Así fue mi parto con mascarilla y a 40 grados: 'oxígeno reciclado' y hasta mi marido mareado
Tras la expulsión del bebé, quería que me devolvieran esos momentos únicos para vivirlos con plenitud, sin esa sensación de asfixia.
1 septiembre, 2021 02:13"Si ya de por sí un parto supone un momento único, íntimo, maravilloso y doloroso, muy doloroso, con un bombazo de hormonas que no dejan de revolotear por tu cuerpo, todo se magnifica en medio de una pandemia y con una mascarilla puesta e impuesta. Lo impersonaliza todo a su paso y se intensifica aún más el dolor del miedo, de la incertidumbre y de la angustia". Esa fue mi primera reflexión unos segundos después de verle por primera vez la carita a mi hijo Pepe. También que es mejor parir en invierno. En la calle caían casi los 40 grados.
Mi reloj flik-flak marcaba las 3.05 del 30 de julio. El calor me despertó y unas intensas punzadas en el vientre que iban y venían cada vez con más frecuencia a unas horas de alcanzar las 40 semanas de gestación. Estábamos en la costa onubense y pasada media hora sin que el dolor desapareciera –más bien al contrario, se hacía más frecuente- decidimos irnos al hospital, ubicado en Sevilla capital.
Antes me maquillé y me peiné. No quería que mi segundo hijo me viera por primera vez con ojeras y despeinada. Ya bastaba con llevar la espantosa mascarilla FFP2 para que todo se volviera más impersonal. Mi sentido común no comprendía que la gente pudiera pasear por la calle mostrando su sonrisa y yo, tras una PCR negativa y con el personal sanitario protegido, tuviera que llevarla en ese momento tan especial. Pero por mi seguridad, la del bebé y la de todos, había que cumplir el protocolo.
Era primeriza en esto de parir en medio de una pandemia y de forma natural, pero intuía que mi proceso de dilatación no iba a ser rápido. Eso sí, tampoco quería dar a luz en un coche, de madrugada, con mi marido, Joaquín, un poco -por no decir mucho- aprensivo en estas lides y escuchando de fondo al periodista Manolo Lama contando las últimas noticias de los JJ.OO de Tokio. Me parecía poco romántico, la verdad, para contárselo cuando fuera mayor.
Faltaban exactamente 19 horas para culminar mi embarazo y Pepe quería llegar puntual. Tanto que todas esas horas, con sus minutos y segundos pasaron muy lentamente con sus respectivas contracciones cada cinco minutos. Algunas se acortaban a tres. Las primeras en la sala de monitores fueron eternas.
Allí no me quité la mascarilla ni un solo segundo, lo que no me permitía coger el aire suficiente que tenía que expulsar cada vez que venía ese intenso dolor para hacerlo más llevadero. Sinceramente pienso que las contracciones con mascarilla duelen más, muchísimo más.
"La santa epidural"
Volví a mirar mi flik-flak cuando llegué a la habitación. Eran las 7.00 horas. Unos minutos antes una matrona, con unas formas muy agradables, nos invitó a marcharnos a casa, invitación que decliné por supuesto. Sus palabras textuales fueron: "Tienes contracciones, pero no estás de parto".
¡Ay… Dios mío! Ahí se me vino el mundo encima pensando en lo que aún me esperaba para poder pronunciar –o más bien gritar a los cuatro vientos y que lo escuchara toda la planta- las palabras mágicas: "Que me pongan la santa epidural". Aún me quedaban 12 horas interminables. Tenía que llegar a dilatar tres centímetros. No obstante, al menos, mientras que no hubiera personal médico, podíamos estar sin mascarilla en la habitación y era un alivio, aunque el dolor era igual de insoportable y cada vez más intenso.
Con la Covid-19 todo se ha vuelto muy desangelado, hasta parir. No sabía lo que me iba a encontrar porque Joaquín, el hermano mayor - aunque tiene dos años y medio - finalmente llegó por cesárea y las mascarillas eran algo muy lejano. Sólo la llevaba el personal sanitario en quirófano y algunos ciudadanos en países asiáticos porque son unos exagerados y viven apelotonados. Al menos, eso pensaba yo.
El dolor y el ahogo
En ningún momento, ni durante ese primer embarazo, pasé tanto dolor, tanta incertidumbre, tanto agobio ni tanto ahogo. El aire que cogía intensamente por la nariz para expulsarlo por la boca era el mismo y así era imposible concentrarse. Sentía que era un círculo vicioso.
Además, era consciente, y lo tuve muy presente, de que una vida había crecido dentro de mí en medio de esta situación, de que me había contagiado de Covid en las primeras semanas y de que iba a parir sí o sí con una máscara puesta, fuera por cesárea o de manera natural.
Llegó un momento, hacia las 14.20 horas, que no pasaban ni cinco minutos entre contracción y contracción, que ya no encontraba postura que me aliviara. La pelota de pilates sobre la que hacía ochos con mi pelvis me era indiferente, lo único a lo que me aferraba era a hacer sentadillas apoyando mis palmas de las manos en la pared mientras respiraba profundamente. Creía que la barriga se me iba a caer al suelo de cuajo, pero si las contracciones iban a cesar, en ese momento no me hubiera importado. Sentí su apoyo en cada instante, pero la cara de circunstancia de mi marido de te acompaño en el sentimiento lo decía todo.
Al menos, ya no tenía la mascarilla al encontrarnos solos en la habitación, excepto cuando entraba algún sanitario. Jamás lo valoré tanto mientras pude comerme unas sabrosas lentejas y un muslo de pollo. Siempre he defendido que la comida de los hospitales está buena, por mucho que diga lo contrario mi amiga Mau. Hasta le mandé fotos.
De repente sonó el teléfono de la habitación. Era mi ginecólogo que me había llevado todo el embarazo, que entraba de guardia al día siguiente. "Inma ¿cómo estás? Iros a casa si queréis. Aún no estás de parto". En ese momento, yo solo quería llorar y que me vaciaran la barriga fuera de la forma que fuera.
"Álvaro ¿cómo que no estoy de parto, entonces cuánto duele esto cuando vaya a parir?". "El proceso natural es así. Pide un calmante…", contestó. Me tragué mis lágrimas, colgué el teléfono, se hizo un silencio, llegó una enfermera y me dio un paracetamol. No sé si fue mental o no, pero algo me alivió.
Mi madre, una señora muy devota, le puso una vela a San Ramón Nonato, el patrón de los partos, y yo ya no sabía que más rezarle. También llevaba conmigo la manguita de la Virgen de la Candelaria, protectora de las embarazadas, que guarda una familia de Villanueva del Ariscal, mi pueblo, como reliquia.
...Y llegó el celador
Y por fin pasaron más horas, con sus minutos y sus segundos sin dormir absolutamente nada. Eran las 19.55 cuando un celador llamó a la habitación para que me reconociera de nuevo una matrona. "Por fin", le dije con las lágrimas saltadas. Decidí bajar la planta andando y al entrar en el ascensor, llegó otra puñetera contracción, esta vez con todas sus ganas.
Me senté de nuevo en monitores y ya me sinceré con una enfermera con un nudo en la garganta. "Tengo el umbral del dolor bastante alto, pero, por favor, hacedme una cesárea ya, no puedo más". Sinceramente, por la experiencia del primer parto, que finalmente acabó en operación, pensaba que esta vez me iba a ocurrir igual. Además, según varios estudios, haber pasado la enfermedad daba puntos para que acabara en quirófano.
"Por mi experiencia personal, un parto natural siempre es mejor, aguanta un poco que va todo muy bien y lo vas a conseguir", me dijo esta sanitaria. Yo no quería ni escucharla, solo que Pepe naciera ya. Y por fin, pronunció las palabras mágicas Elena, la matrona que ya me acompañó durante todo el proceso: "Has dilatado tres centímetros". En ese momento pensé que era el más feliz de mi vida. "La epidural, por favor", retumbó desde mi garganta en toda la planta en un tono bastante alto de decibelios y mi agradecimiento máximo a la ciencia por su invención.
Las contracciones seguían doliendo, pero sabía que ya iban a ser las últimas. Y así fue efectivamente, después de la tormenta llegó la calma. Fue hasta placentero sentir el líquido anestésico alrededor de mi médula espinal y cómo iba recorriendo mis piernas. Ya todo fue paz, pude contestar todos los whatsApp, radiar el proceso casi en directo a mis amigas, responder las llamadas y hasta dormir una siesta mientras seguía dilatando ya sin sentir dolor, a pesar de que el monitor seguía pitando cada vez que venía una contracción. En uno de esos momentos, lo miré, le hice una peineta literal y seguí durmiendo. Mi marido también.
Sobre las 23.00 horas volvió a verme a la matrona. "Esto va muy bien, estás dilatada de siete centímetros". Para que el parto arranque hay que llegar a los diez. A mí sinceramente, mientras siguiera haciendo su efecto, ya me daba igual.
Pepe ya no aguantaba más dentro de mí, quería hacer su entrada triunfal en este mundo y lo anunció con unos movimientos bruscos en la zona de mi pelvis. No fue dolor, pero sí un serio aviso. De repente la cama convencional se convirtió en una cama potro, lo prepararon todo y ya no me pude quitar la mascarilla. Me acompañó hasta el final.
Los pujos asfixiantes
"En breve, va a empezar el parto", me dijo la matrona pasada la medianoche, ya día de San Ignacio de Loyola, cuando entraron en la sala de paritorio una ginecóloga y una enfermera. No pude verles las caras, sólo los ojos, pero expresaban tranquilidad y eso me tranquilizaba a mí. No me lo podía creer, iba a ser de manera natural y... fue precioso, con mascarilla y todo.
"Coge aire y empuja todo lo que puedas", me dijo Marta, la ginecóloga. Pero ¿cómo voy a coger aire si tengo la mascarilla puesta?, pensé en ese momento. Sentí que era oxígeno reciclado, pero lo cogí, no me quedaba otra, y empecé a realizar los pujos con todas mis fuerzas, aunque cada vez me asfixiaba más y me costaba más trabajo. Tanto que Pepe necesitó una pequeña ayuda: la ventosa.
La foto anterior es la única que tengo del proceso de expulsión. El fotógrafo -mi marido- permaneció a mi lado hasta ese momento. La enfermera notó que se estaba poniendo cada vez más pálido y, efectivamente, se tuvo que sentar en un sillón al otro lado de la cama. Reconoce que no quería dar el espectáculo, ver la ventosa no le resultó agradable y más valía prevenir que curar. Eso sí, se tuvo que ir al baño cuando el niño nació para quitarse la mascarilla. Creo que se ahogaba más que yo.
Un momento antes le pedí a la ginecóloga que me diera unos segundos para reponerme y coger la bocanada de aire más grande de mi vida. Marcaban la 1.05 del día 31, 22 horas después de la primera contracción, cuando me dijo: "Ya no hace falta, ya está aquí". Cuando lo oí llorar respiré con esa tranquilidad que tan sólo había sentido una vez anterior, cuando escuché llorar a su hermano. Es una sensación única.
Que me devuelvan mi parto
Jamás olvidaré esos ocho minutos, pero la sensación que tuve fue la de querer que me devolvieran mi parto para vivirlo con plenitud, con la entrada y salida de aire fresco y sin reciclar, sin el agobio de poder contagiarme de nuevo de Covid-19, de haber conocido a mi pequeño en las primeras ecografías en soledad o de haber esperado para vacunarme con el riesgo que conllevaba.
En las últimas semanas los mensajes sobre la vacuna en embarazadas eran confusos. Reconozco que estaba mareada, hipersensible con el asunto, pero era cierto que en esos días había más de medio centenar hospitalizadas en Andalucía por Covid-19, algunas graves, y ya saltó la alarma.
No obstante, decidí esperar, había generado anticuerpos al pasar la enfermedad en noviembre. Me vacuné cuatro días después de dar a luz. Bastó con una sola dosis de Pfizer, cuyos anticuerpos ya le han llegado al bebé a través de la leche materna.
Por último, hago un pequeño inciso para volver a ese momento tras el parto. En la sala de reanimación todos esos miedos se mitigaron. Todo mi tiempo era para él, sin visitas de por medio -algo hay que agradecerle a la Covid- y los malos pensamientos irremediables se marcharon.
Pero, insisto, ojalá me devolvieran esos ochos minutos que para mí fueron únicos. Pepe no se va a acordar de que la primera vez que vio a sus padres convivíamos con una pandemia y llevaban una máscara puesta. Se lo contaré cuando sea mayor y tenga conciencia de que es un pandemials.
En cualquier caso, bienvenido a este controvertido mundo de locos en el que todos nuestros representantes políticos se llenan la boca defendiendo la natalidad, pero los apoyos a la hora de la verdad dejan mucho que desear. No obstante, no cambio por nada la experiencia de daros la vida a ti y a tu hermano. Sin duda, la montaña rusa más maravillosa y emocionante que he podido vivir.
*Inma León es la delegada de EL ESPAÑOL en Andalucía y cuenta en este artículo su parto en primera persona en tiempos de Covid.