Soy Alejandra, nací en Palma de Mallorca un trece de febrero y llegué al mundo un mes antes de lo que me tocaba. A raíz de publicar Una madre, mi segunda novela, se repite la duda de por qué me interesan las familias.
[Claudia Piñeiro: “Cumples como madre porque la sociedad te obliga”]
No es tan raro que exista esa duda si tenemos en cuenta que la anterior se titula Una familia normal. A veces cuento que tengo cinco hermanas de tres mujeres diferentes y entonces nos reímos, hacemos como que entendemos esa obsesión por la familia, pero sinceramente no sé si viene de ahí.
Solo sé que me llama la atención lo que sucede en ellas, observar cómo funcionan los roles y las conductas, las normas, los silencios, los conflictos, los secretos y la culpa; también le doy vueltas a la identidad que construimos tanto dentro como fuera de la familia y me obsesiona lo que somos capaces de hacer por formar parte de lo que un día fue una familia normal, común, tradicional.
Siento la necesidad de narrar de una forma u otra las preguntas que me hago. No tengo respuestas. No creo que lo haga para encontrarlas. Lo hago porque escribir sobre las dudas que se me amontonan me ayuda a sentir menos presión en las costillas.
Escribí Una madre con la idea de responder a esta pregunta: ¿tendría la generosidad de cuidar y acompañar a mis padres en su vejez si no me hubieran cuidado como lo han hecho? A partir de ahí empecé a hacerme preguntas y a buscar diferentes escenarios que pudieran ayudarme a entender qué hubiera hecho en esa circunstancia.
Te pongo en situación. Tienes siete años y tu madre te deja en casa de tus abuelos una tarde cualquiera. Supongo que esperarías su vuelta. Lo harías, quizá, como lo hizo Bruna, la protagonista de esta historia, que esperó durante años.
Al principio lo harías sin preocupación y con esa inocencia pura que rodea los siete años de cualquier niño pero, poco a poco, cuando pasaran horas, días, meses y las preguntas y los miedos empezaran a acechar tus noches —todas ellas— y tus pensamientos, esa paciencia se transformaría en enfado, rabia y rencor.
Si te hubieras pasado la mayor parte de tu vida a la espera, impaciente, cargando con el peso de su ausencia, con el anhelo de las rutinas más sencillas como una cena, que te recojan en el colegio o, incluso, que te regañen por no lavarte los dientes, es probable —quién sabe— que pudieras empatizar con la sensación que tiene Bruna ahora que acaba de ser madre, ahora que las preguntas se le amontonan por todas partes.
Aunque a lo mejor si tus padres no te dejaron nunca, estuvieron a tu lado y sí tuviste todo aquello que Bruna quiso y no tuvo, también puedas empatizar con ella. Para eso están los libros, ¿no? Para investigar historias distintas, ponerte en el papel de otros, intentar comprender las diferentes perspectivas de la vida, hacerte preguntas, buscar respuestas.
No sé si lograrás ponerte en el lugar de Bruna, la protagonista de Una madre, pero déjame que te cuente que después de todos esos años anhelando el regreso de su propia madre, en el preciso instante en el que está intentando encontrar su lugar en esa nueva vida, recibe una llamada de un hospital porque su madre necesita ayuda.
Esto provoca que deje la vida que ha construido en París, se adentre en el pueblo en el que nació —al que nunca ha vuelto— y se encuentre con dos personas a su cargo. Bruna se enfrenta a momentos de soledad y desamparo en los que siente que no está a la altura ni como madre ni como hija.
Las dudas y los fantasmas del pasado conviven con ella por todos los rincones de una casa que no considera su hogar y de un pueblo aislado que puede resultar una condena o una salvación.
Hace tiempo que me planteo la importancia de los cuidados, esa responsabilidad intrínseca que se nos pega al cuerpo al nacer y la forma en la que se invierten los roles en un momento dado.
Supongo que hacerme esas preguntas me llevó a la historia de Bruna. Como hija —una hija con privilegios, con unos padres que me han dado todo— asumo esa parte como algo natural, orgánico, como lo que quiero y espero que sea, pero a la vez no he podido evitar preguntarme: ¿qué hubiera pasado si a mí no me hubieran cuidado así? ¿Somos tan generosos cuando no hemos recibido nada a cambio?
Empecé a escribir esta novela a partir de esta frase: yo no iba a cuidarte. No está en el inicio de la novela, pero sí está presente en la mente de Bruna que transita el rencor como puede y se pasa toda la historia intentando hacerse cargo de lo que conlleva ser hija y ser madre.
En este caso, tener la intención de negar los cuidados me pareció una forma de castigo, de penitencia, aunque uno no siempre hace lo que pretende hacer por más que el dolor lo inunde todo.
Quise aislar a Bruna y a su madre en un pueblo pequeño en el que casi no sucediera nada. Mi intención ha sido obligarlas a comunicarse, a contarse lo que se callan, y para ello puse empeño en que no tuvieran demasiadas distracciones ni la opción de interactuar con muchos personajes.
Lo decidí así porque creo que hay algo asfixiante o claustrofóbico en la idea de estar en un lugar con diferentes dimensiones y ritmos, en una casa que no es tuya y no conoces, pero que deberías conocer; en la idea de estar con una madre que sí es tuya, aunque no conoces, pero también deberías conocer; con un hijo al que estás conociendo en esta nueva vida que siempre has querido tener, pero con el que no consigues conectar.
En este viaje también hay una luz que entra en horizontal por las rendijas de las persianas y consigue iluminar el cisne de vidrio en el que rebota para dibujar un halo de luz que se queda flotando en el salón de una casa que puede —o no— ser un hogar en el que sentarse a cenar cada noche.
Encontrarás a una madre y a una hija que hacen lo posible para entenderse y aceptarse, a dos mujeres con los anhelos más primarios y puede que sí estés delante de algunas de las sombras de la maternidad, pero también verás de frente el amor inmenso que puede darse entre madres e hijos.