Me adentré en aquel Jardín justo cuando el frío dejaba su huella en algunos de sus árboles. La soledad se hacía patente en sus caminos y solo la brisa sobre la hojarasca sustituía con su singular sonido al de aquellos pajarillos que en su trinar animaban la primavera.

Hasta el heladizo viento de poniente acallaba el agua del surtidor central. El color era verde ceniciento, tan sólo vivificado por algunos frutos rojos, de madroños, endrinos y los cinorrodones de las rosas. La atmósfera densa estaba embadurnada de las esencias protectoras de las coníferas, sobresaliendo la grata fragancia de los cedros que invitaba a permanecer.

El crujir de las ramas de un granado me animó a acercarme a él y, como árbol de la Ciencia, le pregunté si el nombre del Jardín se debía a él. Entonces me respondió que en sí había tantas verdades como árboles allí se cultivaban.

Presuntuoso me aclaró que era el único que buscaba la certeza en la explicación de los hechos del Universo, ya que con su prestigioso método las conclusiones no podían cuestionarse.

Le repliqué que tan sólo las matemáticas son una ciencia exacta, tan relativa como son los números, y que sus otras ramas eran sólo aproximaciones a la verdad, de crecimiento lento y de certidumbre solo estadística. Entonces enojado me mandó a hablar con el árbol de las religiones.

Las hojas de aquel Ficus religiosa eran trémulas, temerosas como un joven ante un examen oral. Poco esclareció mi pregunta al indicarme que todas las religiones, como todas sus ramas, señalan a lo más alto de la bóveda celestial, que era donde se encontraba la verdad.

Entonces una rama de un almendro tocó mi hombro. Soy el Árbol de la pintura, se me presentó, hoy estoy pelado, pero antes de que acabe la gélida estación brotarán de mis ramas hojas y hermosas flores cuyos pétalos engalanarán montes que parecerán de pura nieve. Y cuál es tu verdad, le cuestioné. La verdad es la mirada de quienes en un lienzo representan más allá de los comunes ojos. Ven la certeza por encima de una realidad plana.

Entonces el ciprés se balanceó con fuerza y rechistó, haciendo valer su condición de símbolo de la esbeltez. La verdad es la que surge del alma del poeta. En su métrica hacen honor a aquella ciencia exacta, en sus versos a lo mejor de la música y sus estrofas son pinceladas equilibradas y cargadas de futuro.

El frío adormecía mis neuronas y necesitaba de respuestas más mundanas. Entonces me acerqué a un olivo, qué mejor símbolo de la política. Con voz triste me invitó a que mirase su grueso tronco y su piel hendida de cicatrices de tantas luchas por la posesión de supuestas verdades individuales o colectivas.

Cuántos en mi nombre han usurpado el poder y la gloria terrenal. En mis ramas proveo cada año de numerosas hojitas a la espera que una paloma las arranque y las pasee por el mundo.

Finalmente, me acerqué a una palmera, que tan erguida era el mejor referente de la rectitud de la justicia. Me representan vendada, pero pocos tienen mi clarividencia, me sentenció con voz grave.

Tras una larga disertación, cuajada de citas en latín provenientes del derecho romano, concluyó que ella y solo ella podía dictaminar la verdad. Entonces le cuestioné porqué generaba tanta desconfianza. Se rebrincó de tal manera que removió su penacho de hojas y sus dátiles empezaron a esparcirse como metralla en un campo de batalla.

Algunos de aquellos frutos me impactaron hasta lograr que abandonase el Jardín de la Verdad, sin ninguna respuesta que me satisficiera. Volveré en primavera y le preguntaré a las flores, que dicen ser más serenas y locuaces.