En Nada, ópera prima de Carmen Laforet, la obra más traducida de la literatura contemporánea española, Andrea la protagonista refiere: "Tal vez el sentido de la vida para una mujer consiste en ser descubierta así, mirada de manera que ella misma se sienta irradiante de luz, en vivir plenamente el propio goce de los sentimientos y las sensaciones, la propia desesperación y alegría".
Esta afirmación podría chirriar a día de hoy entre el feminismo militante. ¿Qué es eso de basar el poder de la mujer en una mirada ajena de la que emana su propia realización? Sin embargo Laforet, nacida hace justo un siglo (el 6 de septiembre de 1921), abrió puertas con su pluma a todas esas `chicas raras' de posguerra que como ella ambicionaban escribir, traspasando con su vocación barreras inimaginables en pleno franquismo.
Lo de 'chicas raras' lo decía Carmen Martín Gaite, para quien la revolución que supuso Nada (1944), en la narrativa del momento, allanó el camino a aquellas escritoras jóvenes que encontraron en Laforet un nuevo modelo ajeno a la figura de la mujer doméstica imperante en la Sección Femenina de Falange: la de madres y esposas ejemplares.
Las inquietudes de la universitaria Andrea en Nada, plagadas de secuencias psicológicas analítico-existenciales, o la infidelidad matrimonial en el entorno familiar de Paulina en La mujer nueva proporcionaron a Laforet una ruta sin retorno.
Por aquella senda de la inmediata posguerra circularon entre otras Ana María Matute, Elena Quiroga, Dolores Medio, Concha Castroviejo, Luïsa Forrellard, Carmen Kurtz o la propia Martín Gaite. Entre medias, Laforet tuvo la virtud de tender un puente con la generación anterior, que ya había destacado y avanzado en la lucha por los derechos y libertades de la mujer.
Escritoras como María Teresa León, Elena Fortún, María Laffitte, Matilde Ras, Carmen Conde o Eulalia Galvarriato, ya con un reconocimiento público, defendían el sufragio universal y la ley del divorcio, reivindicaciones cercenadas de tajo por la Guerra Civil, igual que la vida cultural, la libertad de prensa y de expresión.
En ese punto de intersección entre el antes y el después, la irrupción de Carmen Laforet con Nada supuso una suerte de transición entre las escritoras veteranas y las más jóvenes. Con Elena Fortún, creadora de Celia, a la que leía de niña, mantuvo una estrecha correspondencia.
En 1951 le escribió: "Querida Elena mía, te envío muchos, muchísimos besos. No pienses nunca que estás sola. Piensa alguna vez en mí, como yo hacía de chiquilla, cuando te hablaba sin haberte visto nunca, y te contaba mis pequeñas cosas. ¿No es extraño esto? Nosotras estábamos destinadas a conocernos".
Nada y todo
Carmen Laforet escribió Nada a los 23 años en solo nueve meses, fruto de su estancia en Barcelona, tras el final de la Guerra Civil en 1939 cuando, con 18 años, se trasladó desde su hogar familiar en Canarias para vivir con sus abuelos y estudiar Filosofía. La novela cuenta ese despertar adolescente en pleno choque con la desoladora realidad, el enfrentamiento entre el idealismo juvenil y la mediocridad del entorno.
La obra, de sorprendente madurez y frescura narrativas, cosechó elogios unánimes dentro y fuera del país. Además, tres `primeros' se dieron la mano: primera mujer en ganar, con su primera obra, el primer Premio Nadal de Novela (1945). Previamente, había comenzado a publicar cuentos y artículos en revistas.
Escribió Azorín: "¿Qué es eso de publicar una bellísima novela a esa edad en que se suelen publicar tanteos, probaturas, ensayos? De antuvión, quiero de un golpe, sin decir 'agua va', que usted publica, estampa, lanza al público, nos pone ante las narices, una novela magistral".
Apuntó Juan Ramón Jiménez: "Nada, como todo lo auténtico, es de aquí también, y de hoy, y será de mañana y de otra parte cualquiera, como es de ayer y de todo".
Para Francisco Ayala, la novela "ni envuelve tesis, ni responde a doctrina filosófica, política o estética, así como tampoco refleja la influencia de modelos definidos; en ella, una mirada limpia, fresca y denodada atraviesa un medio turbio, febril, quebrado, viscoso… Se limita a presentar testimonio".
Desde el exilio, Ramón J. Sender, entusiasta de Nada, razonó en el abundante epistolario que mantuvo con la autora: "Lo bueno de usted es que escribe mucho mejor que nosotros cuando escribe sobre mujeres (…), sin tratar de imitarnos ni de disfrazarse de `gran hombre', que es lo que suelen hacer por ahí (Simone de Beauvoir y otros excesos)".
Ella responde: "La literatura la inventó el varón y seguimos empleando el mismo enfoque para las cosas (…). ¿Verdad que lo verdaderamente femenino en la situación humana las mujeres no lo hemos dicho, y cuando lo hemos intentado ha sido con un lenguaje prestado, que resulta falso por muy sinceras que quisiéramos ser?".
Con motivo del año del centenario del nacimiento de Laforet, el Instituto Cervantes, junto a Acción Cultural Española, organizó la pasada primavera una exposición homenaje a su figura y legado. En la misma, se explicaba que el fenómeno socio-literario de Nada inauguró en España una nueva forma de mirar y contar el mundo "ejemplo de autenticidad y universalidad".
La muestra incidía en cómo Nada conquistó a millones de lectores de épocas y continentes con su habilidad para construir diálogos, reflejar la psicología de los personajes y las contradicciones del corazón humano. Desde su primera traducción al francés, en 1948, hasta la última al persa, en 1921, no ha dejado de reeditarse, año tras año, hasta en 26 idiomas.
Feminismo existencial
En el maremágnum de contradicciones inherentes al ser humano, Laforet tuvo que batallar en varios frentes opuestos: la familia, su vocación, sus inseguridades y determinación, su timidez y alegría, sus posturas políticas e incluso religiosas, abiertas a destellos mutantes como la vida misma.
En el prólogo de sus Obras Completas I de 1957, la autora escribe: "Una orgullosa espantada ese fue mi principio (…) el espanto de saber (…) el precio que se paga por una vocación auténtica". Para ella, sus libros se debían a un profundo amor a la vida: "todo escritor es alguien que sale de su propia cárcel íntima para comunicarse con los demás".
En su caso, no había opción: "Cuando hice la segunda novela, comprendí que no había remedio, que todo lo que floreciese en mi vida sufriría ese monstruoso proceso de elaboración literaria necesario para inventar".
Estos testimonios dan idea del sentir y pensar de Laforet quien, según su hijo menor, Agustín Cerezales, se confesaba feminista por su inclinación natural hacia los sectores marginados: "Si de hombres se hubiera tratado habría sido igualmente 'masculinista', o animalista en el caso de sus amados perros, de los que nunca quiso ser dueña ni poner correa".
"En el gremio literario no sufrió machismo —continúa Cerezales—, más bien al contrario, tuvo el apoyo y respuesta desde el exilio y dentro del país. Fuera de ese ambiente, en el que cosechó tantas y tan buenas amistades, sí tuvo que hacer frente a la cultura misógina y discriminadora de entonces".
Agustín Cerezales, también escritor, considera que el feminismo de su madre era muy suyo: "Veía la lucha del hombre y la mujer viciada por ambos lados, sentía que estaban mal colocadas las cosas; solía decir que la libertad hay que conseguirla para todos, y que debía ser compartida por los hombres y las mujeres".
[Diáfana e insondable Carmen Laforet]
Laforet alzó con naturalizad su voz en un mundo literario de preponderancia masculina. Su primer artículo, en la Revista Mujer en 1940, titulado Muchachas estudiantes, desgranaba ya con ironía e ingenio las supuestas expectativas que afrontaba una mujer en el trayecto del conocimiento.
Más tarde, entre 1948 y 1953, escribió una columna semanal en la revista Destino bajo el epígrafe Puntos de vista de una mujer, donde fue tejiendo su parecer en cuestiones vitales femeninas, y recogidos en 2021 en libro por la misma editorial Destino.
Entre libros e hijos
Muchos de sus colegas hombres recibieron con gusto el talento de una escritora jovencísima con un vivo mundo interior y una carrera a caballo entre su pasión escritora y la crianza de los cinco hijos que tuvo con el periodista y crítico literario Manuel Cerezales: Marta (1946), Cristina (1948), Silvia (1950), Manuel (1952) y Agustín (1957).
El matrimonio se separó en 1970, no existía el divorcio aún y, según su hijo Agustín, no hay más reflejo en su obra literaria que "algunas alusiones a su nueva condición de vagabunda". El asunto de la angustia existencial de la mujer sí está presente con fuerza. Fue una época difícil sin estabilidad económica y un clima machista en el que se le preguntaba si quería más a los libros que a sus hijos.
Un aspecto clave en la producción y vida de Carmen Laforet fue su conversión al catolicismo tras una experiencia mística que experimentó el 16 de diciembre de 1951, con 30 años, la misma que traslada a un contexto de ficción en el capítulo primero de la segunda parte de la novela La mujer nueva.
[Carmen Laforet: el silencio de una escritora]
Agustín Cerezales cuenta que su madre "nunca había sentido la menor atracción por la vida religiosa, pero la experiencia referida supuso un antes y un después". Su marido sí era católico practicante, y admirador de figuras como Simone Weil y Edith Stein, de quienes tendría noticia en el círculo del filósofo Xavier Zubiri.
En ese mismo verano de 1951 había conocido a Lilí Álvarez, cuyo catolicismo feminista le sorprendió y sin duda le hizo replantearse la cuestión en el plano teórico, al igual que le ocurre, en distintas circunstancias, a la protagonista de La mujer nueva. En este sentido, podría hablarse de una rebeldía feminista en positivo.
En las distancias cortas
Expansiva en las distancias cortas y retraída en público, Carmen Laforet mostró escaso apego a los círculos literarios o "reinos belicosos". Poco inclinada a la vida social, hizo de la amistad una experiencia primordial, cultivando un tupido jardín íntimo de amistades variadas, inteligentes y divertidas que no desfallecieron en la lejanía ni en los años.
Canarias, Barcelona, Madrid, Tánger y Roma fueron sus ciudades principales. Su gran amiga, la refugiada polaca Linka Babecka, inspiró el personaje de Ena en Nada, una relación alegre y cómplice junto al marido de esta, el pintor Pedro Borrell.
Otra relación que dejó una serie de cartas extraordinarias fue con el crítico de arte Emilio Sanz de Soto, animador de la vida cultural de Tánger durante los años 50 y 60 del siglo pasado. Se conocieron allí, en los cafés del bulevar Pasteur o en Porte, con amigos entrañables como el pintor José Hernández, el escritor Ángel Vázquez o Jane Bowles.
En los años 70 Laforet pasó largas temporadas en Roma junto al grupo de exiliados españoles, en especial con María Zambrano, Rafael Alberti y Maria Teresa León, a quienes admiraba desde joven. El poeta y ensayista Enrique de Rivas Cheriff, sobrino de Azaña, fue otro gran apoyo allí. Precisamente, la escritora dedicó a Alberti su último artículo (1983), Juventud antirreglamentaria, cuando este obtuvo el Premio Cervantes.
A Ramón J. Sender, también exiliado, le conoció en persona, en 1965, en un viaje que hizo a Estados Unidos, invitada por el departamento de Estado. De ahí surgió un epistolario recogido en el volumen Puedo contar contigo.
Incluso fue amiga de Galdós, a quien no conoció: "Es verdad que en la fecha de su muerte aún no había nacido yo… Pero Galdós ha sido amigo de mi infancia a través de sus Episodios, y de mi adolescencia, con Fortunata y Jacinta. Como si hubiéramos coincido en la época y en el tiempo, creo recordar el metal de su voz y el gesto reposado de isleño, con que fumaba su cigarro".
Desprendida, exigente
Agustín Cerezales afirma que su madre no era acumulativa y que le gustaba mucho regalar, que era muy exigente con su escritura, de ahí que rompiera tantas páginas. También recuerda la historia de El medio pollito, un cuento tradicional que narraba a sus hijos y al que infundía su toque revolucionario.
Laforet creyó primero que sería pintora. De hecho, el nombre de Andrea en Nada se inspira en la figura del pintor italiano manierista Andrea del Sarto, cuyos lienzos admiraba durante las visitas familiares, los domingos, al Museo del Prado. Esas influencias sensuales, dramáticas y telúricas quedaron plasmadas en su segunda novela, La isla y los demonios, centrada en sus vivencias adolescentes en Gran Canaria.
No tuvo un final feliz Carmen Laforet. Una extraña afasia que entonces no se diagnosticaba, el síndrome de Mesulam, enfermedad degenerativa poco frecuente, hizo mella de forma progresiva. La dolencia le impedía leer de corrido, y aunque dejó de hablar completamente al final, mantuvo habilidades cognitivas.
Agustín Cerezales recuerda su sentido del humor, cuando se creía que era Alzheimer y decía que lo bueno de perder la memoria es que puedes releer esas obras que tanto te gustan y disfrutarlas como si fuera la primera vez. Sin embargo, sufrió: "Durante esos años en que no tomé la pluma seguí siendo escritora, en un remordimiento apagado, constante".
Hasta que, en 1987, cuando ya no podía sujetar la pluma, escribió a su amiga del instituto en Canarias María Dolores de la Fe: "He decidido no ser escritora, ni de cartas siquiera…".
Carmen Laforet murió en 2004, en Madrid, con una producción literaria intacta a día de hoy en su modernidad y vigencia. Como escribió en Nada, "unos seres nacen para vivir, otros para trabajar, otros para mirar la vida. Yo tenía un pequeño y ruin papel de espectadora. Imposible salirme de él. Imposible libertarme".