El gimnasio al que acudo regularmente (o, al menos, eso intento) dispone de dos zonas separadas entre sí, una para hombres y la otra para mujeres. Ellos van más por libre y suelen entrenarse de manera individual, pero muchas de nosotras asistimos a las clases colectivas que se celebran varias veces al día en una sala rodeada de espejos y cristaleras.
Esas clases tienen nombres explosivos, como si lo que anunciaran fueran sesiones de música tecno en una discoteca de Ibiza: dance fusión, power fit, body flow… Supongo que la denominación tan rebuscada es una manera de engañar a las vagas como yo, que no soportaríamos la tristeza de tener que apuntarnos a una hora de “pesas y abdominales” sin más. De la misma manera que en vez de comprarnos las mallas en Decathlon las adquirimos en la tienda online de Born Living Yoga, porque ya se sabe que tener ropa de deporte bonita es un truco básico para automotivarse.
Un gimnasio, como una peluquería, es uno de los lugares más eficaces del mundo para radiografiar a las mujeres. Las hay que, entre plancha y plancha, cuentan sus separaciones o embarazos, y las hay que no sueltan prenda sobre su vida personal; las que siempre llegan tarde y las que se adelantan para poder extender su colchoneta justo al lado de la profesora; las que cierran los ojos cuando hay que hacer un esfuerzo extra y las que no se pierden detalle de lo que ocurre a su alrededor.
Y luego están las estoicas, las que nunca se quejan, por más que la monitora se ponga en plan Teniente O’Neil. Yo –que desde luego no pertenezco al grupo de las que cierran los ojos y además me quejo más que nadie– he observado que las esforzadas son las que sobrepasan los 60. Es que no falla: ahí estamos las treintañeras y cuarentañeras diciendo que no, que una repetición de abdominales más no, por favor, mientras nuestras compañeras de más edad aguantan el tirón sin abrir la boca.
Quizá es que ellas están hechas de otra pasta. O mejor argumentaremos que las mujeres que no se quejan en el gimnasio están siempre dispuestas a estirar un poco más, a coger un poco más de peso, porque lo que las ha llevado allí es algo con mayor relevancia que una estúpida operación bikini.
El otro día le pregunté a una de mis compañeras de más edad, una mujer elegante y educada que a menudo se hace dos clases seguidas, cómo se las arreglaba para estar tan en forma, porque he observado que cuando yo dejo de levantar la pierna ella sigue y sigue y sigue… “¿En forma? No te imaginas lo que me duele cada movimiento, sufro muchísimo… pero después de haber pasado por dos procesos de cáncer necesito hacer ejercicio para curar mi cuerpo, no me queda otra”, me dijo. Y a mí me entraron ganas de golpearme con la mancuerna en la cabeza por haberle hecho un comentario tan inoportuno.
Mi amiga Cristina Mitre, creadora de un exitoso pódcast sobre vida saludable que lleva su nombre, suele defender que todas deberíamos hacer ejercicios de fuerza por una razón muy simple: para que, cuando seamos mayores, podamos subir la maleta al compartimento superior del avión sin ayuda de nadie.
No cabe duda de que es un objetivo mucho más rentable a largo plazo que el de la influencer Kim Kardashian, acaso el personaje más tóxico de la cultura popular de nuestros días, de quien cuentan que se marcó el reto de perder siete kilos en tres semanas para poder enfundarse un vestido de Marilyn Monroe para la gala del MET (y, total, al final parece que se le quedó medio culo fuera: las prótesis no entienden de dietas).
La cantante Rosalía, por su parte, ha tomado otro atajo igualmente peligroso, que es el de meterse en una sauna cubierta de plásticos para sudar lo máximo posible y así perder líquido (que no grasa), según el testimonio fotográfico que ella misma ha dejado en su cuenta de Instagram.
Pero, vamos a ver, tampoco las lapidemos. Aunque no a esos niveles, ¿quién no ha cometido alguna tontería para caber en una prenda de ropa de la que se había encaprichado? Me recuerdo a mí misma, con 20 años, tumbada en la cama para poder abrocharme unos Levi's de color blanco que me impedían respirar. Supongo que esas cosas se pasan con la edad, y algún día hasta Kim y Rosalía se reirán de la operación biquini y sólo aspirarán a que sus asistentes dejen de subirles las maletas al compartimento superior del avión.