A escasos 15 kilómetros de la ciudad de Valencia todo lo que se presenta ante los ojos es un escenario postapocalíptico. Algunos municipios, como Torrent, parecen ya un lugar fantasma. Sin embargo otros, como Picanya, son un hervidero de gente. La cola para adentrarse tan siquiera al polígono es infinita debido a los ríos de gente llegan de todas partes.
Aún así, entre la multitud, llaman la atención ellas. "¿No quieres un bocadillo?", pregunta Paqui a todo el que pasa enfrente del que hace tan sólo unos días era el negocio de su vida, y que hoy está reducido a ruinas. Ella, junto a su madre, ha montado un pequeño puesto de avituallamiento en el portal de lo que queda de su casa, donde ofrecen café, bocadillos, embutido y zumos para todo aquel que lo precise.
El hedor del barro se mezcla en las fosas nasales con el olor a pan recién tostado de los sándwiches que acaban de salir de la 'cocina' en un pueblo que, aunque se presente destrozado, ya huele a "resiliencia". "Pasas un par de días en shock, pero ya no te queda nada más que aceptar la situación", dice sonriente Amparo, una vecina de la calle paralela, a pesar de que a sus 85 años acaba de perder su casa.
A Guille, por el contrario, aún se le quiebra la voz al recordarlo. Está viva de milagro, al igual que el resto de su familia. Pero no ha tardado ni un día en ponerse manos a la obra y acudir, enfundada en botas de agua, a ayudar en el lodazal.
Carol y Aster, en cambio, se quedan siempre tras los muros del colegio donde trabajan, sacando adelante un menú de 1.500 raciones diarias y gestionando con el resto de voluntarios y voluntarias una especie de 'punto de encuentro' donde desemboca "una cantidad ingente" de donativos de una España volcada con sus compatriotas.
Unas lo han perdido todo. Otras dicen haber tenido suerte. Pero todas tienen algo en común. Cada una a su manera, se han convertido en las 'guardianas' entre el barro de Picanya. Un grupo de mujeres cuyas vidas se han detenido de manera drástica, pero que ahora solo tienen una misión, la de "salvar al pueblo". Porque algunas, su casa ya no pueden "traerla de vuelta".
"Sin dinero, no podré volver a abrir"
El MoMa no era un restaurante cualquiera. Se trataba de uno de los negocios de referencia en Picanya, pero de él tan solo quedan los muros. Paqui, su propietaria, se lamenta al mostrar la marca que dejó el agua en las paredes una vez que sobrepasó los tres metros.
A sus 51 años no sabe qué hacer, ni si le augura un futuro a un nuevo MoMa. "Si no nos dan dinero, algún tipo de ayudas, dudo mucho que vaya a poder abrir. Pero ni yo ni nadie del pueblo", admite. Sus ojos se clavan incisivos en lo que llaman 'el barranco', que se encuentra frente a su local. Donde antes había un puente ahora ya no hay nada y, al otro lado del río, tan solo casas convertidas en ruinas.
"Al menos yo he conservado los cimientos", se consuela en voz baja. Junto a ella su madre, de 76 años, ofreciendo víveres sin parar a todo el que pasa. Y esa es su manera de ayudar. A escasos metros se encuentran sus nietos, sobrinos e hijos, "faenando y achicando agua como pueden" en viviendas colindantes. "Y cuando necesitan parar, aquí estoy yo", cuenta Paqui, que comparte nombre con su hija.
En ese preciso momento, una furgoneta de voluntarios aparca frente a su puerta. "¿Necesitáis comida?". "¡No! De eso nos sobra", exclama. "Mejor agua embotellada". Es tanta la ayuda que llega desde fuera, que ya ven hasta desbordados sus hogares de víveres. Así que, entre lo que ya tenían y lo que les llega, montan un pequeño puesto para dárselo "a todos los que gastan tanto esfuerzo".
Un colegio campamento
La última vez que Carol y Aster impartieron clase en el colegio Ausiàs March, aún tenía mesas y pupitres. Hoy, devastado por la DANA, es el punto de encuentro para cientos de voluntarios y voluntarias que ofrecen sus servicios a diario. Ahora, Carol y Aster forman parte de esa comitiva.
Con tono enérgico ante el bullicio que se monta en el trasiego de los encargados en sacar los platos, Carol cuenta en un pedazo de cartón arrancado las comandas que ya se han servido y las que faltan por servir. Frente a ella, Aster escucha atentamente para que no se le escape nada. Siguen trabajando en el mismo sitio, pero ya no de la misma manera.
El colegio se ha convertido en campamento, y ya no son profesoras, si no comandantes de un barco que, esperan, en breve salga a flote. Su jornada es igual o más larga, pero mucho más intensa. "Hay días que estoy desde las ocho de la mañana y me voy a las cuatro, las cinco... depende", dice Carol. "O hay días que no vengo porque decido estar con mis hijos".
No solo es voluntaria o profesora. También es mujer y madre, y no quiere perder el norte no haciéndose cargo de los suyos. "Aunque mis hijos lo llevan bien después de haber pasado también por la pandemia, sé que no les resulta agradable no salir de casa. Pero es que prefiero que no salgan", sentencia.
Sus hijos también son alumnos, así como los cientos con los que aún no han podido contactar porque se encuentran incomunicados "al otro lado del río". Sin alumnos, sin mobiliario escolar y con un pueblo que aún está lejos de volver a la normalidad, las clases se han detenido, sin fecha aún de retomarse.
Aún así, desde el centro, están elaborando 'un plan' para que los más vulnerables sigan, poco a poco, con su vida estudiantil. "En el centro tenemos alumnos con capacidades especiales, y estamos viendo si les podemos hacer llegar algún tipo de material para que sigan practicando y sigan estimulándose fuera del centro", explica Carol. Aunque aún no sepan cómo hacerlo.
Joana no va al trabajo
Joana tiene 39 años. Trabaja en Valencia, pero es que, aunque quisiera, tampoco podría ir. "Fíjate como está todo, esto es intransitable, ¿cómo voy a ir a ningún lado?", exclama. Junto a ella, su pequeña hija Laia, de 8 años. "Hoy es su primer día", cuenta Joana. Y es que Laia no salía a la calle desde el pasado miércoles. "Para lo que tiene que ver aquí, mejor que no vea nada".
Su día a día ha cambiado mucho en un abrir y cerrar de ojos, pero ya asume como suya la tarea de acompañar a su madre a por comida a un punto de recogida de donaciones. Aunque solo sea por un día. Y mientras está en casa, la observa desde la ventana viendo cómo de manera enérgica limpia la acera de la calle con palas y cepillos.
"Es lo que nos queda. Limpiar, trabajar y ayudar en lo que se pueda a los vecinos de Picanya. Si yo he tenido suerte y he podido conservar mi casa intacta, quiero que otros también la tengan, y mis días ahora se basan en contribuir a ello", explica Joana mientras recoge un cucurucho de chuches que una voluntaria ha sacado para Laia.
No saben hasta cuando, pero su realidad pinta a ser esta durante un poco más de tiempo. Mientras tanto, Joana, Paqui, Carol, Aster o, porqué no, la pequeña Laia, seguirán siendo las 'guardianas' entre el barro de Picanya, entregadas para seguir sacando adelante su pueblo.