"Dicen por ahí que está usted a punto de abrir una librería. Eso significa que no le importa enfrentarse a cosas inverosímiles". La frase es de La librería, de Penélope Fitzgerald. La protagonista de esta novela, Florence, tiene poco que ver con Guillermina Spiekermann, Guille, para los amigos. Que una de sus hijas se llama casi como la protagonista del libro, Flor. Que no le importa enfrentarse a cosas inverosímiles.
Guille nació hace 49 años en Ciudad de Santa Fe (Argentina) y lo inverosímil forma parte de su vida casi desde el principio. El mismo novio, Lalo, desde los 15 años; la valentía de dejarlo todo y arrancar de nuevo en otro país; el tesón de mantener unida a la familia más allá de que por medio se interponga un océano; la capacidad de que el amor sea el pegamento de tres hijos, cuatro nietos, 10.000 kilómetros hasta que se convirtieron en nada para poder estar juntos. El coraje de invertirlo todo en un trabajo que fuera negocio y que también fuera hogar, para propios y ajenos. Era claro, una librería.
Se llamaba Passarella, como el puente que une las dos partes de un pueblo dividido por un barranco que habitualmente está seco, pero que la tarde del 29 de octubre bajó lleno de agua, barro, troncos, coches y trozos de hormigón de casas. Es una librería. Aunque desde ese día no tenga nada más que ventanas sin cristales, marcos sin puertas, polvo en el suelo y Mafalda en la pared dando la bienvenida, mientras lee un libro.
Muy cerca del Poyo
La penúltima tarde de ese mes de octubre, que nunca olvidaremos, Guille decidió no abrir. Anunciaban fuertes lluvias, que no se produjeron en la zona, y la tienda estaba demasiado cerca del barranco del Poyo. Estaban en casa, a salvo –o eso creían– cuando el agua empezó su invasión y se lo llevó todo a su paso. Enseres, muebles, y, de no ser por la pericia de un vecino, también sus vidas. "O salimos de aquí, o aquí morimos", le dijo su hija. Y se dejaron arrastrar por el agua hacia la casa de un vecino, Juan, que les esperaba con una manguera para que se agarraran a ella. Salvaron la vida. Flor, Lalo, Guille y una vecina, Guadalupe, que se refugió con ellos.
Con las primeras luces del alba, regresaron a la casa en busca de sus mascotas, dos gatos que no habían podido llevar con ellos y que, afortunadamente, estaban a salvo.
Después fueron a comprobar el estado de su librería. "Los vecinos nos consolaban mientras nos contaban cómo el agua fue sacando todo lo que había dentro", cuenta Guille. En unas horas, lo habían perdido todo, como casi la mayoría en esta zona. Casa. Coche. Negocio. Les quedaba la vida.
Para esa cosa inverosímil, nadie estaba preparado. Para superarla, sí. Por eso esa librería se sigue llamando Passarella. Porque Guille, Lalo, Nico, desde el principio, tuvieron claro otra de las frases de la obra de Fitzgerald: el coraje y la perseverancia son inútiles si no se ponen a prueba.
Una idea loca
La primera vez que quien escribe este reportaje pudo contactar con Guille fue ese mismo miércoles. Desde la noche anterior sabía que ya no había Passarella, y conocía que la zona en la que vivían era una de las más afectadas de la localidad, pero los teléfonos no funcionaban. Hasta que a las 15.30 horas del día 30 conseguí hacerle llegar un mensaje de texto: "Ay, mi Guille. ¿Cómo estáis?". Horas más tarde, ella me contestó: "Destrozada. Perdí todo. La casa y la tienda".
La comunicación desde ese momento ha sido constante, a la orden de lo que pudieran necesitar. Cómo no. Cómo no hacerlo. Cómo no recordar ese poema de Ben Clark que divide el mundo entre dos tipos de personas: los que están rotos y los que no. Y por este lado de la tierra, en lo que nosotros llamamos Planeta Barro, todos los estamos. Rotos. Unos, un poco. Otros, del todo.
Una mañana, recién amanecido el día, mientras paseaba a mi perro, pasé por la puerta de Passarella y al ver a Mafalda tuve una idea. Le escribí uno de nuestros habituales mensajes. "¿Estás disponible para una idea loca? Claro que sí", me contestó "para locuras estoy yo".
La locura era la siguiente: yo compraría ejemplares de La memoria infiel, contactaría con una amiga escritora, organizaríamos una presentación en esa librería vacía y usaríamos la literatura para construir esta ficción: durante unos minutos, unas horas, sería como si esa librería volviera a tener estanterías, mesas, material escolar, juguetes. Tendría lo más importante: libros, lectores, escritores y libreros.
¿Cómo lo haríamos, si ella no puede vender –tiene cese de actividad– y yo tampoco? Muy sencillo: regalaríamos el libro a quienes hiciesen una donación a la cuenta habilitada para la reconstrucción de Passarella.
"Deja que lo piense unos minutos", me escribió. Al segundo recibí otro mensaje. Sí. La maquinaria se puso en marcha. Hablé con Rosario Raro para que presentara el evento, y no solo dijo que sí, sino que ella –y su marido– también regalarían libros a cambio de donativos.
Guille y yo nos vimos al día siguiente en la librería vacía para grabar un vídeo e invitar al acto. "Nosotras llamamos literatura a lo que otros llaman magia, así que venid el día 6 para que hagamos magia entre todos y le demos vida a esta librería". Colgamos el video en redes. Y la magia se hizo.
Mucha gente pequeña
Dice Galeano que mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo. El 6 de diciembre fue Susana Fortes, en Picanya, quien recordó la frase: "Y salvar las librerías es una de esas cosas que cambian el mundo". Porque eso fue lo que pasó el viernes en el número once de la avenida Ricardo Capella de Picanya. Que la magia se hizo realidad, en forma de autores que donaron sus libros a través de llamadas a mi teléfono para ofrecerse a colaborar, y en forma de lectores que fueron a por ellos.
200 libros, de Cruz Sánchez de Lara, Rosario Raro, Susana Fortes, Laura Riñón, Javier Alandes, Mamen Monsoriu, Sonia Valiente, Juanjo Braulio, Jose García Pastor, Susana Gisbert, Joan Carles Martí, Fani Grande, Ester Vizcarra, Amparo Serrador, Clara Fuertes o Emilio Sáez Soro. También hubo escritores que, una vez en el acto, colocaron sus obras en la mesa de venta. No quedó ni un ejemplar. La presentación fue tan canónica que también hubo comida gracias a la aportación altruista de Bonmenjar y la organización logística de Aida Casanova, vecina, amiga y afectada por la DANA.
Y sobre todo, la solidaridad tomó el cuerpo de personas que, aun arrastrando sus propias pérdidas –materiales en muchos casos, humanas, en unos pocos– quisieron acercarse a Passarella para arrimar el hombro. Hubo quien vino de fuera. Quien llegó de lejos. Quien quiso donar aunque no estuviera presente. Así se consiguió recaudar 4.000 euros, aproximadamente.
Para colaborar en el crowfunding y salvar a la librería Passarella, puedes pinchar aquí.
Aún queda bastante por hacer, mucho dinero por conseguir. El crowfunding puesto en marcha por los dueños de Passarella persigue alcanzar los 30.000 € y, a pesar de los esfuerzos, aún no alcanza para pensar en abrir. Por economía, pero también por falta de medios. En ello estamos. Entre todos.
Quien salva una vida salva al universo, dice el Talmud. El viernes, en Picanya, colaborando con Passarella nos ayudamos todos. Nos salvamos todos. Porque la generosidad es un idioma que todo el mundo entiende.