Que el dinero no da la felicidad ni puede comprar el amor, no por tópicos, son menos ciertos. En el caso de Bárbara Hutton, además, son la historia de una vida tan desgraciada que no tuvo ni siquiera una infancia feliz, y tan surrealista, que cuesta creer que muchos de sus acontecimientos fueran realidad y no ficción.
Barbara Hutton no solo personificó el tópico de la Pobre niña rica, sino que inspiró la canción Poor Little Rich Girl que el compositor y dramaturgo Noel Coward compuso en 1938.
Siempre rodeada de una corte: primero, de institutrices y guardaespaldas; después, de aduladores y aprovechados, en su búsqueda de la felicidad y del príncipe azul, el patito feo de la alta sociedad solo se topó con monstruos y madrastras.
Se convirtió en un mito del siglo XX por una vida, con más sombras que luces, en la que la tragedia no le dio tregua: abandono y falta de cariño familiar, persecución de los tabloides, chantajes, malos tratos, divorcios traumáticos, pérdida de un hijo, alcoholismo, adicción a las pastillas y una fortuna dilapidada.
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Bárbara Hutton nació en Nueva York el 14 de noviembre de 1912, hija del corredor de Bolsa Franklin Laws Hutton y de Edna Woolworth. Su madre era una de las tres hijas de Franklin Winfield Woolworth (1852-1919), un hombre hecho a sí mismo, hijo de un agricultor que amasó una fortuna creando las tiendas “todo a cinco y diez centavos”.o
En 1911, un año antes de que naciera Bárbara, su abuelo ya tenía más de 500 tiendas por todo el país y, en 1913, construyó el Edificio Woolworth en Nueva York, el más alto del mundo en ese momento.
Pero Bárbara Hutton descubrió con cinco años que los cuentos de hadas con final feliz no existen: la prensa sensacionalista publicó en 1917 unas imágenes de su padre con su amante, y su esposa, tras verlas, se suicidó tomando estricnina.
Aquel día comenzó su propio cuento, el de “la pobre niña rica”, apodo con que la prensa la bautizó y que ella siempre detestó. Porque, para completar el círculo de la fatalidad, fue la pequeña quien encontró el cadáver de su madre, vestida con su mejor traje de noche, en la suite del hotel Plaza de Nueva York donde vivían.
Huérfana de madre y con un padre que nunca la quiso, como se encargó muchas veces de demostrarle, se trasladó a vivir con sus abuelos maternos en Glen Cove (en el condado de Nassau, en Nueva York). Pero Winfield Hall, más conocida como la mansión Woolworth, no era sitio para una niña.
Bárbara pasó dos años vagando por los casi 3.000 metros cuadrados construidos y sus 56 habitaciones, entre docenas de criados más una legión de 70 jardineros a tiempo completo para el cuidado de los jardines, una abuela senil y un abuelo destrozado por la muerte de su hija.
En 1919 fallece el abuelo, y en 1924 lo hará la abuela, convirtiendo a Bárbara en una multimillonaria de 12 años, pues la herencia que le correspondió superaba los 25 millones de dólares de la época.
Empezó entonces un largo y penoso periplo por distintas mansiones de la familia Woolworth, instalándose en casa de sus tías (las hermanas de su madre, Helena y Jessie), ante la indiferencia de su padre, que la manda a un elitista internado, The Hewitt School en Lenox Hill.
En aquel colegio tan exclusivo, la mayoría de sus compañeras de clase no se atreven a acercarse a ella y el resto la acosan, riéndose de su peso y cebándose en sus inseguridades, como contaría años después su primo y confidente Jimmy Donahue, hijo de una de las hermanas de su madre.
Para terminar de convertir el drama en tragedia, durante las vacaciones escolares, nadie quiere hacerse cargo de ella, ni su padre ni su nueva mujer, que la recibe de mala gana, haciendo verdadero el tópico de la madrastra.
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Una de las cuñadas de su padre, casada con un hermano de este, la multimillonaria Marjorie Merriweather Post, se apiada de la pequeña y la invita a su nueva casa, el complejo Mar-a-Lago, que había mandado construir en 1924 y que años más tarde sería comprada por Donald Trump.
Hasta que, en 1930, Bárbara se convierte en uno de los personajes más odiados de su época: solo un año después del famoso crack de 1929 (la más catastrófica caída del mercado de valores en la historia de la bolsa en Estados Unidos), su padre se gasta 60.000 dólares en su fiesta de puesta de largo en el hotel Ritz-Carlton.
La prensa atacó sin piedad el derroche y la inoportunidad de aquel exceso, pues aquella Navidad de 1930 era la primera tras el crack y el comienzo de la llamada Gran Depresión. Para alejarla del circo mediático, su padre la manda a Europa, no sin antes advertirle de que quien se le acerque en el futuro solo deseará su fortuna.
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Esto la convertirá en una persona desconfiada y asustadiza durante toda su vida, presa fácil para cazafortunas, estafadores y cuantos supieron reconocer su falta de afecto y su necesidad de reconocimiento social.
Con semejante equipaje, Bárbara llega a Europa y conoce a un supuesto príncipe georgiano, Alexis Mdivani, miembro de una familia conocida como los 'casaderos Mdivani': Nina, Serge, David, Alexis e Isabelle, como muy bien cuenta Luis Campo Vidal en su libro La bañera de la rusa.
Los cinco hermanos, hijos de un oficial del ejército zarista, huyeron a París tras la invasión bolchevique y consiguieron fama, fortuna y un puesto en la alta sociedad de la época casándose con ricas herederas, estrellas de Hollywood y artistas.
Bárbara se casará con Alexis en 1933 (después de que este abandonara a su primera esposa, la millonaria Louise Astor Van Alen), al parecer, amenazada por su cuñada Isabelle (conocida como Roussy Mdivani) que, en 1928, se había casado con el pintor español Josep Maria Sert y cuyas fiestas en su casa de la Costa Brava eran legendarias.
Siempre a la búsqueda de ser la protagonista de su propio cuento de hadas, Bárbara declaró ante los cronistas “será muy divertido ser una princesa” y encargó tres Rolls-Royce a medida, uno para su marido; otro para su padre, que les dio un millón de dólares como regalo de boda y otro para ella.
Su padre, conocedor de la mala fama de los hermanos georgianos, siempre estuvo en contra de que su hija se casara con Alexis. Y no se equivocaba: para agradar a su primer marido, que la llamó “gorda” durante su noche de bodas, Hutton perdió unos veinte kilos en solo unas semanas.
Se convierte así en una It Girl o icono de estilo, pero comenzarán entonces sus serios trastornos de la alimentación, que ya nunca la abandonarán, y más adelante le será diagnosticada una anorexia nerviosa.
Después de dos años de abusos y el correspondiente divorcio, del que el príncipe sacaría una jugosa pensión, una casa, caballos de polo, ropa y carísimos relojes, en 1935 la heredera más famosa de Estados Unidos, se casa con el conde danés Court Haugwitz-Hardenberg-Reventlow, con quien tendrá a su único hijo, Lance, en 1936.
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Serán dos años de malos tratos y, además de las palizas, intentará incapacitarla e ingresarla en un sanatorio psiquiátrico para controlar su fortuna. Incluso llegó a convencerla de renunciar a la nacionalidad estadounidense para pagar menos impuestos y le arrebató la custodia del niño.
Para recuperarla, Bárbara tuvo que pagarle una suma millonaria (que, según algunos artículos, su ex dedicó a financiar a los nazis) y tras el divorcio, en 1938 Hutton y su hijo vuelven a Estados Unidos, a punto de estallar la Segunda Guerra Mundial.
En Nueva York, la multimillonaria es recibida con críticas de la prensa y manifestaciones de los trabajadores de sus grandes almacenes, que protestaban por las penosas condiciones de trabajo, así que se marcha a California, donde la esperaba el que iba a ser su tercer (y mejor) marido, Cary Grant.
El famoso actor que, según la lista del American Film Institute, "es la segunda estrella masculina más importante de los primeros cien años del cine estadounidense", ya tenía una carrera de éxito en Hollywood.
Había protagonizado algunos clásicos de la comedia de enredo, como Luna nueva, en 1940, a las órdenes de Howard Hawks e interpretada por Rosalind Russell; La fiera de mi niña (1938) e Historias de Filadelfia (1940), ambas junto a Katharine Hepburn; y Sospecha, en 1941; junto a Joan Fontaine, dirigido por Alfred Hitchcock.
Los tres años que duró el matrimonio (1942-1945) fueron los más felices de la vida de Bárbara Hutton, con un marido atento y cariñoso que no buscaba su fortuna ni su fama, porque tenía las suyas propias.
Pero Grant, que venía de una familia humilde, nunca pudo entender la costumbre de su esposa de ir derrochando dinero, comprar a todas horas objetos y propiedades innecesarios y regalar valiosas joyas u obras de arte al primero que llegara a su casa.
Tampoco estaba dispuesto a dejar su carrera para acompañarla a Europa, así que se divorciaron, pero muy civilizadamente. Y Cary Grant pasará a la historia de los cónyuges de Bárbara Hutton como el único que no recibió nada por el divorcio ni se aprovechó de ella.
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Cuentan que Bárbara Hutton se enamoró entonces de Oleg Cassini, famoso diseñador de vestuario en la meca del cine, que entonces estaba casado con la actriz Gene Tierney, una de las grandes estrellas de la década de los cuarenta. Y dicen que llegó incluso a proponerle matrimonio a él y a ofrecerle dinero a Tierney para que se divorciara de su marido.
Porque Bárbara Hutton pensaba que todo podía comprarse y con los hombres era igual de directa, capaz de preguntarles, sin ningún prolegómeno, si querían pasar la noche con ella. Y, cuando no encontraba a ninguno que le gustase, llamaba a una agencia de acompañantes para que le mandaran un gigoló.
Durante la II Guerra Mundial, Hutton había ayudado a recaudar fondos para financiarla y prestado su casa londinense al gobierno estadounidense para establecer su base en Londres. Tras el final del conflicto, donará definitivamente su mansión, que será convertida en la residencia para el embajador de Estados Unidos en Reino Unido.
Su propio paraíso y su propio Rolls
Una vez divorciada y concluida su etapa en Hollywood, la millonaria mete a su hijo en un internado (igual que su padre había hecho con ella) e inicia una nueva vida de soltera, viajando por el mundo en compañía de su secretaria personal, su doncella, su chófer y su guardaespaldas.
En 1947 compró por 100.000 dólares Sidi Hosni, un palacete en Tánger, dentro de la Kasbah (la fortaleza que se levanta tras los muros del antiguo barrio árabe), que había sido del corresponsal de The Times Walter Harris.
Hoy todavía se conserva esa mansión de fachada blanca por la que trepan las buganvillas, y el cartel que dice, en árabe. "El paraíso existe. Y está aquí, aquí y aquí". La leyenda urbana asegura que la millonaria solicitó permiso para ampliar una de las entradas que daban acceso a la Kasbah, para que pudiera pasar su Rolls-Royce.
Como le fue denegado, lo que hizo fue pedir a la marca de coches que le hicieran uno a medida. A partir de entonces, Hutton instaló allí su ‘corte’ pues en Tánger se la llamaba la Reina de la Medina.
Fue su residencia de veraneo desde 1948 hasta 1975. Allí celebrará fiestas legendarias y recepciones en las que se sienta en un trono y luce joyas que pertenecieron a Catalina la Grande.
Su cuarto marido fue el verdadero príncipe ruso Igor Trubetzkoy, muy conocido internacionalmente por ser campeón de Ferrari, y con el que se casó, en 1948, en Suiza.
Sin embargo, se vieron obligados a pasar mucho tiempo separados, porque su nuevo marido viaja constantemente para participar en las carreras de coches. Y Bárbara es hospitalizada en varias ocasiones, por una inflamación en los riñones y un tumor en el ovario.
Cuando los médicos le comunican que no podrá tener más hijos, intentará suicidarse y el matrimonio termina con otro sonado divorcio, en 1951. Bárbara comienza a abusar de la bebida y los medicamentos (para dormir, para dejar de comer, para evitar el dolor, para combatir la depresión…).
Bárbara se traslada a vivir a Tucson para poder estar más cerca de su hijo y, en 1953, acompaña a este a un torneo de polo en Francia. Allí conoce al que será su quinto marido, Porfirio Rubirosa, un jugador de polo dominicano.
Famoso por su fama de playboy, Rubirosa, que había estado casado con la hija del dictador dominicano Leónidas Trujillo y la multimillonaria Doris Duke ('enemiga' de Bárbara Hutton, quien admiraba su belleza), tenía una interminable lista de amantes.
Se casó con Bárbara Hutton sin abandonar la relación que mantenía con la actriz Zsa Zsa Gabor y su enlace solo duró 53 días; a cambio, recibió dos millones y medio de dólares como "compensación de divorcio", una plantación de café en la República Dominicana, otro bombardero B-25 (el primero se lo había regalado Doris Duke tras su divorcio), caballos de polo y joyas.
En 1955 se casa por sexta vez con el tenista Gottfried von Cramm, en la relación más extraña de la turbulenta vida sentimental de Bárbara Hutton, porque el varón deportista era gay. Y no se divorciarán hasta 1959.
Ese mismo año compra un extenso terreno de 120.000 metros cuadrados en Cuernavaca (México), donde “doña Bárbara”, como era conocida en la zona, construye Sumiya, una mansión de estilo japonés para pasar el invierno, hoy convertida en Hotel.
En el recinto se edifica una réplica del Teatro Kabuki que existe en la ciudad nipona de Kioto, todo hecho con materiales importados, así como un jardín zen, de arena y piedras traídas de siete diferentes canteras de Japón.
Allí se celebrará su séptimo y último matrimonio, en 1964, con un empresario arruinado, Pierre Raymond Doan, de ascendencia vietnamita. Se habían conocido en Tánger, donde pasaban meses hasta que, en 1966, ella lo abandonó en un hotel marroquí para huir con su peluquero.
Hutton reparte su tiempo entre su casa de Tánger, su apartamento del Bois de Boulogne en París, para pasar el otoño, y el Hotel Pierre de la Quinta Avenida de Nueva York. A partir del séptimo divorcio, Bárbara Hutton se limitará a mantener relaciones esporádicas. Y pasa más tiempo en Tánger.
Al igual que el Gatsby de Francis Scott Fitzgerald, Bárbara Hutton “hacía allí fiestas con camellos, encantadores de serpientes, bailarinas del vientre y 'hombres azules' traídos de las montañas del Alto Atlas de Marruecos”, cuenta la autora canadiense Victoria Brooks en su libro Literary Trips: Following in the Footsteps of Fame.
La anfitriona quería a toda costa impresionar a sus invitados, en su mayoría expatriados estadounidenses o europeos, y aparecía en sus fiestas "como una reina nómada en un gran espectáculo de Hollywood, vestida con brillantes caftanes marroquíes mientras estaba sentada en un trono", cuenta Brooks en su libro.
Entre sus conocidos estaban el escritor estadounidense Paul Bowles y su mujer, Jane, a quien la multimillonaria quiso regalar un valioso collar de diamantes. Pero, según Brooks, el autor de El cielo protector “no estaba impresionado”, le parecía que la vida de su excéntrica compatriota era “demasiado dramática y desordenada, y prefirió distanciarse”.
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Bárbara seguía regalando joyas, automóviles y propiedades a sus amigos, a sus empleados, en quienes tuvo lo más parecido a una familia, así como a numerosas organizaciones benéficas. Por ejemplo, financió la construcción de escuelas y comedores y creó un programa de becas para niños marroquíes.
Pero también regalaba su dinero, a manos llenas, a completos desconocidos, solo con que le dedicaran un poco de atención. En su libro Tánger: Ciudad de los sueños, el escritor y periodista escocés Ian Fintayson cuenta que el abogado de Bárbara “Graham Mattisson, ya se había alarmado seriamente por su nivel de gastos y había tomado el control”.
Sin embargo, como se sabría más tarde, fueron los supuestos tratos cuestionables de su abogado, y no solo su fama de derrochadora y sus carísimos divorcios, los que ayudaron a acabar con su fortuna.
En 1972, Bárbara viaja a España, donde conoce al torero Ángel Teruel. Según cuenta Manuel Román en Libertad Digital, “Bárbara lo había conocido una tarde en Plasencia y lo siguió por varias plazas".
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"En la Maestranza le arrojó al ruedo un valioso mantón de Manila, que le fue devuelto aunque finalmente ella insistió en que era un regalo para el diestro. Se encontraron más veces. Otra vez le obsequió con unos gemelos de brillantes", continúa el reportero.
"El matador de toros me invitó a acompañarle en su Mercedes a Jaén, donde Bárbara Hutton ocupaba una barrera. Le brindó uno de sus toros. Fotografié ese momento, así como al término del festejo capté con mi cámara una escena patética: el acompañante de la millonaria, su mayordomo Colin Frazier, la sacó en brazos del coso, pues ella estaba imposibilitada para ascender hacia la calle".
"No podría atestiguar que entre Bárbara y el torero hubo pasión o intimidad, pero sí me consta que ella se había encaprichado de Ángel Teruel. Sólo unos meses. Hasta que retornó a Tánger y finalmente a Los Ángeles”.
Victoria Brooks también cuenta cómo, a su vuelta a Tánger, “Bárbara estaba tan débil por las píldoras reductoras que tuvo que ser cargada por las calles de la Medina cuando salió de su palacio”.
La autodestrucción
Lo que es seguro es que la muerte de su hijo, Lance von Haugwitz-Hardenberg, ese mismo año en un accidente de avioneta, dio inicio a la etapa más autodestructiva de su vida.
Aunque su relación siempre fue fría, porque su hijo Lance no aprobaba su estilo de vida ni su afición por coleccionar maridos, su repentina muerte, a los 36 años, le dio a Hutton la estocada final.
Sobrevive a base de alcohol y somníferos y regresa a Estados Unidos, donde es bajada del avión en una camilla y se instala en una suite del Hotel Beverly Wiltshire, en Beverly Hills, sumida en una fortísima depresión. En sus últimos años, fue una sombra: escondida, sola y enferma.
Murió el 11 de mayo de 1979, a los 66 años, de un ataque al corazón. Pesaba 40 kilos y dicen que en su cuenta corriente solo quedaban unos 3.000 dólares. Había dilapidado una fortuna de cientos de millones.
Está enterrada con sus abuelos, su madre y su hijo en el Mausoleo Woolworth del Cementerio Woodlawn en el Bronx. Construido en granito, en 1921, al estilo del Renacimiento egipcio, dos esfinges griegas flanquean los escalones de la entrada.
Sobre esta, enmarcada por dos columnas, hay un dintel con una talla en relieve de un disco solar alado, que los egipcios creen que ofrecía protección a los muertos. Bárbara Hutton descansa, por fin, en paz, pero al morir arruinada no se pudo cumplir su último deseo, ser enterrada en Tánger, donde estaba su paraíso. Pobre niña rica, que lo tuvo todo y lo perdió todo, que todo lo tuvo y no tuvo nada.