Una década sobreviviendo en el centro histórico de Málaga
Crónica personal de casi diez años de gritos en la madrugada, ferias, procesiones y felicidad en la almendra de la capital.
25 septiembre, 2021 08:34Noticias relacionadas
Mi señora y yo comenzamos nuestra andadura en el casco histórico malagueño el 1 de junio de 2012 y desde entonces hemos sido testigos directos del trayecto que este barrio ha recorrido durante cerca de una década. Ninguno de los dos somos autóctonos de Málaga capital, pero desde que comenzamos la carrera de Periodismo en la universidad hemos vivido en la ciudad; aunque hasta nuestro aterrizaje en el centro residimos en Teatinos.
La llegada a la almendra malagueña vino acompañada de una gran ilusión. Tras visitar innumerables pisos, finalmente recalamos en el menos malo. Porque encontrar un lugar donde habitar en este barrio, si ahora es prácticamente imposible, bien es cierto que nunca ha sido fácil. Entre los pisos que visitamos, uno de ellos tenía una bota sucia y vieja sobre la mesa del salón; qué hacía allí esa bota es un misterio que me perseguirá durante el resto de la vida. El precio de aquel lugar, una pesadilla acorde.
Antes de continuar, decir que a mí me encanta el centro de Málaga. Es un lugar lleno de vida con numerosas ventajas y características que la convierten en una zona realmente especial. Pero como la tercera ley de Newton ya nos avisa, las ventajas tienen aparejadas una serie de inconvenientes que no son nada desdeñables.
Muchos de estos inconvenientes ya los conocíamos y éramos conscientes de ellos, pero existen realidades que alguien debería habernos relatado antes de venir porque la magnitud de los hándicaps es, en la mayor parte de los casos, más elevada de los que cabría imaginar.
Vamos, que alguien podría haberme advertido que pelearme a gritos desde el balcón a las cuatro de la mañana con un imbécil que lleva a toda pastilla un altavoz bluetooth se convertiría en una tónica habitual en mi vida. (Por cierto, maldito sea 70 veces 7 el inventor de los altavoces bluetooth: en el Infierno te aguarda un círculo especialmente trazado para ti). Alguien debería habernos dicho que el "hemos venido a emborracharnos, el resultado nos da igual" sería la banda sonora de nuestras vidas.
Abandonad toda esperanza quienes viváis en el casco histórico de Málaga.
Eventos los 365 días del año, las 24 horas del día
Que el centro es un espacio lleno de vida es innegable. Por eso supone un polo de atracción tan fuerte y por eso congrega en su interior a tan dispares tipos de personas. En el centro se puede encontrar de todo (o casi todo; paz desde luego que no). Y además desde la propia administración local se ha potenciado esto, sumando a festejos tradicionales y consolidados otros de nueva creación.
Ya sé, ya sé, una vez al año, no hace daño, ¿verdad? Bueno, una vez al año, la Feria de Málaga. Una vez al año, la Semana Santa. Una vez al año, el Festival de Málaga de Cine Español. Una vez al año, la Pasarela Larios Málaga Fashion Week. Una vez al año, el epiléptico espectáculo de luces navideñas de Teresa Porras. Una vez al año, la Noche en Blanco... ¿Me siguen?
Un barrio a los pies de Málaga
Cada semana, cada día, hay algo. Lo que se suma al resto de elementos que ya saturan el espacio vital (y eso de vital, es un decir, porque en el centro cada vez quedan menos vecinos; algo que ha sido deliberado y, además, explícitamente deliberado).
Dejando aparte el hecho de que los ayuntamientos no deberían arrogarse la tarea de ofrecer constante entretenimiento a los ciudadanos, también es lógico que siempre haya algo organizado. El centro se ha convertido en el punto de encuentro de la totalidad de los malagueños, un área compartida que pertenece a todos y que lo diferencia del resto de barrios de la capital.
Porque, por ejemplo, mientras que La Paz (o Huelin, o la Colonia Santa Inés…) pertenece a sus vecinos que hacen piña y comunidad (lo que, en definitiva, se traduce en votos), el peso de los votantes del centro (que es lo que al final importa) cada vez es menor y, por tanto, se tiene cada vez en proporcional consideración.
Según la Asociación de Vecinos del Centro Antiguo en la almendra malagueña, con una historia tan extensa que la convierte en uno de los primeros asentamientos urbanos de toda Europa, quedan mucho menos de 5.000 ciudadanos. Una sangría de habitantes que se ha ido produciendo desde la década de los 90 y que alcanza una reducción de más del 30 por ciento desde entonces.
"Si no te gusta, vete"
Algo que me fascina cuando uno explica los problemas que se sufren al vivir en el centro es la reacción de algunos malagueños que viven en otras zonas de la ciudad. El pensamiento generalizado es que si vives en el centro ya sabes a qué te expones y por ello no tienes derecho a quejarte.
Como decía, el centro se ve como un espacio de todos los malagueños (y lo es, claro, al igual que el resto de barrios), lo que al parecer lo transforma en un lugar donde se obtiene bula papal: se puede cantar y gritar a pleno pulmón por la madrugada, orinar en cualquier esquina, poner el móvil a todo trapo, sentarte con tus amigos en corrillo bajo un balcón a beber, pelar la pava y reírte a carcajadas con toda la fuerza que te den los pulmones, da igual la hora que sea…
El derecho al silencio y al descanso nocturnos es, pues eso, un derecho. Pero la realidad es que la petición de los vecinos del centro de silencio (y que se hable bajito) es recibida por muchos malagueños con dureza. "Si no quieren ruido, que no vivan en el centro, que los del centro son unos quejicas", es la respuesta más común.
Sin embargo, a nadie se le ocurre decirle lo mismo a los vecinos de El Romeral que también tienen problemas con los bares y terrazas que han ido creciendo en los bajos de sus edificios. Una falta de empatía hacia los vecinos del centro que no está justificada: menos dos o tres de sus calles principales, la almendra está abandonada en la misma medida que el resto de los barrios malagueños.
El tema de los bares y las terrazas
Este es un asunto más que bien conocido y discutido. Nadie puede negar que un turista es capaz de cruzar el casco histórico de Málaga, de punta a punta, saltando de terraza en terraza sin tener que pisar ni un sólo museo. Que las terrazas suponen un escollo para la convivencia en el centro no se le escapa a nadie. Otra cosa es que se quiera justificar usando para ello las consabidas razones económicas: como Málaga persiste gracias al turismo, cualquier cosa que lo atraiga es válida.
No importa que la ciudad se transforme en un parque temático y que con ello se abra en canal como la gallina de los huevos de oro. No importa que haya ejemplos de otras ciudades que se han visto en situaciones parecidas, como Barcelona, y de cuya experiencia se puede aprender para hacerlo distinto, mejor y no cometer sus mismos errores.
Eso da igual cuando los dueños de los locales se ponen a lloriquear porque, en lugar de 25 mesas, les dejan poner sólo 24 en una calle de metro y medio de ancho. Da igual que poco a poco vayan comiendo espacio común, creciendo silenciosamente como moho negro y ocupando las zonas que se han ido peatonalizando y que en definitiva pertenecen a todos los malagueños sin excepción. Pero, claro, si alguien se creyó que la peatonalización del centro era para otra cosa que para hacer de la almendra una terraza infinita, es que no ha visto el espacio ocupado por El Pimpi en calle Alcazabilla.
Por cierto, ya que estamos, barrer y fregar las terrazas después de cerrar los bares y restaurantes es una obligación de sus responsables, pero parece que el día que eso pase el mundo implosionará.
El caso es que creo que nadie está en contra de las terrazas; al más pintado le gusta disfrutar del solecito en una de ellas mientras se toma una cervecita con limón. Lo que pide la Asociación de Vecinos es que haya un control serio y responsable. Pero el equilibrio, como cantan Los Piratas, al parecer es imposible. No hay término medio, por lo visto.
Si quitas una sola silla a la terraza de cualquier bar, el Apocalipsis. "¡¿Es que acaso queréis que el centro esté como en los años 80?!". Les falta gritar aquello de "o nosotros, o el caos". Y la cosa no es así, por mucho que griten lo contrario. La realidad es que se deberían cumplir la ley y las ordenanzas y en base a eso crecer en la medida en que se pueda, manteniendo la idiosincrasia de la almendra que a la postre es lo que seguirá atrayendo a los visitantes y turistas, quizás en menor cantidad, pero sin duda en un tiempo mucho más extenso, continuado y estable.
Lo típico
Hace poco me preguntaron dónde tomar algo en un lugar típico. Y me dejaron en shock sin saber qué responder porque, exceptuando algunas honrosas excepciones como el Cortijo de Pepe o la Casa de Guardia -que, por otra parte, y por arte de las guías Lonely Planet, es hoy por hoy más un bar para turistas que otra cosa-, en el centro proliferan los locales donde sirven paellas recauchutadas de esas que se recalientan en el microondas y sitios donde no cambian el aceite desde el día de su inauguración, lo que hace que sus freidoras debieran ser consideradas elementos del patrimonio histórico.
Hay maravillosos locales como el asturiano Mesón Astur o el mexicano Tepito Cantina, pero no ofrecen una gastronomía malagueña, por lo que la comida mediterránea no encuentra demasiados huecos auténticos que hayan sobrevivido a la gentrificación. Poco a poco, el centro se ha puesto al servicio de, o busca parecerse a, una franquicia.
Y lo que ocurre con los bares, ocurre con el resto de negocios: a lo largo de los años hemos visto caer locales tradicionales, principalmente tras la eliminación de los alquileres de renta antigua. Librerías como Nueva Ibérica y Cervantes cayeron hace ya mucho, pero otras hace relativamente poco como Mata o Li Bri Tos.
También tiendas deportivas como Deportes Zulaica que echó el cierre definitivo y en su local, adivinen, se ha instalado un bar que ha incrementado el número de sillas y mesas que ya saturan Calderería.
Tiendas de ropa, de comestibles, de decoración… caen como fichas de dominó empujadas por los negocios enfocados a los turistas, a los visitantes y a los amantes de los gofres con forma de polla. Ya ni siquiera nos queda Doña Mariquita, ay, cuyo baño siempre activó en mí una profunda punzada de claustrofobia.
La ruidosa Limasa
Si uno se quiere creer que contra el ruido del ocio nocturno no se puede hacer nada, porque si vas ciego como un piojo claro que no te vas a acordar de los que están durmiendo –"¡que se unan a la fiesta, qué demonios"–, que hay otros sonidos estridentes que se pueden evitar está claro.
Una de las cosas que siempre me sorprenderá es lo ruidoso que es cualquier cacharro con el que cuentan los trabajadores de Limasa: desde el camión de baldeo hasta la esparcidora de basura, también conocida como barredora.
Maquinaria estruendosa a la que se unen los gritos que se dan entre sí los operarios que trabajan en mitad de la noche. Si hace falta, por el amor de Dios, yo les compro unos walkie talkies; los hay muy baratos.
Lo del baldeo es algo que me maravilla: ¿realmente es eficaz dejar el centro convertido en una marisma cada madrugada? ¿Eso limpia algo? Porque en mi experiencia lo único que hace el baldeo es levantar el aceite que se ha depositado a lo largo del día, lo que supone un riesgo de resbalón nada desdeñable, y activar baldosas trampa que en cuanto las pisas te ensucian el pantalón con agua pringosa.
Otra cosa que a mí en particular me afecta (ya hemos dicho que esto es una crónica personal) es que, al vivir en un primero, el tubo de escape del camión de baldeo da justo a la altura de mi piso.
Si mi señora y yo aún no hemos amanecido muertos debido al humo, ha sido por puro milagro. Porque justo en nuestra calle, el camión hace una de sus paradas frente a nuestro balcón. Eso es algo que hemos avisado a los propios operarios, que siempre se han mostrado amables y comprensivos, y por escrito a los responsables de Limasa. El resultado: cada verano nuestro dormitorio se convierte en una cámara de gas improvisada.
En cuanto a las huelgas de basura, he vivido dos: una en 2002 cuando vivía en Teatinos y la otra en el centro, en marzo de 2016. Y si ambas fueron realmente pintorescas (el recuerdo del ambiente festivo de calle Cómpeta mientras se quemaban contenedores siempre me alegra el día), la del centro alcanzó unos niveles realmente alarmantes, con la sensación de estar encerrados en una ciudad totalmente secuestrada.
Como ven, vivir en el centro es toda una aventura. Pero la cosa no acaba aquí, por lo que si quieren conocer más detalles de lo que supone para los vecinos del centro este espacio, no se pierdan este domingo la segunda parte de esta crónica.