A lo largo de la historia, Samarcanda ha sido reconocida como el "centro del universo", el "espejo del mundo", "la perla de Este" o la "joya del islam". Situada en el desierto oriental de Kyzylkum, Samarcanda se ha caído y se ha vuelto a levantar.
Asediada por los macedonios de Alejandro Magno, saqueada por las tropas de Gengis Khan, admirada por viajeros como Marco Polo e Ibn-Batutta, amada y deseada por escritoras como Anne Marie Schwarzenbach o Vita Sackville-West, la ciudad de las mil leyendas sobrevivió a los imperios rusos y comunistas. Y en la actualidad sigue evocando las historias de amor que conducen hasta ella como si un perfume mágico se apoderara del romanticismo que empaña las miradas del viajero y la viajera.
De Taskent a Urgench
Samarcanda es el rostro más conocido de Uzbekistán y el enclave más importante de la Ruta de la Seda. La ciudad fue la capital del Imperio Tamerlán y, en su antiguo corazón, se recoge el gran paraíso arquitectónico de su herencia. Llegar hasta ella adquiere un significado más poderoso que la visita en sí misma, pues, dependiendo de por donde empiece el itinerario la persona que quiera conocerla, le resultará más adusto el peregrinaje o más soportable el camino.
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Urgench enlaza los vuelos que aterrizan en la capital del país y acerca a los viajeros a Khiva, la otra gran ciudad monumental de las llanuras uzbekas. Para alcanzarla, una larga carretera de cuatro carriles muestra la mezcolanza soviético-musulmana que envuelve sus tierras.
Desde que el sol comienza a despuntar, mujeres y hombres de mediana edad ataviados con aperos de labranza trabajan en la cuneta replantando la vegetación que, a primera vista, parece que el adusto invierno se haya tragado. En sus rostros, apenas perceptibles por las ropas que los cubren, duermen miles de horas al sol y sus manos, tan grandes como las azadas que sostienen, machacan la tierra como si la siembra fuera para recoger su propia cosecha. Esta carretera es la primera imagen de un país que parece dormido y que solo despierta cuando la puerta oeste de la ciudad amuralla de Khiva se abre para las personas que quieran conocerla.
Khiva, la perla amurallada
Alojarse en un caravasar es volver a la antigüedad y sentir que, hospedado en la habitación de al lado, un antiguo comerciante descansa abrazado a su turbante. Estas antiguas edificaciones construidas alrededor del patio familiar surgieron en los principales caminos para que las caravanas de peregrinos, comerciantes o militares pudieran descansar y reponerse del largo viaje.
El exterior de la ciudad amurallada de Khiva está ambientando por una oficina de turismo caducada, un parque de atracciones popular y varios caravasares que hacen de la visita a Uzbekistán una interacción con el país única e inolvidable.
Atravesando la muralla de adobe y ladrillo una ciudad coqueta y bien reconstruida muestra las maravillas por la que es famosa la Ruta de la Seda. El minarete Kalta Minor y la Madraza Mukhadamin Khan, convertida ahora en el Orient Star Khiva Hotel, son la mejor carta de presentación de este lugar que, hasta 1865, fue el mayor mercado de esclavos de Asia Central.
Sin embargo, el resto de monumentos y callejuelas, como la mezquita Juma con 218 columnas de madera tallada o el Kunya Ark, una fortaleza dentro de otra fortaleza, son lugares increíbles que redoblan su belleza cuando la luz azul del atardecer se posa sobre ellos.
De Khiva a Bukhara en tren
Para llegar a Bukhara, un tren-cama invita a conocer las tradiciones locales entre las personas autóctonas del lugar. El vaivén de su movimiento va acorde con el rugido de su garganta que, durante el recorrido de siete horas, no deja de bramar atravesando la estepa rasa. La mitad de la arena del desierto dormita entre los pasillos del convoy mientras que la otra mitad está posada en el pelo, la piel y los sueños de las personas que, con cierta incertidumbre, desembarcan en una ciudad cuyas callejuelas son un laberinto de piadosas construcciones levantadas sin ostentación.
El centro histórico de Bukhara alardea de la cultura tayiko-persa de sus monumentos. Según la escritora Patricia Almarcegui, "Bukhara ha conseguido compartir el mismo color de la arena del desierto que la rodea y, cuando se pone el sol, la misma luz que se refleja en las construcciones la envuelve de calidez y le da el color artístico con la que la soñaré a partir de entonces".
Entre Po-i-Kalan, el mausoleo de Isamil Samani o la delicada madraza de Divan-Beghi, la antigua mezquita de Choir Minor se muestra tan vulnerable como sorprendente. Su asentamiento solitario sobre una pequeña plaza arbolada la hace tremendamente bella, con esa independencia que escasea en los complejos religiosos uzbekos y con una melancolía que atenaza el pecho cuando el visitante accede a sus terrazas por unas escaleras desconchadas y afectuosamente estrechas.
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Las vistas desde las alturas solo permiten corroborar su escasez, pero, una vez arriba, la paz obtenida se puede comparar a esos momentos únicos que, una vez pasados, recuerdan las cosas que se quedaron por hacer.
El desierto de Kyzylkum
Khiva y Bukhara son las otras Samarcandas, las hermanas pequeñas que componen el universo uzbeko de Asia Central. Cuando se recorren estas ciudades, su orografía muestra los asentamientos nómadas tan beligerantes y combativos de la antigüedad, por eso, en cada ciudad perdida, existe un criterio estético y arquitectónico único, inigualable y algo extravagante que convierte las ciudades en lugares individuales y únicos pese a que sus monumentos se obstinen en ser primos hermanos.
Antes de llegar a Samarcanda, el desierto de Kyzylkum es una buena parada para sentir la inmersión completa en la estepa uzbeka. Las yurtas, o antiguas cabañas construidas por los pueblos nómadas, se han convertido en instalaciones turísticas que ofrecen desayuno y cena con paseo en camello incluido en el precio; sin embargo, y obviando por completo la explotación animal, llegar hasta estos lugares es disfrutar de una puesta de sol inigualable donde, conocer el folclore y la gastronomía del país, es una forma directa de interactuar con el medioambiente y sus habitantes.
Cuando se abandona el lugar después de haber dormido entre cañas de madera y pieles de animales, el mejor pensamiento es imaginar el motivo por el que toda viajera se sume en esta aventura. Samarcanda.
Llegar hasta ella es el viaje
El polvo pesa tanto como el sueño. La llegada es gloriosa después de haber traqueado durante horas por unas carreteras que parecen de cartón. Samarcanda. El viaje es duro si se empieza por la otra parte del país, pero tremendamente confortable cuando se alcanza la meta, cuando se llega al destino. Comenzar la aventura por Taskent facilitaría el trayecto de la misma manera que obviar la noche en un desierto desértico agilizaría la marcha. Sin embargo, ¿dónde estaría la épica del viaje? ¿En qué saco caería la emoción provocada por el esfuerzo?
Samarcanda es única y cuando por fin se alcanza, todo el recorrido ha valido la pena tan solo por sentirse arropado de la extensa gama cromática de los azules que decoran sus construcciones. Una ruta por las viejas glorias podría comenzar en las bellas madrazas que componen el Registán, los tres edificios más emblemáticos del país donde sus tres madrazas conviven mirándose entre sí.
Si la peregrina se ubica en el centro de esta descomunal plaza y voltea sobre sí misma es imposible que se despegue de la misma sensación que describe Almacegui en su libro, la de estar en otro mundo, uno lejano y cargado poder donde cada conquistador tenía la misma intención sobre la ciudad: poner en evidencia el poder y el esplendor del reino para hacer hacerse propaganda de ellos mismos.
Los detalles no pasan inadvertidos cuando la pasión viajera sale a pasear por sus calles: la belleza de la mezquita de Bibi Khanoum, la llamada del almuecín al pueblo musulmán en pleno mes de ramadán, el mausoleo Gur-e-Mi que sirvió de inspiración para el mismísimo Taj Mahal, los olores de su comida y los sabores de su plato estrella: el plov. También la estética de su pueblo, la belleza de sus mercados, el destino unido la épica, la compañía de las compañeras de viaje si es que se viaja acompañada y, por supuesto, las historias que antes y después surgirán de tales encuentros casuales y fortuitos son los recuerdos que conformarán la totalidad de un viaje perfecto.
El sueño hecho realidad
Samarcanda son muchas Samarcandas y llegar aquí es querer volver. Utilizar la metáfora como mecanismo para integrarse con el viaje y su sentido es uno de los recursos que empleó el poeta griego Cavafis cuando quiso demostrar que Ítaca no era el destino, sino todos los conocimientos adquiridos durante el desplazamiento.
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De la misma manera, Samarcanda se presenta tan veraz y tan sutil como tan diferente o embriagadora. Su sola ubicación representa un galimatías territorial y, su nombre, que hay que leer como si se saboreara cada sílaba, fue el motivo por el que viajeras como Vita Sackville-West decidieron visitarla y enamorarse en ella: "Partí no ya para aprender lo que es el miedo, sino para probar lo que encierran los nombres y seguir su magia en carne propia, como se siente en una ventana abierta la maravillosa fuerza del sol que ya hace tiempo vimos reverberar sobre lejanas montañas y posarse sobre prados húmedos de rocío". Samarcanda. La perla de Asia central. El sueño de una noche de verano.