Hace un tiempo, nos preguntábamos desde El Español por qué es importante vestirse para trabajar. Y explicábamos que, según los estudios del Dress for success, nuestra indumentaria es un factor importante del éxito laboral, así como de la imagen de una empresa.
En el clásico The Language of Clothes (1981), la novelista ganadora del premio Pulitzer Alison Lurie, habla sobre la ropa que usamos y lo que dice de nosotros y cómo "incluso antes de que hablemos con alguien en una reunión, en una fiesta o en la calle, nuestra ropa suele expresar información (o desinformación) importante sobre nuestra ocupación, origen, personalidad, opiniones y gustos".
En un ameno recorrido por la historia de la moda, Lurie explica cómo los roles sexuales, los cambios políticos y la estructura de clases han influido en el vestuario, y expone que "prestamos mucha atención a cómo se visten los demás; aunque no podamos poner en palabras lo que observamos, inconscientemente registramos la información, de modo que cuando nos encontramos y conversamos ya nos hemos hablado en una lengua universal".
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Pero ¿cómo han cambiado los 'uniformes de trabajo' femeninos a lo largo de la historia? En este caso, no nos referimos estrictamente a la indumentaria reglamentaria que deben llevar quienes se dedican a determinadas profesiones como médicas, la policías, bomberas o enfermeras, sino a la ropa que escogemos cada día para ir a trabajar.
Tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, la Primera Guerra Mundial mandó a los hombres al frente y obligó a las mujeres a ponerse el uniforme para asumir su trabajo: ya fuera este ayudando al ejército en tareas administrativas o en organizaciones como la Cruz Roja o en hospitales, fábricas, granjas, talleres, tiendas o dondequiera que hicieran falta.
Para sustituir a los hombres y desempeñar sus funciones, las mujeres empiezan a utilizar prendas que hasta entonces les estaban vedadas, como pantalones, monos e incluso uniformes claramente diseñados al estilo militar de los que llevaban los hombres.
En el caso de las mujeres adscritas al ejército, necesitaban usar ropa que fuera menos restrictiva de sus movimientos pero que siguiera siendo "respetable", por lo que los uniformes eran una opción perfecta: no solo ayudó a reforzar en ellas la autoestima y el sentimiento de orgullo sino que impulsó los esfuerzos de los colectivos por la igualdad de derechos, lo que contribuyó en última instancia a su obtención del derecho al voto en 1920.
Durante ese periodo, solo las mujeres empleadas en fábricas, granjas, talleres u otras formas de trabajo manual tenían la flexibilidad de usar pantalones, prenda exclusivamente reservada a los hombres.
Esa tradicional adjudicación del pantalón a los hombres y la falda a las mujeres olvidaba que en siglos anteriores prendas o accesorios considerados femeninos eran lucidos por los hombres, como los tacones o las blusas.
"Pero, a partir de la Revolución Francesa, el hombre aburguesa su atuendo y utilizará menos colores y ornamentos en aras de una mayor funcionalidad en el vestir", el sociólogo Pedro Mansilla, experto en moda.
La conquista del pantalón fue así bandera de la lucha por la libertad, que empuñan diseñadoras como Coco Chanel; esta diseñadora 'roba' del armario masculino, entre otras prendas, los llamados yatching pants, con los que disfrutar del verano junto al mar, así como los jerséis de punto muy ligero, los pantalones sastre y las chaquetas de tweed que los hombres usaban para cazar en Escocia.
Como gran aliada, la diseñadora francesa tuvo a una de sus clientas más fieles, Marlene Dietrich, icono andrógino de la época, que lucirá el pantalón siempre que puede: por ejemplo, en 1933, al desembarcar de un viaje de Nueva York a París, desafiando no solo las convenciones sociales también la legalidad, fue detenida por la Policía.
Cuando, a finales de los años 20, Elsa Schiaparelli diseña la falda-pantalón para la tenista Lilí , nunca pudo imaginar que estaba firmando la sentencia de muerte de aquella máxima que decía que "quien lleva los pantalones es el hombre" e iniciando la senda del empoderamiento femenino.
Las flappers y las sufragistas siguieron avanzando en sus reivindicaciones, "entendieron que, para ser libres como los hombres, debían vestirse como los hombres", afirma Pedro Mansilla, "pero, mientas las mujeres de clase alta irán adoptando el pantalón para montar a caballo o en bicicleta, esquiar, jugar al tenis... las de clase trabajadora lo harán para ir a la fábrica y ser más eficientes corriendo menos riesgos".
Habría que esperar hasta la II Guerra Mundial para que los hombres fueran llamados de nuevo a filas y todo el proceso se repitiera, aunque ya no habría marcha atrás. El mejor ejemplo, que ha pasado a la cultura pop, es la ilustración del estadounidense Norman Rockwell de la remachadora Rosie the riveter.
En 1946, Louis Réard inventa el bikini y el traje de baño de dos piezas revolucionará la moda y sus reglas establecidas. Tras el final de la contienda, las mujeres se incorporan en masa al mercado laboral, especialmente en tiendas y oficinas.
Las que trabajaban en estas últimas debían, según las ordenanzas, "vestirse como una mujer" y usar faldas, tacones y joyas. Su 'uniforme de trabajo', pues, no se aleja mucho del que llevarían en otros momentos de su vida cotidiana.
En Dress Like A Woman (Abrams, 2018), Roxane Gay asegura: “'Vestirse como una mujer' es vestirse de maneras muy prescritas que mejoran una marca rígida de feminidad y satisfacen la mirada masculina. 'Vestirse como una mujer' sugiere que las mujeres son simplemente elementos decorativos en el lugar de trabajo. 'Vestirse como mujer es ignorar que las mujeres son individuos que tienen nociones independientes y diversas de cómo quieren presentarse al mundo”.
Esta diferencia puede verse muy claramente en la serie Mad Men (2007-2015). Aunque la trama se sitúa en los años 60 y en una agencia de publicidad, refleja bien las costumbres y la moda de la década anterior y es extrapolable a oficinas de otros sectores.
Coco Chanel vuelve en esa década con fuerzas renovadas y su conjunto de chaqueta y falda de se convertirá en el 'uniforme' de una nueva generación de mujeres: chaqueta de ribeteada, especialmente en bicolor y los cuatro bolsillos con tapeta, que iban como adorno, no con una finalidad práctica.
En 1966, Yves Saint Laurent finalizará la 'apropiación' del vestuario masculino para el armario femenino con el lanzamiento de su esmoquin para mujer, Le Smoking, que supuso tal revolución que muchos hoteles y restaurantes no permitían la entrada a las mujeres que lo llevaban.
La musa que ayudó al diseñador a cambiar el curso de la moda fue Bianca Pérez-Mora cuando, en 1971, se casó con Mick Jagger con un esmoquin blanco, firmado por Yves Saint Laurent, y que ha pasado a la historia de la moda nupcial.
La estricta división entre sexos en el vestuario para trabajar continuará hasta la década de 1970, cuando la moda se convierte en la mejor aliada de la revolución sexual y la minifalda sustituye al pantalón como estandarte de la lucha por los derechos.
"La emancipación y el trabajo fuera de casa 'compran' la libertad de la mujer y la conquista de la minifalda llevará aparejada la liberación sexual", explica Mansilla. "Coco siempre se negó a acortar el largo de las faldas y fue André Courrèges quien consagró la minifalda en la Alta Costura" añade. Y, mientras, Mary Quant la expandía por el mundo desde Londres.
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Pero todavía faltaba por llegar al armario femenino la prenda más revolucionaria para la vida laboral de la mujer desde la chaqueta cuatro bolsillos de Coco Chanel. Y no es el vaquero, aunque también fuera protagonista de los 60 y los 70.
En 1976, una jovencísima Diane von Furstenberg aparece en la portada de la revista Newsweek luciendo su creación, el Wrap Dress o vestido envolvente, una ingeniosa evolución de la bata de estar por casa: cruzado y ajustado a la cintura con un cinturón de la misma tela, confeccionado en Italia en seda estampada de vivos colores, llegó a vender 20.000 vestidos a la semana.
Ese mismo año, la actriz Cybill Shepherd aparece en la película Taxi Driver junto a Robert de Niro luciendo un Wrap Dress que, junto al vestido camisero del diseñador Halston, se consagran como nuevos 'uniformes' de la mujer trabajadora.
El pantalón, el biquini y la minifalda no solo han sido algunos de los grandes hitos de la moda, sino también de la lucha por los derechos de la mujer, pero harían falta los 80 para que el uniforme de trabajo de ambos sexos se fuera igualando.
En Fashion Talks: Undressing the Power of Style, Shira Tarrant escribe: “Con el dress for success y la era yuppie de Reagan en la oficina, las mujeres empiezan a estudiar MBAs. Iban a romper el techo de cristal y, para hacerlo, se vistieron con grandes hombreras y camisas que homenajeaban las corbatas de los hombres”.
Aunque el uso de las hombreras en prendas de vestir se atribuye también a Elsa Schiaparelli, fue el diseñador Marcel Rochas quien, en 1932, creó el primer traje de chaqueta de hombros anchos. Yves Saint Laurent volverá a ponerlas de moda a finales de los 70 y, en los 80, será Giorgio Armani fue quien les dará ese estilo entre agresivo y poderoso.
Según DailyWorth: “Armani logró revolucionar por completo la moda femenina, particularmente para las 'chicas de carrera' serias. Sus nuevos trajes a medida de pantalón y falda sacaron el sexo de moda y le dieron un toque de seriedad muy necesario”.
El uniforme femenino es una versión del 'reglamentario' de los hombres: trajes de chaqueta con pantalón en tonos neutros y blazers que no se ciñen al cuerpo. Solo los tacones y algunas joyas muy discretas se separan del código masculino o power dressing, el término con el que los anglosajones se refieren al vestuario que proyecta autoridad y competencia.
Y las zapatillas deportivas solo se usan para el transporte público, pero la era Working Girl demuestra que las mujeres de valerse por sí mismas fuera del hogar y necesitan vestirse para el éxito; por ese motivo, en la década de 1980 las ventas de trajes de chaqueta de mujer aumentan considerablemente.
Vivienne Westwood, Christian Lacroix y Karl Lagerfeld empezarán, sin embargo, poco a poco a reducirlas y solo dos diseñadores las mantendrán como marca registrada de la casa: Thierry Mugler y Claude Montana.
A mediados de los 90 Calvin Klein corona al vaquero como el rey del armario e impone el estilo unisex. Donna Karan viste a una mujer trabajadora que ya no busca una habitación propia al estilo Virginia Woolf sino un 'uniforme propio', diferente del de sus colegas hombres.
La década de 2000 iniciará la era de la comodidad y la estética startup, que los líderes de la industria de la tecnología imponen. Steve Jobs tenía su propio uniforme: jersey de cuello vuelto negro y pantalón vaquero, completamente alejado de la estética que Wall Street había establecido.
En la conciencia colectiva se instala la idea de que, en el trabajo, también puede mostrarse un estilo personal y el power dressing se difumina: ya no es la ropa que usan los empleados lo que determina su rango o influencia, sino sus habilidades, capacidad y ética de trabajo.
Y, como contrapunto a esa tendencia de la moda masculina hacia un estilo cada vez más informal, los diseñadores de moda femenina están introduciendo colecciones cada vez más dirigidas a la mujer profesional y el traje de chaqueta está siendo versionado en muchos colores, tejidos y sorprendentes patrones.
Paralelamente la psicología de la moda ha ido evolucionando en el estudio de la relación entre el atuendo y la actitud: no solo se trata de cómo te ves con las prendas, sino cómo te hacen sentir y cómo usamos la ropa en cada momento, ya sea como apoyo emocional o como medio de empoderamiento.
En este sentido, el 'uniforme' de la mujer trabajadora ha cambiado tras dos décadas en el siglo XXI. Como dijo Giorgio Armani: “Las mujeres hoy en día, no tienen que usar una chaqueta de traje para demostrar su autoridad”.