Cuando la mujer no quería el divorcio: las reflexiones de Margarita Nelken sobre su papel en la República
Un libro recupera las reflexiones de la política y escritora feminista en 1931 sobre el voto de la mujer, la libertad sexual o la cuestión religiosa.
23 noviembre, 2020 02:01Noticias relacionadas
La editorial Renacimiento publica La mujer ante las Cortes Constituyentes, una serie de textos en los que Margarita Nelken, una de las intelecutales imprescindibles en la genealogía del feminismo español, examina todos los asuntos relativos a derechos reproductivos, libertad sexual, legalidad familiar y personalidad jurídica de la mujer que se conjugan en el año 1931, fecha en la que se instauró la Segunda República. MagasIN ofrece un adelanto centrado en la cuestión del divorcio.
Todos los partidos, salvo los caracterizadamente conservadores, piden la instauración del divorcio como disolución completa del matrimonio. Conviene fijar la posición de estos partidos adversos, cuyo rechazamiento del divorcio obedece, no tanto a consideraciones éticas, como a su ciega sumisión a la Iglesia.
Las consideraciones éticas, pueden discutirse: en todo caso, merecen el respeto del adversario. La sumisión a un poder estrictamente espiritual, no merece ni discusión ni respeto, ya que atañe únicamente a la conciencia individual, y no puede, por lo tanto, salirse del terreno de los sentimientos particulares de cada uno.
Decir, como se han arriesgado a hacerlo algunos de nuestros estadistas, que el divorcio no debe ser implantado en España porque es contrario a los sentimientos religiosos de la mayoría de los españoles, es sencillamente un despropósito, indigno de aducirse como argumento en una cuestión seria: jamás y en parte alguna ha sido el divorcio instaurado con carácter obligatorio, sino con carácter de "posibilidad".
Quien no quiera, por sus sentimientos religiosos, o por cualquier otra circunstancia de su estricta incumbencia, recurrir a él, puede perfectamente prescindir de esta ley, por muy instaurada y difundida que se halle. Incluso el cónyuge que se ha divorciado en contra de sus sentimientos, y a pesar de ellos, tiene a su alcance una solución facilísima: seguirse considerando, ante Dios y su conciencia, ya que no ante los hombres, como unido por vínculo indisoluble al esposo o a la esposa, y guardarle una fidelidad tanto más meritoria cuanto menos forzosa y apreciada.
Mas, es esta cuestión tan sencilla, tan simple mejor dicho, que no habríamos de tratarla si no fuera porque constituye el punto de partida de una actividad desarrollada en contra de todo espíritu de progreso. Piénsese tan solo que, durante la última campaña electoral, en muchos pueblos, los candidatos de la Conjunción Republicano-Socialista fueron atacados como "implantadores del divorcio y del amor libre". Por absurdo que sea el acolar ideas tan contrarias entre sí, tan rotundamente dispares, el hecho se ha registrado con demasiada frecuencia, demasiada energía y demasiado "éxito", para que podamos pasarlo por alto.
El matrimonio es todavía hoy, en España, para la inmensa mayoría de las mujeres, la única situación que les proporciona el pleno desenvolvimiento de su personalidad. Por muy abiertas que se le ofrezcan las profesiones liberales; por iguales a las de los hombres que se le brinden las condiciones de trabajo en empleos y oficios, la mujer española, hoy todavía, y probablemente durante bastante tiempo, "por su falta de liberación moral", por la opresión moral del ambiente, ha de considerar el matrimonio como su mejor refugio frente a los azares de la vida.
Esto, probablemente, seguramente, desaparecerá con el tiempo; pero, y no nos cansaremos nunca de repetirlo, no es posible implantar leyes para un futuro cuyo advenimiento no podemos prever con certeza, prescindiendo de un presente cuyo imperativo sería imperdonable no acatar. Hoy por hoy, las condiciones del matrimonio son, por lo tanto, para la mujer española, uno de los aspectos más importantes, si no el más importante, de su situación ante la ley.
Que haya quien pretenda someter el matrimonio a leyes religiosas, aun el de aquellas personas voluntariamente apartadas de estas leyes, incluso el de los que solo han contraído matrimonio civil, pese a su arbitrariedad, es menos significativo que el que sean en su mayoría mujeres las adversarias de la única posibilidad de enmienda del matrimonio. Lo primero es un absurdo que no resiste el más leve ataque del sentido común; lo segundo prueba hasta qué punto la mujer española se halla distanciada de las corrientes universales, aun en lo que estas suponen de mejoras para la mujer.
Hay muchos países, cierto es, casi todos los "latinos" o, mejor dicho, casi todos los de jurisprudencia católica, en donde el régimen matrimonial varía poco del español; pero en ellos la posibilidad del divorcio, o, por lo menos, la separación judicial fácil y pronta, amparan en cierto modo a la mujer contra arbitrariedades excesivamente flagrantes. Aducir argumentos sacados de ejemplos particulares de armonía conyugal, es, frente a otros casos contrarios, escarnio insoportable: hay que considerar las cosas "como son" realmente, no como podían ser bajo la influencia de directivas o contingencias particulares.
Contra una ley que ata indisolublemente un ser a otro ser, que puede resultar un santo, pero también un ser déspota y brutal, solo es eficaz otra ley que impida a este ejercer su despotismo y su brutalidad. Las naciones cristianas, en su ostentación de civilización, indígnanse ante la situación de la mujer musulmana, adulada y regalada mientras es joven y bella, y menospreciada cuando es vieja y deja de agradar al amo; y, sin embargo, en lo que a nosotros respecta, el único dique puesto en el matrimonio a las posibles vejaciones del hombre, cuando su educación o sentimientos no imponen un freno suficiente a sus instintos, es el cariño que el marido le profese a su mujer, cariño que, bien sea por oposición de caracteres, bien por cualquier otra causa, puede desaparecer con la convivencia, y del cual, en todo caso, nadie puede responder que subsista a lo largo de toda la vida en común.
Pero no se trata de hacer aquí un alegato en pro del divorcio, cuya instauración, cual ya queda dicho, no puede ya ser objeto siquiera de discusión en la República. Trátase únicamente de ver cómo son las propias mujeres, las más interesadas en la implantación de esta ley, quienes, por ignorancia de lo que realmente significa el divorcio, por desconocimiento absoluto de la seguridad y protección que implica para su dignidad, muéstranse entre nosotros sus más declaradas adversarias.
Tampoco en esto vale engañarnos, ilusionarnos con la actuación de una minoría ya emancipada de trabas y prejuicios seculares; el que se haya podido, en las últimas elecciones, esgrimir la implantación del divorcio como "instauración del amor libre y disolución de la familia y de la sociedad", y atacar por ello a los candidatos izquierdistas, y no ya en un pueblo del interior de una sierra, sino en muchísimos pueblos de las proximidades de las capitales; y el que millares y millares de mujeres protesten por anticipado contra una separación de la Iglesia y del Estado "precisamente" porque este ha de permitir la instauración del divorcio, ello prueba, con harta elocuencia, cuán urgente es entre nosotros la implantación de leyes que pongan a la mujer al abrigo de influencias interesadas en su atraso.
Ahora bien: tan imprescindible como una reforma de las leyes del matrimonio, y una posibilidad de la disolución de este, es una instauración muy meditada de la nueva legislación. Implantar el divorcio sin que este supusiera la máxima garantía de protección para quienes a él se habrán de acoger; contentarse, para su implantación, con remedar legislaciones de otros países, sin tener en cuenta los defectos que el tiempo ha demostrado en ellas, equivaldría a malograr, y quién sabe por cuántos años, un beneficio necesario.
Divorcio, sí, y ello, sin discusión posible; pero divorcio implantado, no en imitación servil de modalidades exóticas, sino para progreso, para más amplia humanidad, de modalidades indígenas.