La Paz y la Libertad no son perennes, hay que protegerlas
El sol descendía sobre la vieja plaza de piedra, donde una estatua erosionada por el tiempo representaba a un soldado con la espada envainada. Era un monumento a la paz, pero también a la lucha que la hizo posible. Alguien se detuvo ante la escultura y suspiró, recordando la reciente historia del siglo pasado, que hablaba de un tiempo en el que la complacencia y la debilidad de Europa permitieron la ascensión de un monstruo. La lección de la historia es clara: la paz es la ausencia de conflicto, pero para garantizarla hay que estar dispuesto a defenderla cuando ésta se vea amenazada.
Nadie quiere la guerra. Nadie en su sano juicio desea la destrucción y el dolor que conlleva. Sin embargo, la historia ha demostrado que la pasividad ante la agresión solo lleva a un desenlace mucho peor. La Europa de los años treinta no quiso ver el peligro que representaba Adolf Hitler y sus aliados. Se apostó por la diplomacia, por la contención, por el apaciguamiento. Pero la violencia de los tiranos no entiende de concesiones; solo entiende de fuerza. El resultado fue una guerra que se extendió por continentes y el asesinato de millones de inocentes.
Por ello, no es un contrasentido hablar del uso de la fuerza en legítima defensa de la paz y la libertad. El derecho de las naciones y de los individuos a defenderse de la opresión es un principio básico de la civilización, no es un llamado a la guerra, sino una advertencia de que, sin disposición a defenderla, la libertad se marchita y muere.
El derecho a la autodefensa: del hogar a la nación
Esta lógica se aplica tanto a los Estados como a los individuos. Si alguien allana tu morada y amenaza a tu familia, ¿no deberías tener derecho a defender tu casa y a tu familia? La ley reconoce la legítima defensa como un principio fundamental: cuando tu vida y la de los tuyos está en peligro, actuar no es una opción, sino una obligación.
Sin embargo, en muchos países europeos, el derecho de los ciudadanos a protegerse ha sido debilitado por legislaciones que priorizan la protección de los agresores por encima de la de las víctimas, otra área de mejora que una democracia moderna y evolucionada debería revisar.
Aún así la paradoja es evidente: ¿Cómo puede un estado reivindicar su derecho a la seguridad, pero cuestiona la de sus propios ciudadanos? Visto de otra forma, si aceptamos que un individuo tiene derecho a defender su casa, ¿cómo negar ese mismo principio a una nación? La seguridad no es un lujo ni un capricho belicista; es la condición previa a la estabilidad, al progreso y a la prosperidad. Roma cayó no porque sus ejércitos fueran demasiado fuertes, sino porque se debilitó y dejó de ser capaz de defender sus fronteras. La historia siempre ha castigado a quienes han confundido la prudencia con la pasividad.
Un nuevo escenario geopolítico: ¿Europa puede depender de otros?
Hoy nos encontramos ante una disyuntiva crucial. Estados Unidos, el garante histórico de la seguridad europea, ha dejado entrever su posible retirada del compromiso con la OTAN. No es una amenaza menor. En un mundo donde las amenazas crecen en nuestras fronteras (desde Rusia hasta el Sahel y Oriente Medio), la idea de una Europa incapaz de defenderse por sí misma es una invitación a la agresión.
La pregunta es inevitable: ¿Debe Europa rearmarse y construir una verdadera capacidad de defensa propia? La respuesta es sí. No para la guerra, sino para la disuasión. La historia lo demuestra: los países fuertes evitan los conflictos, los débiles los sufren.
Alguien que advirtió sobre los peligros del nazismo cuando Europa dormía, lo dejó claro: "Quien elige la seguridad sobre la libertad no merece ninguna de las dos y acabará perdiendo ambas". Europa debe decidir si prefiere seguir dependiendo de la voluntad de terceros o asumir su destino con responsabilidad.
Europa en un mundo competitivo: el desafío del liderazgo
Parece que Europa está comenzando a despertar de su hibernación y a darse cuenta de que no puede quedarse fuera de la carrera por el liderazgo mundial en tecnología, industria, comercio y defensa. Sin embargo, este despertar no es un asunto baladí. Requiere de una buena planificación y coordinación entre los países europeos, además de un criterio consensuado y bien estructurado. No basta con reaccionar ante los acontecimientos; es necesario diseñar una estrategia de largo plazo que garantice tanto la seguridad como la competitividad en el escenario global.
Este proceso no puede llevarse a cabo de manera improvisada ni basándose en medidas reactivas. Si Europa quiere ser un actor relevante en el nuevo equilibrio global, debe construir una visión conjunta, desarrollar una estrategia de reindustrialización y reforzar su autonomía tecnológica y militar sin caer en la trampa de la desunión interna. La cooperación entre los Estados miembros debe ser firme y pragmática, alejándose de discursos vacíos que solo retrasan la toma de decisiones clave.
Europa se enfrenta a un desafío monumental: competir en un mundo donde muchas potencias no respetan los principios éticos y sociales que en Europa se consideran fundamentales. Mientras que en el continente europeo se exigen normativas ambientales estrictas, derechos laborales garantizados y un respeto por las libertades individuales, otros actores globales no tienen las mismas limitaciones y, por ende, operan con costos más bajos y menos restricciones.
La solución no puede ser rebajar los estándares europeos. En su lugar, Europa debe apostar por la innovación, el desarrollo tecnológico y la eficiencia como herramientas para aumentar su competitividad sin sacrificar sus valores. Invertir en energías limpias, en automatización avanzada y en una industria con mayor valor añadido permitirá que el continente siga siendo competitivo sin recurrir a prácticas regresivas.
Si las empresas europeas deben cumplir con estrictas regulaciones, pero las extranjeras pueden producir sin esas restricciones y vender en Europa sin barreras, se genera una competencia desleal. Los aranceles ecológicos y sociales podrían compensar estas diferencias. Además, los ingresos generados por estos aranceles podrían destinarse a fomentar la reindustrialización y el desarrollo tecnológico europeo, aunque para que la medida tenga impacto real, sería clave que se adoptara no solo a nivel de la UE, sino en otras economías avanzadas como EE.UU., Canadá o Japón.
Además, Europa debe reforzar su diplomacia económica para exigir reciprocidad en los acuerdos comerciales, evitando que sus empresas compitan en desventaja contra mercados que no cumplen con los mismos criterios de sostenibilidad y derechos laborales. Solo así podrá consolidarse como un actor global fuerte sin renunciar a los principios que la han definido durante siglos.
Conclusión: La paz exige valentía, no ingenuidad
Defender la paz no es un acto de pasividad, sino de determinación. Quienes creen que la guerra es siempre evitable ignoran la realidad de la historia: la paz es frágil y solo sobrevive cuando hay una voluntad firme de protegerla. Europa debe despertar de su letargo y entender que la seguridad y la libertad no son regalos permanentes, sino conquistas que deben protegerse cada día.
El anciano, de pie frente a la estatua, suspiró. Sabía que su generación había aprendido la lección a un coste terrible. La pregunta es: ¿Lo ha aprendido la nuestra?