En Sudáfrica, en las reservas de animales, cuando rescataban un perro salvaje, herido o solo, los veterinarios descubrieron que se les morían. A pesar de los cuidados y la alimentación, adecuada, presentaban inflamadas las glándulas suprarrenales.

Los licaones (Lycaon pictus), cuando los apartaban de sus manadas, literalmente se morían de pena. Definieron el caso como síndrome del corazón roto. Fue en las Navidades de 2022 ojeando The Telegraph en una excursión con los niños a la costa cuando descubrí este comportamiento profundamente social de estos cánidos. Uno va poniendo información en el disco duro y al cabo del tiempo aparece. Es así.

Apasionado de la Historia, este año he encontrado en Tierra Arrasada (Alfredo González Ruibal. Critica. Mayo 2023) una visión nueva. La perspectiva de la guerra, de la violencia humana, desde el Paleolítico hasta hoy.

Asegura este doctor en Arqueología Prehistórica que “matar nunca ha sido la norma entre los humanos, más bien lo contrario, así que, en todo caso, la selección natural habría actuado a favor de las personas que no asesinan por cualquier motivo”. Leyendo esto, reflexionaba sobre los miles de muertos en el Mediterráneo este año, ni se sabe.

La organización Missing Migrants Projects decía esta semana que desde 2014 van 31.184 desaparecidos. Las cifras son tan impresionantes que la organización internacional de las migraciones tiene un portal con los datos y mapas interactivos. Cuando ves el mapa con sus bolitas de tamaños proporcionales a la población migrante en cada país del mundo en 2022, se te hiela el alma. Millones y millones de personas han abandonado su comunidad, su manada, me acordé del Lycaon.

Estados Unidos con 50,6 millones alberga la mayor comunidad del mundo. Canadá, que todos pensamos que es un país amigable con la inmigración, alberga apenas 8 millones, España (6,8), Francia (8,5), Alemania (15,8), Reino Unido (9,4), Italia (6,4).

Podría parecer que los migrantes van a dónde hay mejores condiciones de vida, y en general es así, pero sorprende que China, la primera economía en paridad de compra del mundo, la primera potencia industrial y el país más poblado con más de 1.400 millones de habitantes, apenas tenga un millón de migrantes.

Japón, que se muere de viejo y de infértil, con más del 10% de su población mayor de 80 años, y más de 36 millones, en torno al 35% de su población, con más de 65 años, es consciente de que el impacto será brutal, pero aun así solo cuenta con 2,8 millones de migrantes sobre más de 120 millones de habitantes.

Países profundamente nacionalistas como China y Japón son refractarios a la inmigración. Las empresas chinas, a menudo, cuando se implantan en el extranjero, se traen a buena parte de la plantilla de China. Empieza a haber países que están condicionando dar permiso a las empresas chinas para implantarse industrialmente en sus países si no emplean un porcentaje mínimo de trabajadores locales.

No es extraño ver en África como con los créditos de la iniciativa Belt and Road (una suerte de plan Marshall chino) se hacen autopistas con obreros chinos, mientras la población local desempleada o en precario observa como el progreso con marca china les hace el país. En Bolivia con los minerales pasa algo parecido.

La realidad es que países como Arabia Saudí y Rusia son, tras los EE. UU. y Alemania, los mayores receptores de inmigración.

El reto es enorme. Desde 1990 a 2030, la población emigrante se habrá duplicado desde 150 a 300 millones de personas en el mundo. De estos, casi el 15% menores de 19 años. Contemplo la dimensión del desafío, la extensión mundial del mismo, la desproporcionada participación de las naciones más ricas en el reparto, el enorme reto demográfico, la gran liberación de presión que países del G20 necesitados de población joven migrante como Japón y China pueden hacer, tanto acogiendo emigrantes como creando empleo, riqueza y formación, que antecede siempre a la reducción de la natalidad de las familias tal y como se incorporan a la clase media de verdad en sus países.

No podemos seguir subcontratando, externalizando el trabajo feo, y muchas veces sin mínimas garantías de respeto de derechos humanos a los países, que, a menudo criticados por sus carencias democráticas, apalean, repelen, expulsan al desierto, a las personas que deciden que el riesgo de la pérdida de la propia vida es mejor que la de quedarse en casa. No podemos mirar para otro lado mientras las mafias apuntan a que el camino es Canarias y se quedan más de 6.000 muertos en el mar al año, otros tantos o más en el desierto …

El reto no se resuelve repartiendo por comunidades, somos demasiado pequeños y además ellos son seres libres que harán o irán a donde haya otros ¨Lycaones¨ y oportunidades. Ni siquiera ya una UE rota en dos, la del Sacro Imperio y el resto, contiene los valores mínimos para alcanzar consensos sobre cómo y con cuántos mezclarnos para convivir y crear sociedades nuevas, mestizas, algo que los españoles llevan haciendo desde el siglo XVI en América y que los romanos, y posteriormente austriacos supieron hacer en imperios inclusivos. Los imperios extractivos no se mezclan, imponen, segregan y explotan.

Escucho los debates superficiales, a ambos lados del Atlántico, soluciones simples a problemas de enorme complejidad y pienso hay que actuar sobre las causas, la desigualdad, la pobreza, la seguridad… con iniciativas un poco más audaces que el Belt & Road Inititiative (que es mucho mejor que nada y una alternativa al sistema centrado en el Banco Mundial), un poco más generosas y un poco más colaborativas por la parte de los proveedores de financiación. Un gran fondo de infraestructuras, inversión y desarrollo que refunde las fracasadas instituciones de Bretton Woods y dé entrada al Sur Global, a China a la Federación Rusa, a los árabes… o seguiremos viendo corazones rotos.