Hoy es verano y me despierto alucinada. Mi almohada se ha inundado de pájaros bellísimos y me parece ser uno de ellos en este tiempo líquido donde ha quedado diluida la línea entre vigilia y sueño frágil.
En verano no hay prisa por vivir, sino por ser verano. En verano parece no haber futuro incierto, sino presente en ebullición. Hay un aquí y ahora que estalla, en verano, al que persigo durante todo el año como una niña en bicicleta cuesta abajo. Un presente de luz que me estremece, me retrotrae a la infancia y a la juventud, a la sal en la comisura de los labios y a la limpieza de esos días azules que nunca acaban.
Pero hoy es hoy y yo, en el verano del año 2022, tengo 54 años, más tiempo por detrás que por delante; quizá sea la edad o el calor o ambas cosas mezcladas en mi almohada inundada de pájaros, lo que me impulsa a valorar más este verano que hoy empieza como algo realmente único y precioso, a pesar, o precisamente por eso, de la gravedad del tiempo histórico que estamos viviendo. ¿Será este mi último verano o el primero de una vida más dura, más cara, más sangrienta y menos deseada?
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En la habitación contigua a la mía está mi hijo, un bellezón de 18 años recién estrenados que duerme como un bebé y sueña como un hombre. Un hombre libre en un país sin guerra a tan solo 3.693'2 kilómetros de distancia de otro país, Ucrania, en el que libran cruentas batallas los jóvenes que también acaban de cumplir 18 años, que a la misma hora y en el mismo siglo en el que él duerme, cumplen la efeméride trágica de haber llegado a los 18 + 100, 118 días en el campo de batalla.
Mi hijo podrá hacer una carrera universitaria al final del verano, uno de los más hermosos y plenos de su vida, en un país donde salir de fiesta en lugar de salir huyendo para atravesar una frontera es, todavía, algo normal y cotidiano. Tan normal y cotidiano como encender la televisión y ver cuerpos muertos y edificios en llamas y no preocuparse, ni conmoverse, ni romper a llorar, ni dejar a medias el postre dulce en el plato tranquilo. ¿Nos hemos acostumbrado?
Yo lo miro dormir, a mi único hijo, y solo pienso: hoy es 21 de junio, el día más largo del año en el hemisferio septentrional, hoy el sol alcanzará su máxima declinación proyectando su luz sobre la máxima latitud geográfica de la tierra, hoy empieza una estación cálida de lunas anaranjadas y patos salvajes atravesando el cielo sin tormenta. Hoy es el primer día del resto de su vida y de la mía, y del resto de la vida de todos los que no hemos perdido la vida, todavía.
¿Debemos celebrarlo? Sinceramente, creo que sí. Podríamos recoger agua marina en un recipiente, guardar en él algo personal y dejarlo dormir bajo una higuera, como en Grecia; podríamos dejar guirnaldas en el río y saltar la hoguera cogidos de la mano como hacen en Europa del Este, ¿en Ucrania? O comer noodles y bailar como si estuviéramos en China.
"El pan huele a solsticio vernal recién sacado del horno del hemisferio norte"
Pero no todos tienen -tenemos- por delante una vida con los mismos restos. En la mía quedan restos de bosques calcinados y los restos imborrables de todas las mujeres que han sido asesinadas.
Tal y como se afirma en la revista científica Science of the Total Environmet, por cada grado que sube por encima de los 34 grados de temperatura, los feminicidios aumentan un 28,8% respecto al resto del año, las denuncias aumentan un 1,7%, el riesgo crece un 40% y las llamadas al 016 se incrementan un 1,43% según indican expertas en violencia de género, especialistas en epidemiología y psicólogos de la Policía y Guardia Civil. ¿El verano mata? No señores, no, lo que mata es el machismo y el patriarcado, pero en verano más.
También quedan en mí, restos sagrados de mujeres a las que leo en verano y restos de poemas rotos y también restos de plumas de altos vuelos que ya no me importan ni pretendo. Y restos vivos de playas con tortugas y por supuesto, restos de amigos que se fueron para siempre y de amores veraniegos que parecían eternos.
Hoy es verano y me despierto alucinada. Salgo a la calle a comprar pan para el desayuno. En las manos de la dependienta que envuelve la barra en un papel limpio y perfumado, quedan los restos tristes de la pandemia y los arañazos de la crisis energética, el precio desorbitado de la luz y de la gasolina -¡podría llegar a los 3 euros el litro!-.
Y del trigo, cuyo coste subirá aún más, no solo por la guerra de Ucrania, sino debido a la decisión de la India de cerrar el grifo a las exportaciones del rubio cereal con el que se ha elaborado la barra -por la que antes pagaba 0,80 y hoy he pagado 1,20 euros- que la dependienta me entrega con una sonrisa inmensa atravesándole las cicatrices.
El pan huele a solsticio vernal recién sacado del horno del hemisferio norte.
Despierto a mi hijo: amor, ya es verano. Somos unos privilegiados. Levántate. No es posible vivir con los ojos cerrados. Intentar ser feliz es una estupidez con tintes publicitarios a la que nos impulsan cada verano, ya lo sabemos ¿o no? Entonces abramos los abrazos y apuremos despacio el resto de este día sin que nada de lo que seamos o hagamos nos reste un ápice de ternura para con los otros, tan necesaria en estos tiempos de temblor. No hay nada que perder, si todo está perdido no perdamos las ganas de vivir apasionadamente la estación del año que hoy avanza inundándonos de pájaros la almohada.
Feliz verano, leonas y leones.