Quiero contarles cómo se me ocurrió la idea de escribir un libro sobre la perla Peregrina.
Hace dos veranos cayó en mis manos una vieja novela de Manuel Mujica Láinez, cuyo protagonista no es un hombre ni una mujer ni ningún otro ser viviente, sino un objeto. Un escarabajo de lapislázuli, propiedad de Nefertiti que, al morir su dueña, pasa a formar parte de su ajuar funerario.
Muchos años más tarde, y siempre según la novela, los ladrones que profanan la tumba se hacen con la joya y comienza así su larguísimo peregrinar de mano en mano y de época en época, lo que le permite estar presente en diversos momentos históricos (o mitológicos) muy relevantes.
Adornando, por ejemplo, el dedo anular de cierto tribuno romano el día del asesinato de Julio César; convertido en objeto de deseo del hada Morgana; cosido al cinturón de Roldán en la batalla de Roncesvalles o formando parte de las escasas joyas de Diego de Acedo y Velázquez malvado (y enano) gentilhombre de Carlos IV… y así, hasta llegar al presente.
A través de sus andanzas, Mujica Láinez reconstruye nada menos que tres mil años de historia en los que se ponen de manifiesto todas las pasiones, grandezas y también miserias de la condición humana.
Me encantó la novela, y, más aún, la idea que la vertebra. No solo por el interesante ejercicio literario que supone, sino también porque conecta con una pregunta que siempre, desde que era una niña, me he hecho y es esta: ¿Qué pasaría si los objetos hablaran? ¿Cuántos misterios, secretos e indiscreciones podrían contarnos? Y, sobre todo, ¿cómo cambiaría la historia si esos mudos testigos nos relataran cómo fueron, en realidad, muchos de sus capítulos?
Hecha esta pregunta me puse a buscar un objeto (a ser posible una joya, por la proximidad que estas tienen con quienes las portan) que pudiera servirme de coartada. Pero no una alhaja de ficción como el escarabajo de Mujica Láinez. Yo quería una real, una que en verdad hubiese adornado el sombrero de tal o cual personaje poderoso. O que hubiera colgado del cuello de una –o a ser posible de varias– mujeres fascinantes. O que hubiese sido objeto de deseo de aventureros, de farsantes, de mentirosos…
"Mujica Láinez reconstruye tres mil años de historia que ponen de manifiesto las pasiones, grandezas y también miserias de la condición humana"
Solo una cumplía todos estos requisitos y lo cierto es que llevaba años haciéndome señas para que me fijara en ella. Me miraba desde lo menos cinco retratos de Velázquez y varias veces me había guiñado un ojo desde las páginas de diversos autores como Saint-Simon, la condesa D´Aulnoy o Alejandro Dumas. Hablo de la perla más famosa de todos los tiempos. Esa que, a lo largo de sus muchos siglos de vida, ha sido conocida con diversos nombres: la Sola, la Única, la Peregrina.
Ya tenía a mi personaje, ahora solo me faltaba hacerla hablar, conseguir que me relatara su vida. Y –muy importante– que contase la verdad, porque uno de los objetivos de mi libro era que el lector, al descubrir su historia, llegara a conocer también la Historia con mayúscula.
La Peregrina no tiene una trayectoria de tres mil años como el escarabajo de lapislázuli de Mujica Láinez. La suya abarca (solo) cerca de quinientos pero, a diferencia de aquel, es un objeto real y su “vida” está perfectamente documentada.
Su andadura comienza cierto día del año 1579, cuando un esclavo la extrajo del mar en aguas de Panamá. Era costumbre, por aquel entonces, dar la libertad al esclavo que pescara una pieza extraordinaria y así ocurrió con la Peregrina. Él fue, por tanto, su primer poseedor y desde entonces ha pasado por manos de innumerables personajes, reinas, reyes, poderosos aventureros e incluso asesinos, hasta llegar a las de Elizabeth Taylor, que fue su última propietaria conocida. A su muerte La Peregrina se vendió por casi doce millones de euros a un comprador anónimo y duerme desde entonces una muy misteriosa siesta…
La primera dificultad con la que me encontré al comenzar a desgranar su historia fue la necesidad de abarcar un período de tiempo tan largo. Pero precisamente ese fue también un reto apasionante.
No solo tenía que reconstruir distintas épocas, sino recrear las características de cada una, las costumbres, las distintas sensibilidades, el lenguaje, así como dar vida a personajes tan notables como Felipe II, todos los Austrias, todos los Borbones, llegar a Pepe Botella, saltar después a Francia, y de allí a la corte de la reina Victoria, para acabar en los Estados Unidos.
Otro escollo fue descubrir que existía una segunda perla, casi tan extraordinaria como la Peregrina, cuya andadura merecía otra novela: la Pelegrina.
Al igual que la Peregrina, también ella proviene de Panamá y fue propiedad de Felipe II, que se la regaló a María Tudor. Al escribir esta parte de la historia a punto estuve de romper mi promesa de ser en todo fiel a la verdad y decir que la perla que le regaló Felipe a “María la sanguinaria” era la Peregrina y no la Pelegrina.
Al fin y al cabo tal afirmación se tuvo por cierta durante siglos. Recientemente, sin embargo, se ha descubierto que no es así, de modo que me quedé con las ganas de recrear la corte de los Tudor con los fantasmas de Enrique VIII, Ana Bolena, y la Reina Virgen escondidos entre las nieblas del Támesis.
Aún así, y como digo, La Pelegrina tiene también su apasionante historia. Una vez muerta María Tudor, la joya volvió a España, donde quedó eclipsada durante lustros por nuestra Peregrina hasta que Felipe IV se la regaló a su hija el día de sus esponsales con Luis XIV.
Permaneció en el joyero real francés hasta que, durante la Revolución, se perdió para reaparecer años más tarde en San Petersburgo en manos de una de las mujeres más guapas de su tiempo, Zinaida Yusupova, la madre del príncipe Yusupov, asesino de Rasputín.
Esta historia la he incluido también en La leyenda de la Peregrina, que así se titula mi novela, porque ambas perlas coincidieron un día bajo un sofá de Buckingham Palace, en tiempos de la reina Victoria. La soberana atribuyó la travesura a los elfos de palacio puesto que, además de ser devota de hadas y duendes, también le encantaba parlamentar con los espíritus, y en especial el de su marido, Alberto de Sajonia Coburgo.