Hoy quiero hablaros de Raquel, una mujer que podría ser nuestra vecina, una prima, una amiga o incluso una versión de nosotras mismas. Esta malagueña de 42 años, madre de tres hijos y separada, nos demuestra que, aunque dura, la vida puede ser extraordinariamente hermosa cuando se vive con amor, esfuerzo y resiliencia.
Cada mañana, antes de que los primeros rayos de sol malagueño iluminen nuestra hermosa ciudad (la única ciudad del mundo que a un faro se le conoce por “La Farola”), ella ya está en pie. Son las seis de la mañana y su hogar comienza a abrir los ojos (como ella misma dice). El aroma del café recién hecho se mezcla con las voces somnolientas de sus peques: Lucía, de 12 años; Mario, de 10; y la pequeña Sara, de 6. La rutina matutina es un torbellino, pero ella los guía con calma, como si cada gesto fuera una promesa de amor y seguridad.
A las ocho, tras despedirse de sus pequeños con besos y palabras de ánimo, se dirige a su trabajo como cajera en un supermercado. No es un trabajo fácil ni glamuroso, pero ella lo afronta con dignidad y profesionalidad, como le inculcaron sus padres Diego y Teresa.
Las horas en la caja son largas y pueden ser agotadoras, pero Raquel siempre encuentra una sonrisa para sus clientes. Su lema, inspirado en Eleanor Roosevelt, resuena en su mente: "Nadie puede hacerte sentir inferior sin tu consentimiento". Esta cita le recuerda que su valor no depende de lo que opinen los demás, sino de su propio sentido de dignidad.
Cada cliente que pasa por su caja lleva consigo una historia, y con su escucha atenta y palabras amables, se convierte en un pequeño refugio de humanidad en medio del ajetreo diario de un establecimiento por donde pasan cientos de personas. A veces son solo comentarios sin importancia, otras veces son confesiones que encuentran en ella una oyente comprensiva. En su labor cotidiana, demuestra que el respeto y la empatía son poderosas herramientas para conectar con los demás. Reconozco que yo también pienso esto cuando estoy en el supermercado o en el bus camino de casa, es bueno pensar en esto para no perder nuestro sentido de vida.
A las cuatro y algo de la tarde, deja su puesto en la caja para tomar algo rápido y corre a recoger a sus hijos del colegio. En el trayecto a casa, su furgoneta se llena de risas y anécdotas del día escolar. Aunque su jornada laboral ha terminado, el trabajo como madre apenas acaba de comenzar. Llegando a casa, se encarga de poner una lavadora, revisar los deberes y preparar la merienda. Cada tarea, por simple que parezca, está impregnada de su amor y dedicación.
Las tardes son “un no parar” como decía mi madre, a la que por cierto cada día de mi vida extraño más. Mario tiene fútbol dos veces por semana, y Lucía asiste a clases de baile en casa de una amiga de Raquel. Mientras ellos practican, ella y Sara aprovechan para ir un rato al parque, estar en los juegos de otros niños o hacer manualidades en casa. Ella se esfuerza en proporcionarles a sus hijos una infancia rica en experiencias, aunque los recursos sean limitados. Esto me recuerda una frase de Isabel Allende que dijo: "El corazón es lo que hace a un hogar", y creo que refleja perfectamente esta filosofía en cada momento, piénsenlo.
A pesar del cansancio acumulado durante el día, ella siempre encuentra la energía para apoyar a sus hijos en sus actividades extracurriculares. Mario, con su pasión por el fútbol, aprende sobre el trabajo en equipo y la disciplina; Lucía a través del baile, desarrolla su creatividad y confianza en sí misma. Nuestra protagonista está presente en cada partido y en cada presentación, animando y aplaudiendo con orgullo desde la primera fila.
La cena en casa es un momento sagrado, esto le viene de herencia de su padre Diego. Es el momento en que todos se sientan juntos, comparten sus experiencias y sirve también para fortalecer sus lazos familiares. Aunque la cena no sea de lujo, siempre está preparada con mucho cariño. Enseña a sus hijos a valorar lo que tienen y a ser agradecidos por cada detalle por pequeño que sea. En la mesa, se habla de las cosas que son importantes para los chiquillos, se resuelven sus pequeños problemas, se comparten risas y se transmiten enseñanzas.
Después de la cena, llega la rutina de baño y la preparación para ir a la cama. A eso de las nueve y media, la casa empieza a calmarse. Una vez que los niños están dormidos, aprovecha para recoger un poco y preparar todo para el día siguiente. Su jornada termina alrededor de las doce y media de la noche, cuando finalmente puede disfrutar de un momento de tranquilidad antes de dormir.
Este es su tiempo para relajarse, quizás tendiendo esa lavadora mientras ve una serie de televisión en el móvil con sus cascos y sin el ruido de la chiquillería. A pesar del agotamiento y el estrés, se siente afortunada. Tiene buena salud, sus hijos están sanos y felices, y cada día intenta enseñarles algo nuevo sobre la resiliencia y la fuerza.
El feminismo que practica es sencillo y cotidiano, reflejado en su lucha diaria por un futuro mejor para sus hijos. Ya lo dijo Clara Campoamor: "La libertad se aprende ejerciéndola". Trabaja para que sus hijos crezcan sabiendo que pueden ser lo que quieran y que no hay límites para lo que pueden lograr con esfuerzo y dedicación.
Ella mantiene siempre una actitud positiva y enseña a sus hijos a hacer lo mismo. Cree firmemente que la felicidad se encuentra en los pequeños momentos: una risa compartida, un abrazo inesperado, la satisfacción de haber hecho lo mejor con lo que se tiene. Aunque su vida esté llena de retos diarios, ella no cambiaría nada. Cada día se esfuerza por ser una buena madre, una buena trabajadora y, sobre todo, una buena persona. Para ella, este es el verdadero significado del feminismo: luchar cada día por ser la mejor versión de una misma y enseñar a la próxima generación a hacer lo mismo.
Su ejemplo nos recuerda que el feminismo no es solo una cuestión de grandes gestos o de luchas públicas. También es, y quizás, sobre todo, una cuestión de las pequeñas batallas diarias que se libran en el hogar y en el lugar de trabajo. Es en el esfuerzo por conciliar la vida laboral y familiar, en la dedicación a criar hijos con valores fuertes y en la perseverancia ante las dificultades donde encontramos el verdadero espíritu del feminismo.
La vida de esta mujer puede parecer sencilla, pero está llena de desafíos y de logros silenciosos que merecen ser reconocidos y celebrados. Ella no es una heroína de grandes titulares, pero su historia es un testimonio de la fuerza y la determinación que muchas mujeres demuestran cada día. Su ejemplo nos enseña que, a pesar de las dificultades, es posible encontrar la felicidad y la realización personal a través del amor, el trabajo y la resiliencia.
Así es la vida de todas esas mujeres “Raqueles”, mujeres que luchan cada día por sacar adelante a su familia, que encuentran alegría en los pequeños momentos y que reflejan el verdadero espíritu del feminismo en su forma más pura y cotidiana. Y es que, la grandeza de la vida la encontramos en los detalles más simples, en los actos de amor desinteresado y en la perseverancia ante las adversidades. Su historia me invita a reflexionar sobre nuestras propias vidas, a valorar más lo que tenemos y a encontrar la fuerza para seguir adelante, sin importar lo difícil que puede parecer según las circunstancias de cada uno.
Porque al final del día, es donde se encuentra la verdadera esencia de la vida. Pienso que, de alguna manera, todos somos un poco Raquel. Y es que, la vida de esta mujer es un recordatorio de que no hace falta ser una gran figura pública para ser un ejemplo a seguir. Cada uno de nosotros, en nuestros pequeños gestos cotidianos, en la forma en que amamos, trabajamos y cuidamos a los demás, podemos marcar una diferencia. No es en las grandes acciones donde reside la verdadera grandeza, sino en los pequeños momentos de amor y esfuerzo diario. Y tú, ¿en qué pequeños momentos encuentras esa grandeza?