Hay cachondeíto en las redes con la nueva foto de Amaia Montero, antigua líder de La Oreja de Van Gogh, eterna reina del pop: pone morritos la artista en una suerte de ducha, en una postura imposible; y luce un bañador rosa fosforito, diminuto, encajado en su cuerpo fibrado y bronceado con la cadera alzada. Con las mechas, con el gloss, con la actitud desafiante y sexy que ahora se lleva. En algún medio la han llamado “Barbie”, pero no es exactamente un piropo: hay algo mecánico en la imagen, algo impostado, algo que lucha por encajar. Hay algo falso, y eso siempre entristece.
Pero, muy especialmente, hay algo desolador e irritante en los comentarios envenenados que celebran su “nuevo aspecto”, su “cambio radical” y su delgadez, un estadio de autoexigencia al que la han empujado entre unos y otros con las críticas impúdicas y crueles que le han dedicado en los últimos años, hasta asfixiarla.
Es el clásico “has perdido peso, qué guapa estás”, hermano gemelo perverso del “qué cara tan bonita tienes, ¡si estuvieras un poco más flaca…!”. Los clásicos comentarios que nadie ha pedido y que resuenan en Instagram, en las cenas familiares, en las reuniones con amigos o en los encontronazos con conocidos en plena calle: todo un estruendo sexista en los oídos de millones de mujeres, atormentándolas, haciéndolas creer que cuanto más peso pierdan serán más bonitas, más celebradas, más fáciles de amar. Más deseadas.
Como recordaba Antonio J. Rodríguez en La nueva masculinidad de siempre (Anagrama), el mundo, históricamente, prefirió a mujeres que ocupasen poco -para que se las viese menos, para que fuesen menos relevantes- y a hombres corpulentos y acaparadores para que ocupasen más espacio, en todos los sentidos. Qué cosas.
Acoso y derribo
Lo que ha vivido Amaia Montero no es una mala racha ni un ‘hateo’ puntual, es un acoso sostenido en el tiempo, como denunciaba ella misma hace dos años: “Este tipo de bullying sólo ocurre en España. Yo me he sentido mal y no quiero hablar más de esto. Este país, a veces, es bastante duro”, señaló. No la han dejado remontar. Los buitres siempre han vuelto, puntuales, para rebajarla. La misma caverna mediática que hoy aplaude la “dieta estricta” que la ha traído a esta foto, a este cuerpo, a este peso, a este rostro. Lo que le están diciendo es que cuando pesaba más era una fracasada: que el éxito es la enjutez. Que es ahora cuando le va bien.
Nada que nos sorprenda del todo en este mundo gordófobo y machista, en este siglo de la imagen donde es tan fácil destruir la autoestima de cualquiera, hasta de las influencers más canónicas. Lo temible de la perfección es que nunca se consigue, como diría Dalí: el deseo siempre se desliza un poco más allá, hacia un pecho más turgente o más pequeño, hacia un culo más pequeño o más grande, hacia una nariz levemente distinta o un labio un poco más pinchadito e insinuante.
La autopercepción, ahora lo sabemos, no tiene nada que ver con la belleza. El amor propio tampoco -ni siquiera es directamente proporcional a la hermosura-, y menos en esta época enferma de la dismorfia. Por todo esto Amaia reaparece cada poco en redes intentando demostrar algo con sus fotos, exponiéndose, hasta sexualizándose, para contrarrestar los terribles insultos. De nada sirve, la burla es eterna: cuando sale canónica, la acusan de "usar Photoshop".
Mejor salud mental que cirugía
Más vale tener bien puesta la cabeza. Lo decía la estupenda Beatriz Cepeda (Perra de Satán) hace poco en un coloquio en Playz sobre estas mismas cuestiones: ella no había invertido nada en cirugía, decía, pero sí en su salud mental. Esta idea es brillante y necesaria porque pone el foco en quién tiene que cambiar aquí: la sociedad y sus imperativos lerdos y tortuosos.
Si, por el contrario, es la mujer la que cede al canon para lograr aceptación social, el problema sólo se estará enterrando, porque dentro de poco le nacerá un nuevo complejo, una nueva percepción atrofiada, una nueva mirada acusadora hacia la inevitable celulitis de la pierna que hará las delicias de las industrias de la dietética, de las cremas, del retoque, de la estética. Qué caras salimos cuando no nos gustamos a nosotras mismas. Cómo alimenta nuestra insatisfacción las empresas de los otros. Qué ricos les hacemos con cada mirada herida al espejo. La sociedad de consumo se pone las botas mientras multiplica el odio hacia nosotras mismas.
Todo esto intentó denunciarlo Amaia en su canción Nacidos para creer, single de su último disco: “Hay quien encuentra raro que a los cuarenta no esté casada. Pocos me han desnudado, muchos me hacen la cama. Otros juran que bebo y que en persona no valgo nada, que hace dos o tres tallas que no entro en mis vaqueros”, cantaba, para estallar en el estribillo: “¿A cuánto vendes tú la verdad?”.
Contó entonces, en una entrevista a este periódico, que no podía más con las críticas a su físico: “Manda cojones que tenga que dar explicaciones sobre si estoy gorda o delgada. No me pasa sólo a mí, nos pasa a las mujeres. El 8-M todo el mundo hablaba de que a las mujeres nos tienen que valorar por nuestras capacidades, por nuestras actitudes, no sólo por nuestro aspecto físico. Pero nos catalogan y encasillan”, señaló, y añadió que le dolía que nadie se refiriese a ella como “compositora” cuando llevaba veinte años trabajando en la música.
La reyerta con Malú
Ni siquiera con ese golpe sobre la mesa la dejaron respirar. Poco después del lanzamiento de ese disco, volvía a ser duramente criticada por una errática actuación en Cantabria, en la que llegó a pedir a los músicos que dejaran de tocar. Explicó que todo se debió a "problemas de sonido", pero los detractores la acusaron de actuar alcoholizada, como en otras presuntas ocasiones, como cuando recogió el premio 40 Principales a Mejor Álbum. Ella se defendió: "Estoy leyendo cosas realmente terribles, que si estaba borracha como una cuba, me están llamando Amy Winehouse... El otro día me decían que me había trasformado el rostro. Está una harta, voy de polémica en polémica”.
Amenazó incluso con dejar la música, exhausta. El remate vino cuando la artista se tomó a la tremenda unas declaraciones de Malú en entrevista para este periódico, donde decía: “Hay muchos cantantes que físicamente no están para arañarte la cara y nadie los critica (…) Yo me he negado durante toda mi vida a ese tipo de canon, es que te destruye. Y lo de Amaia Montero me parece genial: ¿por qué Amaia tiene que estar delgada? ¿Por qué? ¿Por qué una cantante tiene que estar delgada?”.
Montero montó el pollo en redes, escribiendo: “A la Victoria Secret de Malú: ojalá todas fuéramos tan guapas y sobre todo tan delgadas como tú”. Cuando una usuaria, con razón, le dijo que Malú lo que había intentado era defenderla -y le pidió que no usase eso para ganar protagonismo-, respondió, con bravuconearía: “Ni protagonismo ni hostias, me ha llamado gorda y punto”.
Ellas "borrachas", ellos "vividores"
Se convirtió en trending topic mundial, alcanzando el último puesto. Lo cierto es que este país tiene un don para ridiculizar y convertir en fantoche a las artistas que pueden resultar excesivas en algún momento de sus carreras o de sus intervenciones públicas, mientras que a ellos, a los hombres músicos, se les permite desbarrar y se les celebran las gracietas. Incluso sus salidas de tono pasan a forjar sus leyendas de bohemios, de imparables y encantadores politoxicómanos.
Si ellos la lían, son puro rock, puro punk, puro rap -da igual el género, el caso es que son “puros”, “auténticos” e “indomables”… en lo que sea-. Si ellas la forman, serán siempre unas “locas”, unos “esperpentos”, unas “pobres muñecas rotas”. Lo clavaba un tuit reciente: “¿Por qué Massiel es una borracha y Sabina un vividor?”. Ahí está todo.
Viene a cuento aquí lo que contaba ya en los noventa la escritora Naomi Wolf en El mito de la belleza, y es que éste en realidad prescribe el comportamiento de las mujeres y no la apariencia. “Una cultura obsesionada con la delgadez femenina no está obsesionada con la belleza de las mujeres, está obsesionada con la obediencia de éstas. La dieta es el sedante político más potente en la historia de las mujeres: una población tranquilamente loca es una población dócil”. Amaia Montero es sólo un ejemplo más: la fustigarán para que persista flaca. La fustigarán para que persista callada. Correcta. Inofensiva. Como a todas.