Son tiempos de desear felicidad. Muchas de las veces de forma tan mecánica que, a buen seguro, pocos saben distinguir a qué se refiere esa sentencia más allá de una manida fórmula protocolaria.
En tiempos no muy lejanos el preludio de la navidad no lo marcaba la lotería, ni el blackfriday, ni las cada vez más sobrecargadas iluminaciones de led, ni las competiciones de alcaldes para ver cuál es el árbol más alto y aun menos villancicos que frente a los humildes tradicionales huelen a vil metal.
La navidad empezaba cuando se adquirían unas postalitas, en las que abundaban los simpáticos y característicos dibujos de Ferrándiz, o aquellas de Selecciones Reader's Digest pintados por artistas que solo podían utilizar la boca o los pies.
Había que escribirlos pronto, ya que enviarlos por correo podía llevar días hasta su destinatario. Recuerdo a mi padre escribiendo manualmente a sus amigos de la mili desperdigados por el mundo, a familiares de Buenos Aires, Marrakech o Santander. Todas gentes a las que a veces no se veía en años. Aderezaba el deseo de la felicidad con recuerdos de gratos momentos, y con ese singular colofón de prosperidad para el año que pronto empezaría.
En plena actividad escribana solían llamar a la puerta diversos profesionales que con una estampilla reclamaban un aguinaldo por las prestaciones que realizaban a bajo coste. El barrendero del barrio, el repartidor de butano, el sereno del barrio, entre otros te deseaban con la ayuda de unas pocas monedas un feliz año.
Por entonces escribí mi primer christma, dudoso de si tendría respuesta. Fue a un profesor que siempre admiré. Don José María Quintana era mi profesor de Física, y además de aprender gracias a él de tan exacta ciencia, en su despacho me recibía como delegado de curso en pleno agitado postfranquismo. Allí me hablaba, aconsejaba y aventuraba sobre la democracia que estaba por llegar.
El ilustre astrofísico me respondió a la postal navideña con unas palabras personalizadas que enaltecieron mis ganas de ser científico. Todo un impulso para un joven que aun no había alcanzado la mayoría de edad. Cuanto por tan poco pueden hacer unas letras escritas desde la humildad para engrandecer un corazón. Ese es el verdadero deseo de la felicidad.
La liturgia de las felicitaciones de navidad fue acaparada, como es lo habitual con todo aquello que funciona, por las grandes empresas y hasta por las entidades financieras. Así comenzó la despersonalización. Enviaban postales con un impreso texto fútil, e incluían una o varias tarjetas de visita sin más. Eso sí, tocaban el corazón al ser la postal de alguna ONG, en especial de UNICEF.
El hartazgo de la navidad empieza a extenderse por la ciudadanía sobresaturada por la invitación al consumo. Los grinchs de la navidad son en verdad esos CEOs de las grandes multinacionales que ven el negocio de desvalijar a los humildes a base de la obligación de comprar, de viajar, de comer, de divertirse por obligación sin razón alguna, pero de las que obtienen pingues beneficios económicos.
Han propiciado la felicitación insulsa a través de guassaps y redes. Es repugnante recibir un tuit con una foto hortera o un lacónico guassap de ‘Feliz Navidad’. Son pequeñas píldoras que aquellos han aplaudido para que renunciemos cada vez más a la parte realmente emocional y sentimental de estas fechas. Discúlpenme si no les contesto a aquellos que han tenido la sutileza de cargar esto mensajes de forma masiva a todos los componentes de sus agendas.
Pero a golpe de no ser ingrato aprovecho esta columna para felicitar a todos los que la lean, en el bien entendido que comprenderán cuanto digo, y que en 2025 nos sigamos comunicando como personas no alienadas por la batuta de aquellos indolentes CEOs.