Claro, juzgar algo con la ventaja de medio siglo después es demasiado fácil. Que los padres de nuestra Constitución estaban llenos de buena voluntad, es un hecho innegable. Una bienhechora fe que a los ojos de hoy se puede criticar en sus anacronías, en sus desfases sociales o incluso en su ingenuidad.

Desde mi modesto conocimiento, donde más observo precisamente esa candidez de nuestra Carta Magna es en su artículo 47. En él se recogen dos oraciones, interconectadas por una copulativa, que sirven para aclarar dos objetivos bien distintos sobre esta ecuación.

Hay que recordar que en el cálculo de probabilidades dicha conjunción restringe el campo de los posibles resultados a que ambas condiciones sean satisfechas al mismo tiempo. Profano en la materia jurídica, interpreto que cuando afirma que todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada, quiere decir gozar de un hogar que cubra al menos las necesidades de una persona, incluidas aquellas derivadas del lugar donde se ubica, es decir de un confort ambiental.

Pero claro, todo esto queda supeditado a que también se cumpla la segunda oración de marras, en la que se atribuye a los poderes públicos la obligación de promover las condiciones necesarias y establecer las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho.

A estas alturas de la película aun andamos, una vez más, en el tortuoso remolino de adivinar quién habla primero, es decir de quien es la competencia. Parece lógico interpretar que debe ser en al ámbito municipal donde se haga efectivo este derecho, por ser el más cercano a la ciudadanía.

Sin embargo, ya por entonces a los próceres constitucionalistas le venía el tufillo de un posible mal, y acotaron el artículo con un final que sirvió para la algazara de algunos. Mandatar que se regulase la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación, jamás tuvo una interpretación acorde con sus intenciones.

La vivienda vuelve a ser otra vez un bien necesario y codiciado. Y cuando la codicia irrumpe entre nosotros, en forma de especulación, todo se desarma y desarticula. Permítanme el oxímoron, los gritos a veces son silenciosos, y hay una juventud que en su interior clama a gritos emancipación e independencia. Sin que sirva de precedente le quito la razón a Serrat, ya que no vale la pena vivir solo para vivir, cuando se vive sin vivienda y solo para pagar a beneficio de un inventario infinito.