Gente saliendo por la puerta de una casa. Hablan entre ellos, felices y despejados, como si todos los males se hubieran esfumado, o al menos por un rato. Es un día soleado, pero sigue siendo enero. Hace frío, pero no demasiado. Un hombre solo junto a una mesa espera en la entrada. De tez morena, pelo oscuro y vestido con un chándal acompañado de unas chanclas. Chapurrea el español, domina el inglés y habla un hindú que practica rara vez. Siempre está allí, las veinticuatro horas del día, de forma indefinida, desde hace cuatro años ya. No tiene familia, no tiene a nadie, está solo y no parece importarle. Dedica su tiempo a Dios y con eso le vale.
Una finca se camufla entre aquellas que la rodean. Desde la carretera, no se sabe si está con vida o está muerta. Un cartel azul en la entrada a modo de recibimiento o aviso de lo que hay dentro. Una caminata de dos minutos por una senda rodeada de casas demasiado calladas para ser media mañana. Una verja abierta sin nadie en la puerta que controle quién sale y accede. No es un hogar corriente, es la casa de un Dios que recibe a cualquiera que entre.
Mujeres y hombres ocupan la estancia. A la derecha, ellas. A la izquierda, ellos. Llevan sus mejores ropas. Es un día especial, es domingo y todos lo celebran. Van descalzos, eso sí. Esparcidos por el suelo de la sala, presididos por un hombre en un sillón de madera, recitan a coro el rito con una melodía de fondo. No es un Padre Nuestro, tampoco un Ave María. El hombre arrodillado que tocaba una especie de piano pequeño, llamado armonio, deja de ser el protagonista y el maestro de ceremonias se hace cargo de la “misa”.
Se llama Yaiba, aunque su anterior nombre no lo desvela. Proviene de Sevilla, pero fue en Barcelona donde conoció a los Hare Krishna hace ya más de cuarenta años. De forma voluntaria, acudió a su templo en la capital catalana. Atraído por su filosofía, como una abeja al polén; como una polilla a la luz; comenzó a comer y a juntarse con los que allí residían. “Y me gustó ir, hasta hoy”, dice con una sonrisa. Ha formado su familia, tiene esposa e hijos. Mantiene contacto con sus padres, tíos, amigos y hermanos, con los que se reúne en Navidad y en cualquier otra festividad. Lleva una vida normal, centrada en los valores y en la vida espiritual, alejada de los hábitos y placeres materiales. No bebe, tampoco fuma. Es vegetariano y no extraña el pasado.
— ¿Nunca has echado de menos esa antigua vida material?
— No, porque no es que haya hecho un corte con lo emocional sino con las malas costumbres para mí, para mi mente y cuerpo. Todo lo demás lo mantengo igual.
Yaiba es un ejemplo, no la regla de la religión. Hay algunos que se alejan de su vida pasada, otros que no. Hay algunos que no viven en el templo y otros que sí prefieren hacerlo. Todos comparten un fundamento común: han de comprometerse a seguir los cuatro principios regulativos. Nadie es rechazado. Cada uno avanza a su propio ritmo en la vida espiritual. Su objetivo es claro: perseguir el progreso espiritual que la vida material les impide.
No comen carne, ni pescado, ni huevos. Nada que provenga de un animal y suponga matarlo. No tienen relaciones fuera del matrimonio. Si alguien quiere casarse, tener hijos, formar una familia, es perfecto. Siempre y cuando sea dentro del matrimonio porque hay una gran responsabilidad: los hijos. “Muchas veces se habla del derecho de la mujer y el derecho del hombre, pero ¿y el de los hijos qué?” cuestiona, Yaiba. No son un fruto caído de un árbol, sino de un padre y una madre que deben hacerse responsables de él. Rechazan la intoxicación con ningún tipo de drogas. No toman ni tabaco, ni alcohol. Rehuyen los juegos de azar, aquellos que provienen de la especulación.
No son problemáticos. Salvo algún caso aislado como en Madrid hace unos años. A uno de los maestros espirituales que había, parece ser que un chico no le cayó demasiado bien. “Y casi le corta el cuello”, cuenta Yaiba. No ocurrió una desgracia gracias a otra persona que se puso entre ambos. No han tenido muchos casos del estilo aunque han sido acusados de otros delitos desde, prácticamente, sus inicios en España. Violaciones a mujeres y niños, hurtos a los adeptos, maltrato de género, secta peligrosa. Todo ello y más ocupaban las páginas de los periódicos. Todo ello y más eran mentiras, o simples verdades a medias, aseguran.
Lo desconocido es lo que inspira más temor. Eso eran ellos en un principio: simples desconocidos. Sus comienzos se remontan en Inglaterra con George Harrison, cantante de The Beatles, como una de sus figuras más representativas. Un grupo de devotos iniciados en Francia trajeron la cultura Krishna a España. Su llegada a Málaga, en concreto a Churriana, es gracias a un sobrino que les dio un hogar en el que poder asentar una nueva comunidad. La finca en la que hoy residen era propiedad de un señor hindú bastante enfermo. Tío de un devoto de Krishna que les otorgó la casa para construir el templo una vez su familiar dejó el mundo terrenal. Desde los años 80-90 son vecinos conocidos en la barriada. Desde esa época son conocidos en la comunidad hindú europea.
Sus días comienzan a las cuatro de la mañana. Una hora más tarde, a las cinco, se reúnen en el templo junto a las deidades para realizar las primeras actividades. Comienzan con la meditación. A la que le sigue el cántico del Mantra Hare Krishna, algunas veces en individual, otras en colectivo e, incluso, acompañado con instrumentos musicales. Por último, realizan ejercicios espirituales. Llegan las ocho de la mañana. El programa cambia en función del día. Pueden leer pasajes del Bhagavad-gītā, del Śrīmad-Bhāgavatam (Bhāgavata Purāṇa), de forma interactiva y acompañados de una charla con preguntas y respuestas.
A partir del desayuno, sobre las nueve, las actividades varían en función de la persona. Hay quiénes viven en el monasterio, conocido como áshram, y han de ocuparse de las diferentes tareas del templo como la limpieza y la cocina. Mientras que aquellos que viven fuera van a sus lugares de trabajo o estudio. Al mediodía, el templo acoge a todos los que vienen a comer, tanto amigos como desconocidos. A la tarde realizan cánticos de nuevo, hasta las siete y media, aproximadamente. La última ceremonia que realizan juntos, compuesta de ritos y lecturas, tiene lugar hasta las ocho. Su jornada termina a las nueve de la noche al acostarse para un nuevo día que resulta parecido al anterior y, también, al posterior.
El domingo es el día especial, una especie de jornada de puertas abiertas tiene lugar. A las doce del mediodía no hay mucha gente. Los asistentes de fuera llegan de Torremolinos, Fuengirola, e incluso de otras provincias. Yaiba tampoco está. Llega a las 12:15 vestido con una túnica blanca azul cielo, de cabeza rapada con una coleta blanca en la cabellera, con gafas de vista, no de sol; y con las manos unidas tocando su pecho. Se sienta en una mesa de plástico situada junto a muchas otras en el patio, haciendo de una especie de comedor. El sol no parece molestarle, al revés, reclama estar donde le pueda dar.
— Ellos vienen de Almería, por ejemplo — dice, de forma tranquila, al ver a una familia.
— ¿De Almería? ¿Hasta aquí? ¿Todos los domingos?
— No, no. Vienen una vez al mes con un coche unas cuatro o cinco personas desde allí. Porque no tenemos un templo con deidades como aquí. Entonces, prefieren venirse para acá.
Mayores y jóvenes, mujeres y hombres, de diferente o misma nacionalidad. Todos ellos unidos por Krishna. Un joven encantador, divertido. Un ladrón que roba mantequilla, que hace travesuras y se gana el corazón de aquellos que lo conocen, incapaces de olvidarlo. Hare es la energía interna o de bienaventuranza, de placer del Señor Supremo. Krishna es supremamente atractivo. No es como el Dios de occidente. Un señor mayor, viejo. “Dios no se puede hacer viejo ni puede ser una persona mayor”, argumenta Yaiba. Krishna es el más antiguo de todos porque es el origen y fuente de todas las energías, materiales y espirituales. Y es, al mismo tiempo, joven, trascendental. Está más allá del tiempo y el espacio. Para él, esos condicionamientos no existen. Dios de todo y para todos, incluso de plantas y animales.
Ser un Hare Krishna no entiende de géneros. “Somos almas espirituales. A la hora de ser un hombre o una mujer pues no es relevante”, exclama el sacerdote. Jharikanda Goura se llama. Su nombre alude al sirviente de Dios cuando fue por el bosque de Jharikanda. Gallego que a los trece años emigró a Madrid. Nació en la fe cristiana, siempre se ha comunicado con Dios de alguna manera y seguramente trae cierto avance de otra vida. Sin rumbo fijo, conoció a los Hare Krishna en el Retiro, unos pelados que cantaban sin importar las miradas que les echaban. Su curiosidad y desorientación le llevaron al templo de Madrid, donde convencido por su filosofía se quedó. A la capital española le siguió Barcelona. “Y ahora estoy aquí”, dice refiriéndose a Málaga. Estudia un curso relacionado con publicidad que pide no desvelar. No tiene familia, tampoco la está buscando. Puede ser sacerdote y estar casado, no es como en el caso de los cristianos. Quiere salir del templo pero no abandonar el movimiento.
El Hare Krishna es una persona que está dedicada a la vida espiritual. Alguien que desea conocerse mejor a sí mismo y cómo funcionan las cosas en este mundo material. Alguien que quiere saber sobre el ser supremo y llegar a autorrealizarse como un ser espiritual. Alguien que busca entender su relación con esa persona divina. Dios tiene muchos nombres en la cultura védica de la India: Krishna, Vishnu, Narayana. Pero solo hay y es uno. El cuerpo y los pensamientos cambian, avanzan; el alma es invariable, estable. Alcanzará a Krishna cuando se aleje del mundo material.
— ¿Cuál es el papel de la mujer y el hombre en la religión?
— Esto es un poco fuerte pero en el Bhagavad-gītā, en la introducción, dice que los hombres son más inteligentes que las mujeres. Pero lo dice desde el punto de vista espiritual y, bueno, hay mucha miga ahí — confiesa el sacerdote con una sonrisa nerviosa.
Dicen que todos somos almas, tanto hombres como mujeres. Pero el libro por excelencia del movimiento de conciencia de Krishna, una especie de Biblia para ellos, recoge que los hombres son más listos. Las mujeres más emocionales. “Hay mujeres más inteligentes que los hombres en el plano material y espiritual”, dice Jharikanda . Depende del avance espiritual de uno y otro. Pero ella, como mujer, está más ligada a sus emociones y su cuerpo. “Por todo eso, cuando tiene un hijo, está obligado a quererlo. El marido no tanto”, prosigue el sacerdote. El hombre quiere a los animales, a las plantas. También quiere a su descendiente. Pero su vínculo no es tan fuerte como el de madre e hijo.
Los tiempos han cambiado, y mucho. El hombre ya no es el único que sale a trabajar a la calle. La mujer ya no solo trabaja dentro de la casa. Ya no se supone que ella está iniciada por su marido, gurú y maestro espiritual. Ahora no es solo esposa y madre, sino sacerdotisa y una parte importante de la sociedad y los Hare. Pero el machismo no ha dejado de existir. “Eso no es la conciencia de Krishna”, defiende Jharikanda. Su filosofía está por encima de todo, incluido la discriminación por raza y género.
No repudian la homosexualidad como tal, aunque tampoco la promocionan. Es una mentalidad que existe desde el comienzo de los tiempos, según ellos. “Son personas igual que los demás. Son hijos de Dios y tienen sus derechos”, explica Yaiba. No importa la raza, ni el género. Tampoco el estatus social, ni la religión ni la orientación sexual. Más allá de todo ello existe la igualdad. “Lo peor llega cuando se convierte en un vicio, algo con un sentido perverso”, dice Yaiba. Se refiere a la homosexualidad degenerada, al machismo y feminismo perverso, a la xenofobia y discriminación religiosa. Todos estos extremos entran dentro de la sociedad, aunque de una forma armoniosa.
Los rituales son ejercidos por Yaiba, un hombre. No importa el día, no tiene mucho de diferente salvo que sea domingo. Es un día especial, tanto para los cristianos como para ellos. A las doce y media comienza un Bhajan, un canto en congregación, acompañado del armonio; mridanga, una especie de tambores; o crótalos, un tipo de címbalos. Son dos hombres los que tocan, uno más joven y otro más mayor. El último lidera, recita el cántico solo acompañado por la música. Una vez que termina es el turno del resto de asistentes. Y así ocurre una alternancia hasta la una. Hora en la que Yaiba comienza a recitar y unir pasajes del Bhagavad-gītā con el presente, como un cura al leer e hilar el texto de la Biblia con la vida.
La gente pregunta, participa. Es una hora y media entretenida, a pesar de estar sentado en el suelo e incluso de rodillas. Una mujer morena está sentada en una silla. Proviene de Reino Unido, no habla español pero vive aquí desde hace diez años. Residente en el templo, acude todas las mañanas a los ritos. No le gusta ser captada por la cámara. Parece más una observadora que una seguidora de Krishna. Canta con el resto pero no conversa con nadie. Sonríe y saluda a quien pasa por su lado pero no deja su puesto al lado de la puerta. Transmite la sensación de ser un portero de discoteca que controla quién sale y quién entra. Una mujer abre la puerta, toca la campana colgada como si de un muérdago se tratase y procede a arrodillarse para, a continuación, buscar un sitio en el que poder acomodarse. Todo ello bajo la atenta mirada de la mujer al lado de la puerta. No desvela su nombre ni para despedirse. Tiene que ayudar en la cocina, dice. Cocina de la que no se la ve salir.
Comienzan los cánticos sin ella, cosa que nadie aprecia. En esta ocasión la gente está en pie, bailan y cantan al ritmo de la música, aunque mujeres y hombres siguen estando separados. Como si fuera un bautizo, una mujer se hace paso entre las de su mismo sexo. Con un recipiente dorado, echa agua en sus cabelleras. Con los del género opuesto ocurre lo mismo, mas es un hombre el que se encarga del cometido. Todos siguen danzando, solos o cogidos de las manos. Esta vez vuelve a pasar otra mujer. Frota una flor por la cabeza y el mentón. Un hombre repite esta acción en su lado asignado. Dan vueltas alrededor de un árbol pequeño situado encima de una mesa alta. Echan en las manos un poco de agua que sacuden al instante. Luego, con ayuda de una cuchara dorada y diminuta, vierten agua en el árbol procedente de un cuenco del mismo color. Primero las mujeres, luego los hombres. Todos arrodillados, separados y agachando el cuerpo al compás del cántico que recitan. Acuden a por el “baño de deidades”. Líquido blanco hecho con yogurt y leche, vertido en la mano derecha para tomarlo de un trago. Una especie de “cuerpo de cristo” pero sin galleta ni cristo.
Llega la hora de la comida y con ella aparece gente que antes no había. Parecen una familia reunida. Todos hablan, chillan y ríen. Parecen felices, renovados y purificados; libres de males, preocupaciones y pecados. Vecinos, amigos e incluso desconocidos vienen a disfrutar de los platos preparados. Mientras sean correctos todos ellos son invitados. No importa si no pertenecen a su cultura, cada uno es libre de ejercer la religión que desee. Como se suele decir, en la viña del Señor hay de todo. El miedo y la precaución nunca dejan de estar presentes, eso sí. Tienen la puerta abierta para todo el mundo, sin saber quién, cómo, ni de dónde vienen. Ya han tenido problemas: farolas rotas, piedras tiradas en la puerta. No conocen a los autores, suponen que son los gamberros del barrio. Siguen con sus actividades, están bien y eso es lo importante. Acaba la reunión. No hay café de después, puede que para la próxima vez.
Patricia Sierra es estudiante de la facultad de Periodismo en la Universidad de Málaga y participa en la sección La cantera periodística de la UMA a través de la cual EL ESPAÑOL de Málaga da su primera oportunidad a los jóvenes talentos.