamente lo que significa la Virgen de los Dolores: es una mezcla entre lo tangible y lo intangible, entre lo real y lo imaginado, pero que para quienes la sentimos cercana, es tan real como cualquier otra cosa en nuestras vidas. Yo he tenido el privilegio de tocarla, de estar cerca, de mirarla de frente, de prestarle una medalla, de estar en esos momentos sagrados y no hay palabras que definan esos silencios entre ambas.
Málaga, como bien dice Salvador Rueda, "es el compás que late en cada rincón de su gente". Y es que aquí, la devoción y la tradición no son solo actos religiosos, son parte del alma de la ciudad. La Virgen, mi Lola, con su manto y su mirada llena de dolor y esperanza, representa para mí mucho más que un símbolo de fe. Es una parte de la historia de Málaga, de la historia de todos los que hemos crecido en estas calles percheleras, envueltos en la mezcla de lo sagrado y lo cotidiano.
El 4 de octubre siempre será para mí un día especial, no solo por aquella coronación empapada de lluvia en Benidorm, sino por lo que significa estar unida a Málaga de una manera tan profunda y significativa. Las casualidades no existen, dicen, y creo que esa unión simbólica entre mi coronación y la coronación de la Virgen de los Dolores no es más que un reflejo de ese lazo invisible que me ha unido a mi ciudad y a sus tradiciones desde siempre.
José María Souvirón dijo: "La Semana Santa es la voz del pueblo que pide y agradece". Y yo, como parte de ese pueblo, sigo pidiendo y agradeciendo por todo lo que he vivido y por todo lo que Málaga, con sus tradiciones y su gente, me ha regalado a lo largo de los años.