La madurez humana, biológicamente hablando, es un estado que se alcanza cuando el desarrollo físico y sexual está completo. Es un concepto que todos conocemos, y, de hecho, algo que todos alcanzaremos con el paso del tiempo. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), se trata de un proceso que se inicia después de los 25 años, hasta los 65, que comienza la vejez.
Sin embargo, cuando hablamos de la madurez afectiva, nos referimos a la adaptación a un medio social. La capacidad que tiene una persona para afrontar los diferentes acontecimientos de nuestra vida de manera equilibrada y sin comportamientos que nos recuerdan a la infancia.
A diferencia de la madurez humana, la afectiva, en la mayor parte de las ocasiones, no tiene que ver con la edad. Se basa en la mentalidad y la conducta, en ser responsable y asumir la responsabilidad de las propias acciones. Son muchos factores los que pueden conseguir que esta condición llegue antes de tiempo, como diferentes circunstancias o, incluso, la sociedad en la que crecemos.
Todos estos factores han hecho que la ciencia indague al respecto, especialmente, en cómo funciona el cerebro para llegar a ello. Este órgano, según los expertos, termina de madurar entre los 25 y los 30 años; sin embargo, hay determinados comportamientos que nos hacen dudar de si todas las personas tienen ese mismo proceso.
En este contexto, la inmadurez emocional define la incapacidad para expresar o hacer frente a las emociones negativas o de naturaleza más seria, tal y como pasa —de forma general— con los niños pequeños.
Las personas inmaduras tienden a tener reacciones exageradas o problemas para controlar sus emociones en ciertas ocasiones. Eso puede afectar negativamente en las relaciones que mantenga a lo largo de su vida e incluso en el desarrollo profesional y la capacidad para aprender nuevas habilidades.
Comportarse como un adolescente y tener rabietas frecuentes es la forma más evidente de poner de manifiesto que en lo relativo a las emociones aún queda por madurar y, lo queramos o no, este tipo de enfados los tenemos a cualquier edad. Por ese motivo, si queremos terminar de madurar, tenemos que prestar atención a otro tipo de factores, según el médico psiquiatra Enrique Rojas.
Estas son las características que definen a las personas maduras
Con más de 300.000 seguidores en Instagram, Enrique Rojas utiliza sus redes sociales para difundir conocimientos que van más allá de la teoría, proporcionando a sus seguidores herramientas concretas para una vida emocionalmente saludable. Según el experto, existen cinco indicadores clave que garantizan que tenemos una personalidad madura.
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Ser una persona realista y exigente con las posibilidades: Implica mantener una perspectiva práctica y objetiva sobre la vida y las circunstancias que nos rodean. Esto significa reconocer nuestras limitaciones y trabajar dentro de ellas, sin dejar de aspirar a nuestros sueños y objetivos. Ser realista no implica ser pesimista; más bien, es aceptar la realidad tal como es, mientras se buscan oportunidades para mejorar y avanzar. Este enfoque permite establecer metas alcanzables y motiva a realizar los esfuerzos necesarios para lograrlas, entendiendo que los grandes logros requieren dedicación y perseverancia.
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Tener sentido del humor: Poseer la habilidad de reírse de uno mismo y de las situaciones que se presentan es fundamental para mantener una visión positiva y equilibrada de la vida. El sentido del humor facilita enfrentar los problemas con una actitud más relajada y menos estresante, lo que a menudo lleva a encontrar soluciones más efectivas. Además, reírse de las dificultades y no tomarse demasiado en serio ayuda a reducir la tensión y el estrés, promoviendo así una mejor salud mental y emocional. El humor también fortalece las relaciones personales, ya que crea un ambiente de camaradería y comprensión mutua.
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Tener relación entre cabeza y corazón: Una personalidad equilibrada es aquella que logra un balance entre la razón y la emoción. No se trata de ser excesivamente racional al punto de ignorar los sentimientos, ni de ser tan emocional que se pierda la capacidad de tomar decisiones lógicas y ponderadas. Se trata de saber cuándo es necesario ser práctico y objetivo, y cuándo es apropiado dejarse guiar por las emociones y la intuición. Este equilibrio permite tomar decisiones más completas y satisfactorias, que consideren tanto los aspectos lógicos como los afectivos, y contribuye a una vida más armoniosa y satisfactoria.
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Tener la capacidad de superar los acontecimientos negativos: La resiliencia, o la capacidad de recuperarse de las adversidades, es esencial para el crecimiento personal. Superar las dificultades y las frustraciones no solo fortalece el carácter, sino que también proporciona valiosas lecciones y experiencias. Las derrotas y los fracasos son oportunidades para aprender, para evaluar lo que salió mal y para desarrollar nuevas estrategias y habilidades. Esta tolerancia hacia las frustraciones permite enfrentar futuros desafíos con mayor fortaleza y confianza, y contribuye al desarrollo de una mentalidad positiva y proactiva.
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Ser responsable con los propios actos: La responsabilidad implica reconocer y aceptar las consecuencias de nuestras acciones en todos los ámbitos de la vida: familiar, profesional, afectivo y de amistad. Ser responsable significa actuar con integridad y honestidad, cumplir con los compromisos y deberes, y ser consciente del impacto de nuestras decisiones y comportamientos en los demás. Esta actitud fomenta la confianza y el respeto en las relaciones, y crea una base sólida para una vida plena y satisfactoria. Ser responsable nos permite crecer y madurar, ya que nos obliga a enfrentar y resolver los problemas de manera constructiva.