La verdad sobre la caza de meigas: más perseguidas por la justicia ordinaria que por la Inquisición
Un libro desvela que en Galicia el Santo Oficio solo quemó en la hoguera a una bruja. Estas mujeres fueron ajusticiadas principalmente por los tribunales penales y algunos vecinos.
9 marzo, 2021 00:20Noticias relacionadas
María Rodríguez, una portuguesa natural de Ponte de Limia de 35 años, fue la protagonista de un auto de fe celebrado en la plaza del Campo de Santiago de Compostela el 30 de noviembre de 1579. El tribunal del Santo Oficio dictaminó que la mujer, una meiga acusada de tener un pacto con el demonio y haber practicado relaciones carnales con él, debía ser "relajada", es decir, arder en la hoguera. Era la condena más terrible de todas las posibles.
Sin embargo, este caso constituye una anomalía: a lo largo sus tres siglos de vida, la Inquisición en Galicia solo condenó a muerte a una de las famosas y legendarias meigas, la citada María Rodríguez. Así lo desvela el investigador Diego Valor Bravo en La profesión de las meigas (Cydonia), una obra que, sustentada en los documentos que se conservan sobre los procesos, arroja luz sobre quiénes fueron realmente estas mujeres y el nivel de persecución al que fueron sometidas.
"Los inquisidores eran personas con una formación humanística muy grande y eso les hizo llegar a la conclusión de que las meigas eran un producto de la pobreza y de la ignorancia", explica el autor, profesor asociado de Historia del Derecho y de las Instituciones de la Universidad Rey Juan Carlos. "Adoptaron una política de tapar; de vez en cuando detenían a alguna meiga para justificar que perseguían la brujería, pero nunca hubo un intento por suprimirlas".
Pero antes de seguir analizando su criminalización, ¿quiénes fueron de verdad las meigas? Valor Bravo, según la documentación analizada, diferencia tres tipos de mujeres que habitaron en el noroeste de la Península Ibérica y que se pueden enmarcar bajo esta categoría: el de las curanderas/sanadoras, que practicaban una suerte de medicina homeopática; el de las hechiceras, que podían lanzar sus conjuros para desearle el bien o el mal a alguien en cuestiones relacionadas, por ejemplo con el ganado o las cosechas; y el de aquellas féminas que "pactaban" con el diablo: sexo a cambio de ciertas facultades sobrenaturales.
Más allá de la dificultad de ubicar el límite entre realidad y fantasía, el investigador desentraña uno de los grandes mitos que perviven sobre estas brujas: "Eran básicamente mujeres de pueblo, de condición social muy baja, cuando no pobres o mendigas. Tenemos una idea moderna, un arquetipo, de que la meiga era un ser extraño que vivía fuera del mundo en chozas perdidas o lugares inaccesibles. No, vivían en pueblos de Galicia y hacían públicamente su trabajo, que estaba aceptado. Todo el mundo sabía que eran meigas e iban a verlas".
El verdadero azote
Valor Bravo destaca que las sentencias acordadas por el Santo Oficio respecto a las meigas fueron "benignas". Exceptuando el caso de María Rodríguez, quemada viva, y el de Francisca do Río, vecina de Santa Martín do Morrazo y la única condenada a cárcel perpetua en 1692 por tener "pacto y familiaridad con el demonio", eran sometidas a un auto de fe y a su consiguiente paseo de la vergüenza por las calles de Santiago con la icónica coroza sobre la cabeza. Además, se les ponía una soga al cuello con tantos nudos como centenares de azotes debían recibir —normalmente 200, sobre un púlpito, a la vista del público— y se les empujaba a un destierro de entre dos y cuatro años a unas 4-8 leguas de su lugar de residencia.
Quizá una explicación al aparente desinterés que mostró la Inquisición por las meigas radique en que eran muy pobres. Una de las principales fuentes de ingresos del tribunal religioso eran los "secuestros", el embargo de los bienes de los presos —en lo que atañe a la hechicería, no solo se procesó a mujeres de clase baja, también a personas de la élite como curas, monjas y curiosos personajes como una sobrina del duque de Alba o un catedrático de Retórica de la Universidad de Santiago—. Pero las brujas no solo no reportaban beneficios, sino que su estancia y mantenimiento en prisión era costoso para sus arcas.
Las meigas tuvieron que hacer frente a unos hostiles mucho más radicales. En primer lugar, la justicia penal, también dotada de escalofriantes instrumentos de tortura. "La jurisdicción ordinaria persiguió y mató a muchas brujas. Se las acusaba de haber envenenado a alguien y decían que era un asesinato", explica Diego Valor Bravo, que recoge un par de ejemplos en este sentido. Varias de estas mujeres que acabaron colgadas a pesar de haber sido declaradas inocentes por la Inquisición. En otras ocasiones, el Santo Oficio ni siquiera tuvo tiempo material de intervenir.
También fueron hostigadas las meigas por sus vecinos. Un ejemplo gráfico: a mediados del siglo XVIII, el clérigo y beneficiado de Santa María de Magazo, en la diócesis de Mondoñedo (Lugo), y sus cómplices se hicieron pasar por inquisidores y dieron muerte a otra supuesta bruja llamada María Fernández. "Galicia estaba llena de gente que, pretextando trabajar para el Santo Oficio, iba por los pueblos y aldeas asaltando a pobres desdichadas que acababan ajusticiadas", apunta el autor.
En la obra también se analizan las pócimas sanatorias elaboradas por las meigas o los rituales que practicaron. El más famoso de la brujería, el aquelarre, también está documentado en territorio gallego, gracias principalmente a la declaración de una mujer llamada Beatriz Fernández de 1610. "Es muy difícil saber lo que pasaba ahí, pero es cierto que hubo reuniones en determinados sitios de Galicia donde iban las meigas", cierra Valor Bravo, que lanza una reflexión para comprender el fenómeno: "La meiga no era un producto extraño, era alguien que tenía sentido en la sociedad del momento".