Desde que el mundo abrió sus ojos a lo extraño, a lo otro, encontró en lo violento una manera de priorizarse e imponerse, un modo de dar sentido al miedo que esa apertura despertaba, miedo íntimamente ligado a la falta de audacia en los modos de pensar todos los mundos posibles.

Lo violento encuentra así una relación directa con la preservación del poder para los de siempre, para los privilegiados que imponen una narrativa a los usurpados y usurpadas, relato determinado por las coordenadas de lo hegemónico y monolítico.

Ante este contexto, que se hace especialmente vigente en nuestro tiempo por los nuevos lenguajes que el presente posibilita en torno al ejercicio de la violencia, huidas y disidencias, con sus distintas ramificaciones, se hacen cada vez más necesarias, nutritivas y vitales.

En este sentido, merece la pena destacar los modos con los que el audiovisual contemporáneo aborda esos otros mundos posibles, mundos, por otro lado, que siempre han formado parte de la pluralidad que la propia convivencia entre personas solicita y concede.

Buena parte de esos modos que señalo encuentran en la cartografía del amor planteamientos desde los cuales reivindicar otros modos de estar en la vida. La dimensión política del amor y el amar, cómo construir una nueva sociedad basada en el reconocimiento del otro, desde la ternura y la compasión. En esta nomenclatura que se comprende a partir del siempre fascinante mundo de los afectos, hay una cuestión central que todo impregna, que permea toda cuestión orgánica: la vida humana únicamente es posible en presencia de otros, cuando estamos con otros a través de lo que nos define.

Esta cuestión se hace especialmente poderosa en dos ficciones patrias realizadas por plataformas de contenidos bajo suscripción con bastante musculatura en esto de las producciones originales: ‘Yo, adicto’, basada en la obra homónima escrita por Javier Giner, en Disney +, creada por Aitor Gabilondo y el propio Giner; y ‘Los años nuevos’, ficción creada por Rodrigo Sorogoyen, Sara Cano y Paula Fabra, para Movistar +.

Ambas ficciones ponen en el centro del (también posible) debate público una honda reflexión sobre la trascendencia de los afectos en lo cotidiano, su peso en el auge y caída de la vida, su recorrido en la biografía que nos contempla, al tiempo que plantan cara a identidades heredadas de una normatividad que impone mecanismos represivos y construcciones binarias que sólo sirven para consolidar malestares.

Merece la pena destacar los lugares desde los cuales piensan una categoría tan fundamental en la biografía de la humanidad como es la familia, institución que se abre en canal en el caso de ‘Yo, adicto’, mientras que para ‘Los años nuevos’ sirve de contraste generacional para mostrar cómo ha cambiado el mundo de lo íntimo en pareja.

Este poner el amor en el centro de nuestras vidas se presenta, en palabras de la periodista Jennifer Guerra, en su más que recomendable ‘El capital amoroso. Manifiesto por un eros político y revolucionario’ (Akal, 2024), como una decisión radical pues solicita, en esta era donde el ser humano está altamente desenfocado en favor de las coordenadas del (tecno) capitalismo, un paso atrás en los posesivos para conceder espacio a un bien mayor, un bien que sea transversal y que tenga eco en lo común.