Las ciudades se calientan más rápidamente que todo el resto del planeta. Al fin y al cabo ellas son las responsables de casi todas las emisiones de gases de efecto invernadero, a la vez que la fuente de los más nocivos contaminantes.
Nuestras tierras y nuestro mar enfebrecen a ritmo acelerado y con ella aumentan la vulnerabilidad y los riesgos sobre las ciudades que se aglomeran entorno al litoral. Puede parecer exagerada la predictiva alerta de la NASA de que a mitad de siglo nuestra urbe alcanzará niveles térmicos que la harán inhabitable, aunque como nos ha enseñado el presente, cuando es la ciencia la que determina estas alarmas, asumiendo sus posibles márgenes de error, más vale ponernos en guardia por si el lobo viene de verdad en forma de catástrofe.
Algunos artículos recientes concluyen, con visión excesivamente positivista, que estas catástrofes son una oportunidad para readaptar nuestros asentamientos, en un ejercicio ímprobo de resiliencia. Es preferible ser un pesimista bien informado. No esperar a la desgracia para tener que reconstruir bajo fórmulas urbanísticas que van quedando obsoletas.
Aquellos sofisticados y voluminosos planes de ordenación, junto a leyes densas, farragosas y de dificultoso itinerario administrativo, quedaron anclados en el siglo XX. Añeja queda aquella Carta de Torremolinos de 1983 que redactaron los estados europeos para llevar a cabo un nuevo modelo de ordenación territorial. Ahora tenemos unas coordenadas distintas que obligan a ir más allá de la calificación y clasificación del suelo al uso.
El clima manda y obliga, a pesar de negacionistas, conformistas que confían en la capacidad autorreguladora del planeta y cornucopistas que lo fían a que la ciencia una vez más encontrará la solución.
Si aceptamos como premisa que el calentamiento global es una realidad indiscutible, y que sus consecuencias incrementan exponencialmente las catástrofes naturales, la lógica conduce a que la ordenación territorial debe tomarlo como referencia nuclear.
Si bien desde la Carta de Atenas, cercana ya al siglo desde su formulación, se defendía la trascendencia del clima, sin embargo entonces se apostaba por el sol como indicador de calidad de vida, mientras que hoy es la sombra la que reclamamos.
En cualquier jardín botánico que se precie siempre debe haber un invernadero, para las plantas que requieren calor, y umbráculos para aquellas que necesitan resguardarse de una excesiva insolación. Generar sombras es complejo sobre todo si el modelo a seguir es la ciudad compacta, la de los quince minutos. Los árboles tienen una capacidad limitada de altura y no parece ser la única terapia capaz para destemplar al paciente. Muchos axiomas urbanísticos del siglo XX habrá que reformular para planificar las ciudades umbráculos.