La editorial Espasa publicará el próximo 30 de marzo Cazar leones en Escocia, la primera novela de Cruz Sánchez de Lara. La vicepresidenta de EL ESPAÑOL y editora de Enclave ODS y MagasIN nos trae la historia de Miranda Herrera, que tras la muerte de su madre comienza un camino lleno de misterio, descubrimiento, peligro y «días rojos» que la llevará, a través de las extraordinarias vidas de su madre y de su abuela, al amor sin ataduras ni convenciones que tantos se empeñan en negar.
EL ESPAÑOL presenta en exclusiva el primer capítulo de esta novela, un elogio de la maternidad, la felicidad y el amor sin condiciones que dos generaciones de mujeres se atrevieron a sentir contra viento y marea en un tiempo y un lugar lleno de prohibiciones y etiquetas.
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«Tu madre siempre fue un cuadro de Twombly. Tenía razón sobre la vida. Lo descubrí tarde. Paul». Seguía sin entender nada, mientras sujetaba con ambas manos la tarjeta manuscrita: la letra perfecta, tinta color sepia, todo sobrio y desconcertante. Me daba miedo soltarla porque no sabía si mi pulso podría disimular mi aturdimiento.
Adrien Dubois miraba el lienzo por encima de sus gafas rojas de presbicia. Hablaba inglés con un inconfundible acento francés y su traje gris, pasado de moda, no casaba con su despacho de tres balcones sobre la avenida Montaigne. Respiró, aliviado, cuando le sugerí que me hablara en su idioma.
—Se trata de una obra de mediados de los cincuenta y no tiene título, como algunas de aquella época. Su precio es elevado, pero no debe preocuparle. En el testamento, el señor Dombasle dejó un legado por el que usted recibe el cuadro y una importante cantidad en efectivo, calculada ampliamente para cubrir los impuestos, el transporte y el coste de asegurarlo hasta que usted cumpla setenta y dos años y tres meses, la edad que tenía su madre cuando falleció.
—Mi madre murió hace apenas seis meses, el 28 de noviembre. ¿Cómo podía saberlo el señor Dombasle?
—Señora, disculpe la impertinencia, pero no respondo a ese tipo de preguntas. Solamente puedo trasmitirle que el 24 de diciembre, mi principal cliente modificó su testamento y tres semanas después, el 15 de enero, murió.
—Oí hablar poco de Paul. Aun así, intuía que significaba mucho para ella.
—Además del cuadro —continuó Dubois sin inmutarse— me pidió que le entregara esta llave. Y permítame decirle que cuando sea consciente del valor de lo que ha recibido entenderá que, aunque hoy puedan parecerle garabatos, su madre y el señor Dombasle le han resuelto la vida. El estilo del autor es conocido como «simbolismo romántico». Parece que era el mismo de mi cliente...
Por un momento, una mueca irónica, a modo de sonrisa, pudo atisbarse en el antipático rostro de Dubois.
—No comprendo nada... ¿Para qué es esa llave?
—Créame si le digo que sé poco más que usted.
Los abogados preguntamos solo lo que necesitamos saber. El notario nos espera en la habitación de al lado para que firme toda la documentación.
—¿Y me voy a ir así, sin más?
—Recibirá el cuadro en Madrid y coordinaré con su abogado todo lo necesario para la tramitación. Ahora, firme y disfrute de París. Su alojamiento en la suite Bernstein del hotel de Crillon también es una exigencia de Paul, perdón, del señor Dombasle. Disfrútela. Es un lujo al alcance de muy pocos. Aquí no encontrará más respuestas.
Salí del edificio sin entender nada. Estaba a escasos veinte minutos del hotel y recorrí ese trayecto casi sin darme cuenta, con el aire del final de la tarde de un día de abril. Pensaba en mi madre. Ella me decía a menudo que era fundamental que la conociera como mujer: sus sentimientos, sus miedos, sus pasiones, sus defectos. Siempre tuvo la frustración de no haber conocido de mi abuela más que lo que ella quería mostrar: el deber, lo adecuado, lo correcto. Es cierto que mi madre dejó de decir eso años antes de morir, en aquella época en la que perdió el entusiasmo. Y yo, mientras recorría los Campos Elíseos, pensaba que ese empeño constante debía ser un deseo frustrado, expresado en voz alta, sin más. Sentía que la había defraudado, que la mujer que había sido mi madre me era desconocida y que había recibido un legado cuyas claves no sabía ubicar: un cuadro valioso, un francés al que ella amó y una llave.
Cuando llegué a mi habitación, deslumbrada por la exquisitez, miré por todos lados buscando una respuesta. Pensé hasta si su número, el 605, podría darme alguna información, si esa elección formaba parte del juego.
Salí a la terraza en busca de otras señales. Sabía poco de la plaza de la Concordia, que hace evocar guillotinas y tiene reminiscencias de olor sanguinolento. Allí perdieron la cabeza Danton, Robespierre y hasta la propia María Antonieta que, paradójicamente, había aprendido a tocar el piano en el edificio donde hoy está el hotel. Ni eso ni el Obelisco de Luxor me daban ninguna pista.
El estado de ánimo no me acompañaba, pero Dubois tenía razón en una cosa. Se trataba de un lujo al alcance de pocos. Antes de ir al despacho, había comprobado las tarifas en la web y con el coste del alojamiento de una noche, podría haberme ido una semana a Japón. El lugar era fascinante. Tenía 238 metros cuadrados, según había podido leer.
La terraza del sexto piso era un auténtico paraíso urbano. Era enorme, espaciosa, con distintos ambientes para poder disfrutarla bebiendo una copa, cenando o tomando el sol en unas tumbonas situadas estratégicamente en una esquina. Empezaba a refrescar. Froté mis brazos con las manos para entrar en calor. Ninguna excusa serviría para dejar de contemplar desde allí la Torre Eiffel: era sentir cómo la esencia de París calaba los huesos.
Miraba, ensimismada, y recordaba una anécdota que solía contarme mi madre cuando mis canciones no tenían el éxito esperado. Me explicaba, con el tono de cuento para dormir de las madres que, aunque hoy «la Dama de Hierro» fuera uno de los monumentos más importantes del mundo, en sus orígenes, muchos artistas parisinos se manifestaron en contra de la construcción de aquella «odiosa columna de chapa repleta de pernos».
La suite era mamá en estado puro. Los colores grises, las telas, el papel, el color negro en la decoración. La cama blanca, siempre blanca y cargada de almohadones. Un comedor de seis plazas, excesivo; todo como le gustaba a ella. Que fuera el lugar donde se encontraba con Paul era la opción que cobraba más sentido. Sin embargo, mi cabeza no dejaba de dar vueltas alrededor del nombre de la suite, de la bisexualidad declarada de Leonard Bernstein, que dejó durante un año a Felicia Montealegre, su esposa, por Tom Cothran, para luego volver con ella para cuidarla hasta su muerte prematura. También Cy Twombly era gay.
Pensé que podía tratarse de una alusión indirecta a mi relación con Gadea. Cuando me destrozó el corazón, dejándome con un simple mensaje de Whatsapp, mamá le quitó importancia. Creía que el hecho de que yo mantuviera una relación con una mujer era una de mis excentricidades, una más de mis provocaciones. Tenía la firme convicción de que yo era heterosexual y que solo buscaba vivir otras vidas más complicadas porque, según ella, todo me había sido dado con facilidad. Mamá siempre insistía en que, si me empeñaba en convertirme en una desgraciada, queriendo aparentar lo que no era, acabaría consiguiéndolo. Dejaba de escucharla cuando comenzaba con eso de «te esmeras en buscar personas que no te quieren, para alcanzar el reto de que te quieran. Esas empresas están quebradas antes de empezar. Busca un socio, mago y mágico, para construir una firme y feliz empresa deseada por los dos». Antes de acabar la frase, yo solía estar ya en otra habitación o con los auriculares en las orejas.
Mi razonamiento sobre la homosexualidad era demasiado enrevesado para un mensaje encriptado. Seguro que era el lugar donde se alojaban juntos cuando ella estaba en París, sin más. Probablemente, Paul necesitara encontrar complicidad en alguien para contarle su historia, ahora que ella no estaba. Quizás solo fuera un «fuimos muy felices aquí».
Resignada, me puse a llenar la bañera y abrí una botella de vino. Necesitaba una copa. Al lado, había un sobre manuscrito por Paul Dombasle dirigido a mí: «Para Miranda Herrera», y dentro una tarjeta: «Todo no puede morir con nuestros cuerpos». Estaba orquestado hasta el último detalle.
Poner un pie en el agua caliente jamás había sido tan placentero para mí. Lo bueno de los baños de estos lugares es que son tan especiales que se convierten en el decorado perfecto para sumergirse a modo de bautismo necesario. El óvalo de mármol de la bañera era grande para mi cuerpo y los grifos no molestaban. El vino y la música de Norah Jones que sonaba en mi móvil hacían que todo pareciera idílico. Sin embargo, no encontré la catarsis esperada al meter la cabeza bajo el agua. Lejos de eso, recordé un dato más, que explotó como una pompa de jabón en mi cabeza. Tenía demasiadas cuestiones aparcadas, no solo durante ese viaje, sino desde hacía meses.
El testamento de mamá era tan excéntrico como ella. Ordenaba que me instalara tres meses en su casa con lo que cupiera en dos maletas y mi ordenador. Manifestaba su voluntad de que durante esos noventa días no me deshiciera de ninguna de sus cosas, salvo que, una vez que estuviera allí, recibiera instrucciones en otro sentido. Había pasado ya tiempo y no había tenido fuerzas siquiera para planear cuándo mudarme. De hecho, ni recordaba los términos concretos. Me moría de pena, de miedo y de asfixia cada vez que procuraba asumir su última voluntad. El mandato estaba como ella lo dejó. Todo quedaba por hacer. No había prestado la más mínima atención a sus indicaciones. Las había abandonado en un duelo aislante, congelador y paralizante de mis actos y mis emociones.
Nunca fue fácil ser la hija de Cata Arce, pero tenía la certeza de que ahora tocaba la parte menos esperada. No sabía si sería la más sencilla o la más complicada. Eso sí, ya no había opción para la vuelta atrás.
Cuando llegué a Madrid, pasé por casa. Vivía por aquel entonces en un piso coqueto, pequeño y caro en la calle Almirante. Tenía la vida propia para tener gato, pero no estaba centrada como para encargarme de un ser vivo. El contrato de alquiler vencía y componer canciones no estaba tan bien pagado como para jugar a mantener dos casas. Preparé dos maletas, me llevé los aparatos que me conectaban con la realidad a través de la wifi, y partí a casa de mi madre sin demorarlo más.
En el taxi de Almirante a Serrano telefoneé a Mariana, la chica que limpiaba mi casa, y le pedí que empaquetara mis cosas más personales en cajas con listado de contenido. Quedé con ella en llamarla y organizarnos con los cambios. Ya me encargaría yo de la conversación con el casero y el transporte de mis pintorescas pertenencias.
Abrir la puerta de la casa de mi madre suponía entrar en otra dimensión. Cuando estuve dentro, pensé que ese nunca podría ser mi hogar, aunque ya fuera cuestión de trámites convertirme en la única propietaria del inmueble. Mamá descubrió enseguida que la maternidad no era para ella una vocación, sino una responsabilidad. De una mujer así, se hereda más que lo material. No tengo hermanos y le hice caso en lo de no ser madre. Así que, todo era para mí. E insisto, no solo aquello que hacía la vida más fácil. Sé que me quería, pero ella quería a su manera. No hacía falta necesitarla para que ella sintiera que la necesitabas. Siempre estaba para hacer que nada fuera un problema. Me explicó, desde que era una adolescente, el peso de la responsabilidad de ser madre. Repetía, una y otra vez, que es una mochila que te pones el día que coges a tu bebé en brazos y de la que te liberas, si tienes suerte, cuando mueres. Explicaba que compensaba porque amabas a los hijos, pero que amar a quien no vas a renunciar jamás resta libertad, mucha libertad.
Ese recuerdo me abofeteó nada más cruzar el umbral. La separación sonará a eso, a un golpe seco de presencia imposible e inesperada de la persona que ya no está. Debe de ser que se espacian estas bofetadas con el paso del tiempo, pero, mientras tanto, son imprevisibles. En ese momento impactante, estalló su mensaje sobre los hijos, aunque podía haber sido cualquier otro.
Fui directamente a abrir los balcones. Aquí no se imaginaban guillotinas, aunque sí se veían los jardines de la residencia del embajador de Francia. Necesitaba airear la casa. Se mezclaba el amargo olor a cerrado con el inconfundible aroma de su perfume, impregnado en cada superficie porosa. Nunca se lo regalé. Ella se encargaba de tenerlo siempre y yo utilizaba los que ella desechaba para no ser infiel al suyo. Era Fleurs d’Oranger de Serge Lutens. Lo usó durante los últimos quince años desde que, sorprendente y despiadadamente, había derrocado al suyo de toda la vida a la vuelta de una escapada a París. Es extraño, porque París nunca fue para mí una referencia en la vida de mi madre. Ella era más de destinos exóticos o, al menos, eso creía yo, hasta que en aquel momento se esclareciera que el más exótico de sus destinos empezaba por P.
Comencé a recorrer la casa. Me parecía verla caminar por el pasillo con sus pantalones anchos, su chaqueta amplia de seda bordada y su collar largo anudado. Ella nunca más pisaría ese suelo por el que solía caminar descalza siempre que estábamos solas. Nunca más. Los casi quinientos metros de casa estaban atestados de objetos. Muchas vidas en un solo espacio.
Había cosas de mi familia paterna, más de mi abuela, Silvana Orduña, que de mi padre. Mi abuela fue una mentora para mi madre, una amiga, una madrina, una confidente. Quería a su hijo Ciro, por algo era su madre, pero nunca le admiró. Probablemente ni se sintiera orgullosa de él. Aunque fuera mi padre y yo le quisiera mucho, había cientos de evidencias de que se trataba de un hombre pusilánime, acomplejado por no tener talento y por no poder ser él mismo. Vivió de capitalizar su educación, el patrimonio y las relaciones familiares durante su carrera como diplomático. Parece ser que tenía distintas maneras exóticas, extravagantes, de divertirse y que no le gustaba compartirlas con la familia.
Mi madre siempre le agradeció esta casa, que se adjudicó en el divorcio, y mi costosa formación, que se pagó con un cuantioso legado que la abuela dejó para que cada uno de sus tres nietos tuviera una educación exquisita. Yo le agradezco a mi padre, aún ahora, mi cabello rubio, la estatura y unos ojos azules que le atribuyo, aunque los de mi madre eran del mismo color. Cuando murió en un accidente de avioneta en Mali, a los sesenta y siete años, no reclamamos ninguna de sus pertenencias. Lo que queda aquí de los Herrera Orduña estaba ya antes. Yo tenía apenas veintiún años y poco interés por atesorar más objetos familiares. Además, creí de justicia que los conservara la persona que convivió con él los últimos años de su vida.
También había muebles, cuadros, libros y premios de Martín Solís de Briones. Martín fue el segundo marido de mi madre y, formalmente, mi padrastro. Cuando se casaron, ella tenía cincuenta años, y enviudó de nuevo dos años antes de su muerte. Él era un año más joven que mi madre, pero aparentaba diez más. Martín procedía de una familia de esas que llaman «bien, venida a menos» y había querido suplir ese descenso social con estudio y reconocimiento académico. Era un filósofo e historiador de prestigio internacional, el experto, por antonomasia, en Juana de Arco.
Su esnobismo y su obsesión por encontrar un espacio lo llevaron a buscar algo que lo distinguiera, que lo diferenciara. Así, se especializó también en las figuras de las otras grandes Juanas de la historia: la Papisa, la Loca, la Beltraneja y sor Juana Inés de la Cruz. Cuatro Juanas es su obra mundialmente conocida, llevada al cine en una tetralogía. La prueba de su afectación es que la novela se llama así por la balada The Four Marys, de la época de los Tudor.
Pese a la fragilidad de su ego, que tanto le hacía padecer la dependencia del aplauso, y al aburrimiento que le producía, mi madre se sentía responsable de su bienestar. Para esconder su debilidad, Martín necesitaba acaparar objetos que aparentaran grandeza y muchos de ellos permanecían aún en la casa porque mi madre era mucho más convencional en su comportamiento que en su mente. No tuvo el valor de afrontar que alguien pudiera juzgar que al deshacerse de las cosas de Martín estaba cometiendo una traición póstuma o tal vez, dejando al descubierto que el sufrimiento no era tan limitante como era de esperar.
De hecho, ella nunca se planteó el divorcio y ello supuso una renuncia a muchas facetas de su vida que contradecían los principios esenciales que habían presidido el primer medio siglo de su existencia. Martín era feo, bajito, calvo, pero tenía unos preciosos ojos verdes que hacían olvidar el resto de su desastrado físico. Mamá siempre se encargó de todos los detalles para que tuviera una apariencia impecable, pero él no alcanzaba la corrección y no había forma de que perdiera el aspecto de viejo profesor con olor a alcanfor. Murió sin descendencia, dormido y sin enfermedad previa. Éramos su única familia y aunque lo lamentamos, lo hicimos sin trauma y sin una sensación de pérdida irreparable. Pese a ello, allí seguían casi todos sus recuerdos. El peso de Diógenes parecía rozar de soslayo las habitaciones, enmascarado en demasiadas tradiciones familiares para una sola vida o, al menos, para una sola casa.
Me senté frente al escritorio de mamá. Estaba perfecto, impoluto, como si siguiera viva. Se amontonaban ordenadamente las cajas con sus plumas Montblanc, que siempre tenían tinta violeta. Soy zurda y nunca supe usarlas. Emborronaba al escribir y ella se ponía frenética. Cuidaba tanto la sintaxis como la caligrafía y sus manos perfectas delataban su vicio en el callo que deformaba sutilmente su dedo corazón derecho.
Colocado estratégicamente, en una innegable invitación para ser usado, estaba el único bolígrafo de su colección que me permitía utilizar. Sonreí al pensar en lo maniática que era con los objetos. Tenía una extraña relación con las cosas que le gustaban, más allá de poseerlas. Las trataba como si pudieran percibir si les hacía una caricia o un desprecio, como si pudieran sentirse valoradas o tuvieran capacidad para ofenderse. Un día, en un artículo que hablaba sobre ella, la periodista escribió: «A Cata Arce le gustaría haber sido la más loca de todas las cuerdas. No se atrevió y tuvo que conformarse con ser distinguida». Me pareció que debían de conocerse mucho.
El bolígrafo era un roller de la edición Virginia Woolf, que mamá solo usaba con un recambio turquesa. Estaba sobre un cuaderno azul de encuadernación cuidada. Lo abrí y en su primera página, con su letra, un rótulo perfecto que ocupaba toda la página: La tempestad de Miranda: Cuaderno de bitácora para una travesía juntas. Otro mensaje más fácil de interpretar: mi madre me pedía que utilizara aquel cuaderno y que lo hiciera usando su roller.
La intensidad de su presencia se hacía casi extenuante, medio año después, cuando yo todavía no sabía si el duelo había comenzado, ya estaba avanzado o iba a cometer el error de abortarlo, como hizo ella con el de sus padres, arrastrándolo tras de sí durante toda su vida como unas sonoras y pesadas cadenas.
Había escuchado mil veces la historia de mi nombre y aún me emocionaba cuando lo veía manuscrito por ella. Shakespeare, cuando escribió La tempestad, llamó Miranda a la hija de Próspero, un hechicero exiliado desde Milán a una isla. Mamá se sentía tan sola cuando yo nací en Guatemala que le pidió a mi padre que me pusieran ese nombre. Ella, en su «exilio», con su hija y los libros. A papá le pareció bien, sin preguntar por qué. Él se llamaba Ciro y su madre Silvana. Era consciente de que los nombres diferentes pueden llegar a ser impopulares cuando eres un niño, pero siempre te distinguen del resto, que es su verdadera función.
Pasé la hoja, intuyendo que habría algo más. Ella nunca hacía algo a lo que no le pegara tener banda sonora. Quizás por eso me convertí en letrista. Como era de esperar, a vuelta de página, otro misil directo al corazón.
Mimí:
Por fin has llegado hasta aquí. Viví plácidamente hasta cumplir setenta y dos años sin saber qué era el mediastino. Resulta que, durante toda mi vida, había servido para que nada se descoloque dentro de una. Era ajena a su existencia, porque todo iba bien. De repente, ese algo desconocido se descompone y todo se precipita hacia el abismo.
Quiero que la muerte me encuentre en paz conmigo y con quienes me importáis. Y por ello comencé a preparar nuestro último viaje juntas. Esta es una aventura que tendrás que vivir conmigo y, a la vez, sin mí. Llorarás, pero disfrutarás. Y sentirás el diseño de mi eternidad. No es una forma cursi de hablarte. Vas a protagonizar mi forma de trascender. Solo te pido que lo hagas con solemnidad y con la certeza de que vas a transitar por una época que marcará tu existencia.
Te pido, te ruego y te imploro que todo lo tomes en serio. Que cada experiencia de esta travesía te sirva para vivir el resto de tu vida satisfecha contigo misma y consciente de la libertad de tus decisiones.