La hija de Altagracia Pérez es superviviente de violencia sexual en el departamento de Madriz, en Nicaragua. Su tío político abusó de ella de pequeña, pero hasta hace poco no había sido capaz de contárselo a nadie. Durante años, vivió un verdadero infierno en la tierra sola; un dolor que había vivido en completo silencio.
Y cuando una llega a tal extremo, “no duerme, no le dan ganas de bañarse, ni de comer”, relata Pérez. Incluso piensa en suicidarse, en “dejar de existir para no sufrir”.
Cuando su hija confesó lo que le había ocurrido fue "desgarrador". El agresor, sin embargo, lo negó todo. Pero Pérez creía sin miramientos a su hija. “Era una persona que parecía confiable, era muy comunicativo. Por eso, ahora ya no acepto regalos de nadie, porque él siempre venía y me regalaba cosas”, cuenta.
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Su historia es sólo una entre las de millones de personas que sufren violencia física o psicológica por el simple hecho de ser mujeres. Las estimaciones de mujeres que sufren violencia machista en el mundo son estremecedoras. Según calcula la Organización Mundial de la Salud (OMS), 1 de cada 3 mujeres de 15 años o más han experimentado violencia física, sexual o ambas al menos una vez en su vida.
La lista de datos resulta escalofriante e interminable: el 7% de las mujeres a nivel mundial han sido agredidas sexualmente por alguien que no sea su pareja; el 38% de los asesinatos de mujeres son perpetrados por una pareja íntima; 200 millones de mujeres han sufrido mutilación genial femenina…
Esta violencia de género sistemática no sólo resulta devastadora para las supervivientes y sus familias: el coste social y económico supone también un varapalo para las arcas públicas. En algunos países, según calcula el Banco Mundial, la violencia contra las mujeres cuesta hasta el 3,7% de su PIB nacional, más del doble del presupuesto que destina la mayoría de los gobiernos a educación.
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Las leyes, el primer escudo
La legislación nacional suele ser el primer escudo para las víctimas de violencia de género y, en este aspecto, hay una luz al final del túnel en la mayor parte del mundo. Según un informe del Banco Mundial de 2020, al menos 155 países han aprobado leyes sobre violencia doméstica.
Sin embargo, otro gallo canta cuando vamos a la aplicación. Muchas mujeres y niñas aún ven limitado su acceso a la justicia y, en muchas ocasiones, cuesta horrores hacer cumplir estas leyes. Perú es ejemplo de ello, donde existen normativas para proteger a las mujeres, pero el sistema no funciona con la rapidez suficiente.
“En general, a nivel mundial, no es fácil denunciar, pero en el caso de países como Perú hay mucha burocracia, el sistema es muy lento”, explica Marisu Palacios Trigo, psicóloga comunitaria peruana especialista en Estudios de género y asesora nacional de género de la Fundación Ayuda en Acción.
El país andino tiene una de las tasas más altas de violencia de género del mundo. Según los datos oficiales nacionales, 7 de cada 10 mujeres adultas han sido víctima de violencia psicológica, física o sexual en algún momento de su vida.
Y cuando tienen que echar mano del sistema, en muchas ocasiones, arguye Palacios, “los funcionarios o las autoridades, que son quienes recogen las denuncias, no están bien preparados y suelen revictimizar, minimizar la denuncia o directamente culpar a las mujeres”. En octubre de 2022 ya se habían registrado 131 feminicidios en todo el país.
Otro problema adicional que se encuentran las mujeres peruanas es que muchas comunidades se encuentran muy lejos de los centros de denuncias. Y si encima "sienten que no van a recibir ayuda", que no las van a tratar bien o no van a aceptar su denuncia. “No sabemos bien si estas cifras realmente evidencian o visibilizan la magnitud de violencia que sufren las mujeres”, expresa la psicóloga.
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Algo similar ocurre en Bolivia, uno de los países más desiguales, en los que la violencia machista parece, vistos los datos, campar casi a sus anchas: según UNICEF, 7,5 de cada 10 mujeres bolivianas han sufrido algún tipo de violencia a lo largo de su vida. Además, alrededor de 100 mujeres sufren feminicidio en el país sudamericano.
"Ninguna mujer en Bolivia va a decir que no ha vivido violencia", sentencia Gladys Bolívar Baltazar, promotora comunitaria boliviana y fundadora del Club de Madres Barrial, un grupo local que ayuda a otras mujeres a formarse y conocer sus derechos. Ella es uno de los ejemplos de mujeres líderes en su país natal, que lucha, por su cuenta y riesgo, contra la violencia machista.
Bolívar explica que en Bolivia las promotoras comunitarias son, como ella, mujeres supervivientes que acompañan a sus "hermanas" víctimas de violencia machista en todo el proceso de denuncia y recuperación. Lo hacen, cuenta, sin recursos oficiales, a pesar de que su labor consiste en que la ley para garantizar a las mujeres una vida libre de violencia (Ley 348) se implemente a efectos reales.
Tanto Bolívar como su compañera Toribia Flores Willca, también promotora comunitaria en Bolivia y líder indígena aymara, denuncian que la ley existe, pero que no se implementa. Y es que, arguyen, a las autoridades gubernamentales "no les interesa".
Violencia machista en la política
Sobre esto, Flores sabe de lo que habla. Ella fue subalcaldesa del distrito indígena originario Camata Tipuhuaya del Municipio de Ayata y concejala del municipio de Ayata, provincia Muñecas, en Bolivia. En su puesto de representación pública, cuenta, sufrió violencia verbal y psicológica.
La violencia política, explica, está a la orden del día para las mujeres que intentan "ocupar espacios tradicionalmente reservados a los varones". La suya es una historia de acoso que le causó secuelas en su salud mental. Pero también es un relato de supervivencia, constancia y tenacidad.
Flores no desistió y demostró que el lugar de las mujeres –especialmente las indígenas originarias– también está en la vida pública y política. Para las dos activistas bolivianas, no hay mayor lucha contra el patriarcado que los actos de rebeldía. Y no hay mayor acto de rebeldía para una mujer en su país que ocupar un espacio visibile en la vida política.
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A algunas, incluso, les ha costado su integridad física. Flores recuerda la agresión sufrida por su compañera política, Patricia Arce, alcaldesa de Vinto, en el departamento de Cochabamba, miembro del Movimiento al Socialismo (MAS), el partido liderado por Evo Morales.
En 2019, tras las elecciones, una turba de manifestantes antigubernamentales sacó a la edil a la calle, la arrastró por el asfalto, la golpó con saña, la embadurnó con pintura roja y le cortó el pelo. Cuatro horas estuvo retenida Arce hasta que la policía la rescató.
Bolívar es rotunda y tiene claro el problema: "Los varones no aceptan que una mujer pueda tomar sus decisiones". Y mucho menos, añade Flores, que tome decisiones por su comunidad.
Sin embargo, una vez más, la batalla judicial y política para acabar contra las violencias machistas no es lo suficientemente rápida.
Por eso, Massiel Serrano sufrió el peor de los destinos por la falta de rapidez por parte de las autoridades. Su pareja la pegaba con frecuencia y un día su hermana Daykel la convenció para denunciar. Tras poner la denuncia, se dirigieron a medicina legal y un forense valoró los golpes.
Después tuvo que regresar a la comisaría para la valoración. “Lamentablemente, cayó en Semana Santa y la psicóloga no nos pudo atender porque había sufrido un asalto y andaba con los nervios a flor de piel. Entonces nos dijeron que nos esperásemos al lunes de pascua”, cuenta Daykel.
Fue demasiado tarde, su pareja y la madre de este terminaron por convencerla para volver a la casa de los horrores. El 19 de julio de ese mismo año, 2013, Massiel Serrano fue asesinada por Luis Andis Rivas, en Batahola Norte (Nicaragua) de un disparo en la cabeza.
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Dar voz al silencio
En países como Perú, explica Palacios, la problemática de la violencia sigue viéndose como del ámbito privado y no como algo social. “Está normalizada y esto tiende a invisibilizar. Además, la crianza es muy estereotipada y eso se va reforzando a través de otros niveles como los educativos o los sociales”, añade.
La desigual distribución de las tareas del hogar puede, además, legitimar esta tendencia. En el caso de Perú, en el 82% de los hogares son las mujeres las que asumen la mayor cantidad de las tareas.
“Esto hace que las mujeres tengan menor autonomía económica y menos tiempo para profesionalizarse y desarrollarse integralmente. Es un círculo que termina redundando en violencia y no permite que las cosas cambien”, explica la psicóloga.
Flores cuenta que algo similar sucede en Bolivia. Es una batalla constante, explica, contra las tradiciones que, matice, crearon hace siglos hombre. Para hacer frente a la violencia, dice, lo mejor es seguir una máxima: "Agarremos la escoba y pongámonos a barrer la violencia". Así, sólo así, asegura, se podrán reclamar espacios como propios y conseguir independencia.
Precisamente para ello, Altagracia Pérez, ahora convertida en una líder de su comunidad de San Lucas (Nicaragua) en la lucha contra la violencia de género, ha decidido enseñar la importancia de denunciar. Para ella, muchas mujeres “no pueden abrir la boca, ni siquiera decir ‘me está pasando esto’”.
Abrir sus sentimientos y sus experiencias, sobre todo a la familia, puede ser una salida del laberinto. “Esas mujeres [víctimas de violencia] deben buscar ayuda de la familia. Muchas veces no se lo cuentan a la familia y tienen que contárselo para que las ayuden y las apoyen”, defiende Eva María Benavides, madre de Massiel Serrano.
Salir del círculo de violencia, no obstante, no siempre es un trabajo sencillo. “Llega un momento en el que el agresor te tiene tan amenazada que te estás creyendo todo. Te golpean y al momento te dicen te quiero”, señala Daykel, hermana de Massiel.
Pero dar voz al silencio y poner en manos de las víctimas las herramientas correctas para huir de su infierno, puede evitar casos tan trágicos como el de su hermana. Porque tal y como cuenta: “El que te ama no te va a dar un golpe, no te va a humillar. Y mucho menos te va a quitar tu vida”.
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