La vida es un juguete muy sofisticado cuya hechura no somos capaces de comprender debido a la apuesta que hemos lanzado sobre nuestro presente. La urgencia, la pasividad frente al horror, la ausencia de compasión. La hiperproducción, lo precario y el desprecio a la luz de la verdad.
Observo el cuerpo distraído de mi hija mientras camina por la casa y me pregunto qué pensarán de nosotros cuando la biografía de la humanidad avance en la línea de tiempo. Cuando ya sea tarde para casi todo.
Lo que más hiere es intuir que hay otro mundo posible, que nos espera a la vuelta de la esquina, que está, pero no encontramos el modo de acceder a él. Todo está abarrotado, colapsado. Ese otro mundo se encuentra más allá del bullicio, un bullicio hecho de hombres y más hombres que sólo anhelan perpetuar un mundo antiguo, carente de valores y talento. Un mundo antiguo hecho de mentiras y mandatos que pone todo su empeño en ordenar la realidad según el lenguaje de la violencia.
En ese otro mundo que nos espera es fundamental descentrarse del lugar que nos han dicho que debemos ocupar. La filósofa Claire Marin atiende, en su ensayo Estar en su lugar (Anagrama, 2024), esa descentralización para poder estar en el mundo desde un aquí situado y presente, profundamente atravesado por el amor.
Es fundamental tender una mano a través de la ternura y el afecto, ser consciente de que el mundo empieza justamente donde terminan los límites del cuerpo. Ese otro mundo se encuentra en ese espacio de cuidado que se hace físico cuando una mano coge otra mano y nos miramos a los ojos. Cuando nos reconocemos en ese gesto y somos mientras acontece.
Esa pertenencia a un mundo que nos causa malestar encuentra, en el cine contemporáneo, principalmente aquel realizado por mujeres cineastas, una estrategia que supone todo un desafío para el pensamiento hegemónico, un contrapoder que concede todavía más sentido a ese otro mundo que nos espera.
La disciplina cinematográfica lleva décadas influyendo en el músculo de los tiempos. En Los destellos, cinta basada en la novela de Eider Rodríguez, Un corazón demasiado grande, Pilar Palomero se marca una obra maestra que te persigue durante días y va creciendo en ti como una criatura misteriosa movida por la curiosidad y el misterio del amor.
Todo funciona en este largo, absolutamente todo, las interpretaciones magistrales, la narrativa del silencio, el manejo de una cámara que busca mostrar la complejidad de los vínculos, el recorrido de los afectos y la experiencia del duelo anticipado. La búsqueda de lo bello y el asombro ante una luz que, en el lenguaje cinematográfico, resulta fundamental.
El tercer largometraje de Palomero ofrece más interrogantes que respuestas, cuestiona este mundo desde lo íntimo, cómo nos construimos en lo subjetivo, qué peso le concedemos a la memoria cuando esta se quiebra ante nosotros por la aparición del duelo, ya sea por una ruptura afectiva o por la presencia de la enfermedad. Cómo estar en la vida cuando lo próximo se rompe en pedazos.
Hay dos escenas, particularmente hermosas, certeras y humanas, que se presentan ante el espectador con una rotundidad que hace mucho no contemplaba en la gran pantalla.
En la primera de ellas, Patricia López Arnaiz, sublime en esa manera tan personal de comprender la interpretación, con una elegancia difícil de alcanzar, debe regresar al cuerpo, ahora enfermo, de su expareja, el padre de su hija, al que da vida Antonio de la Torre, que se merece todo reconocimiento posible por lo que hace en esta película.
Él, con esfuerzo y la torpeza propia de un cuerpo enfermo, apoya su mano sobre su hombro para poder incorporarse. Ella detiene su mirada en esa mano que, otrora, guardaba afectos, deseos, caricias y desvelos. La memoria de otra vida que ya no existe se posa sobre ella. La vida actual ante un cuerpo de entonces.
La segunda escena que convierte a esta película en una obra maestra nos muestra un baile de cuerpo ya alcanzado, cuerpo cansado y exhausto, de boca abierta porque la respiración no da, de mirada fascinada hacia la hija.
Mientras Lola Flores canta “A tu vera”, un Antonio de la Torre, inalcanzable por lo que tiene de verdad, baila con su hija, a la que da vida Marina Guerola – menudo descubrimiento-. Ambos anticipan un adiós que nunca se ve porque no es necesario. Igual que no es necesario explicar rupturas ni derrotas. Como no es necesario volver a explotar - ya sea en el cine o en la literatura- una relación madre hija conflictiva, al contrario, Palomero nos sumerge en una relación madre hija de gozo y ternura, compleja y con un final hermoso. Un final lleno de vida a pesar de la propia vida.