La vida dejó de ser normal
La DANA en Valencia ha causado numerosos destrozos en toda la comunidad, pero también consigue que la gente saque lo mejor de sí.
Estaba sentada en esta misma silla en la que ahora escribo. Apenas llovía y yo corregía ejercicios de un par de alumnas de mi curso de escritura en Castellón. Debería haber estado dando la clase, pero anunciaban una DANA y me dio miedo conducir y que mis alumnos condujeran.
Mi marido me dijo que era una exagerada. Me llamó mi hija mayor, que preparaba un examen de griego en la biblioteca y salió fuera a tomar el aire. Me dijo que nunca había visto tanta agua en el barranco, y salimos a verlo. Pero le dijimos que era una exagerada.
Seguramente ese fue el último pensamiento de la vida de antes, de la vida en la que las cosas pequeñas tenían importancia desmedida, en la que el problema del día era preparar una cena que le pareciese bien a todo el mundo, escoger qué serie ver antes de dormir, que mi novela le gustase a los lectores.
Puse una olla con agua al fuego. Esa noche tocaba una receta que había visto en Instagram, nidos de coliflor. Fuimos con el perro, a ver cómo corría el agua por un barranco que siempre baja seco. Y ahí, la vida dejó de ser normal para siempre.
Lo que pasó ya lo sabe todo el mundo. Que el agua barrió casas, calles, pueblos enteros. Que derribó puentes, que arrasó con todo lo que se cruzaba a su paso: coches llenos de familias que iban o venían de comprar los disfraces de Halloween, o de gente que volvía de trabajar. Que los ancianos inválidos no llegaron a subir a los pisos más altos y no pudieron ponerse a salvo. Que aquí no llovió. Que nadie nos avisó. Que si nos avisaron, no nos dimos cuenta. Que muchos no pudieron salir de sus comercios porque los vehículos se amontonaron en las puertas, y les condenaron. Que hoy, que ahora, vamos ya por doscientos muertos que por desgracia, pronto sabremos que serán muchos más.
Pero no saben que de la casa de mi vecina Amparo, la Pastora, la que tenía gallinas y conejos con los que han jugado todos los críos del pueblo, sólo ha quedado un caqui en el suelo de la cocina y que va por la calle preguntándonos si a nosotros nos ha entrado mucha agua. Que Guille, mi librera, ha perdido la librería y el piso y da gracias por mantener la vida. Que mi amiga Anna quiere venir andando a ayudar, aunque han dicho que no venga nadie. Que Santos, que es amigo de mi hermano, no ha soltado la pala para quitar el barro de las calles ni cuando le han dicho que su madre es una de las fallecidas en el pueblo de al lado. Que mi hermano sacó casi en volandas de la calle a mi amiga Marcy, a la que yo había intentado ayudar para que pudiera salir de su casa.
Una película de terror
Todo el mundo sabe que vivimos en una zona de guerra, en una película de terror. En un espacio en el que las palabras no son suficientes para contener lo que intentan describir. Se quedan pobres, tristes, frías. Que por las mañanas las calles se llenan de voluntarios que sacan barros y enseres y reparten comida y preguntan cómo estás, necesitas algo. Que los muertos avanzan por minutos. Que el corazón bombea a otro ritmo, con la lentitud de la desolación.
Pero no saben que yo no he hecho ni una foto de las calles embarradas, de los coches arracimados unos encima de los otros, de las casas con las puertas abiertas de par en par, dejando entrever el vacío de la catástrofe. Que lo que quiero recordar, que lo que recuerdo todas las noches antes de dormir, es la mirada, el abrazo, del que está pasando por lo mismo que tú. Con ojos que han llorado lo mismo, por lo mismo. Por miedo. Y por alivio. Lo que pudo haber pasado. Lo que no pasó. Hemos perdido. Pero. Estamos vivos.
Porque yo, lo que quiero recordar, para siempre, para toda la vida, es que la vida entera cabe en ese instante en el que todo deja de ser normal.