“Yo no deseo que las mujeres tengan poder sobre los hombres, sino sobre ellas mismas”, decía ya Mary Wollstonecraft hace más de dos siglos. Repetir como un mantra esta frase tiene para mí dos connotaciones.
La primera es el privilegio de haber encontrado mi punto de vista escrito por una ilustre mujer del siglo XVIII y demostrar así que no es una invención radical. Se trata solamente de la expresión razonada y sentida de muchas personas de muchas generaciones. La segunda connotación es la referencia a otra mujer cuando hablamos, pero esto permítanme que lo reserve para el final.
Cuando abordamos el liderazgo femenino lo tratamos como si fuera un fenómeno surgido en las últimas décadas, cuando las mujeres hemos tenido la oportunidad de ponernos al frente de los grandes proyectos. En este punto discrepo. Yo creo que es una actitud inherente a la condición femenina y que, en cada época, en cada lugar y en cada situación, se ha ejercido como se ha podido. La diferencia con el liderazgo masculino es que este último era el habitual porque los hombres tenían todo el beneplácito social para su ejercicio. Pero no era el único. El liderazgo femenino se desarrollaba sutilmente en los espacios a los que había sido relegado.
Siempre ha habido mujeres que lideraban familias, mujeres que lideraban asociaciones, comunidades, grandes compañías -las menos-, empresas, negocios, pequeños establecimientos. Las pioneras, las que estudiamos en los libros de historia, las que pudieron, a las que dejaron, las que lo conquistaron, las que lucharon, hasta las que se disfrazaron de hombres. Mujeres que lideraron ejércitos, Estados, grandes descubrimientos y grandes cambios.
El liderazgo femenino no es un invento reciente de las escuelas de negocios. El avance está en que ahora podemos ejercerlo y en el hecho de que la conciencia generalizada de los beneficios de la igualdad nos está abriendo puertas. Cada vez más.
Entiendo que corremos un riesgo. Cuando asistimos a un foro o a cualquier acto para celebrar las bondades de los avances de la igualdad, nos exponemos al error de creer que quienes somos invitadas a esos eventos o tenemos la posibilidad de ocupar algunos espacios somos la representación real de la sociedad. La personalización de la facilidad nunca puede entenderse como una generalización. Es un éxito que muchas lleguen sin encontrar trabas, pero el problema está en quienes no llegan porque los obstáculos invisibles y los techos de cristal siguen existiendo.
Las mujeres que hablamos en esos espacios somos solo una parte de la sociedad, la que cuando cuenta lo que cuesta llegar, lo hace desde un avance grande en su camino o incluso desde la meta que algunas consiguen coronar. Por eso, no podemos olvidarnos de las que no pueden llegar. No podemos abstraernos de la situación que hemos presenciado en Afganistán en 2020, del agravamiento de la brecha de género con la pandemia en muchos países, de los matrimonios infantiles, de la trata de seres humanos con fines de explotación sexual, de la falta de acceso a recursos de salud sexual y reproductiva en muchos países…
El problema está en quienes no llegan porque los obstáculos invisibles y los techos de cristal siguen existiendo
Como ya dijera Simone de Beauvoir, otra de las sabias, “no olvidéis jamás que bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres vuelvan a ser cuestionados. Estos derechos nunca se dan por adquiridos, debéis permanecer vigilantes toda vuestra vida”.
Así estaremos, vigilantes. Y contribuiremos desde nuestros puestos para que esta polarización rampante no fagocite la consolidación de los derechos que para nosotras han conseguido otras generaciones, sino que las próximas, cuando miren atrás, sientan que nosotras seguimos trabajando para ellas, como antes lo hicieron para nosotras.
Seguir trabajando por la igualdad es una responsabilidad de todas (y claro, también de todos). La igualdad es un nombre que necesita de sus apellidos porque ese nombre no tiene sentido por sí mismo. La filiación completa de la aspiración es “igualdad de derechos y oportunidades entre mujeres y hombres".
“Cadena de mujeres” será el foro en el que, cada jueves, una mujer que haya sido presentada por otra la semana anterior y en la que introduzca a la siguiente, vayan pasándose el testigo sucesivo de la admiración. A eso me refería con la segunda connotación de la cita de Wollstonecraft. La columnista de la semana próxima me inculcó citar a una mujer en cada una de mis intervenciones públicas, a alguna que realmente me conmoviera. Esa admiración, ese “amor congelado” proustiano será lo que sirva de soldadura a esta cadena de palabras femeninas.
Cada una de nuestras protagonistas nos contará una anécdota, una experiencia, nos dejará un tema sobre la mesa o esbozará un planteamiento. Finalizará con la confesión del nombre de otra gran mujer a la que admire y a la que se comprometa a convertir en eslabón de esta cadena.
Con el privilegio de ser el comienzo de la cadena, confieso mi admiración y cariño por una amiga del alma. Su nombre es Enriqueta Chicano Jávega, actual presidenta del Tribunal de Cuentas.
Enriqueta, “Quetina” para quienes la queremos, creyó en mí hace veinte años –y creyó mucho más de lo que yo misma creía- e hizo todo lo posible por enseñarme algunas de las cosas importantes para poder sortear la complejidad del mundo en que vivimos. Entre sus enseñanzas me quedo con una tremendamente útil. Me enseñó a luchar en lo profesional para ganar, cuando de antemano conoces que fuerzas externas intentarán que pierdas. Aprendí que hay muchas más formas de ganar de las que yo conocía.
El próximo jueves, en “Cadena de mujeres” podrán leer el eslabón de Enriqueta Chicano Jávega. Será el primero de muchos.
*Cruz Sánchez de Lara es vicepresidenta de EL ESPAÑOL y editora de MagasIN.