Un tarro de cerezas es una analogía perfecta del proceso creativo de una novela: cada vez que extraes del recipiente una de las guindas, ésta no sale sola, sino acompañada de otras muchas, entrelazadas por sus rabillos en un perfecto maridaje.
Con la historia de África de las Heras me sucedió algo parecido. La primera vez que leí sobre ella fue en un reportaje periodístico, durante el proceso de documentación de otra novela.
Aunque se contaba su historia grosso modo, enseguida me atrapó la idea de que una joven española nacida en Ceuta en 1909, en una familia acomodada de militares, terminara convirtiéndose en la espía soviética más importante del siglo XX, en la española más condecorada por la Unión Soviética y en una de las primeras mujeres en alcanzar el grado de coronel de la KGB.
Quise saber más como lectora, ni siquiera me había planteado la posibilidad de escribir sobre ella. Encontré dos libros, uno escrito por el periodista español Javier Juárez– el primero que leí, un estupendo trabajo que me descubrió mucho más a África– y otro del periodista uruguayo Raúl Vallarino que, aunque en España se publicó el mismo año que el anterior, había aparecido antes en Latinoamérica.
Al estar ambos fuera de catálogo, llamé a mi editor, Alberto Marcos, para que me los consiguiera, aprovechando que ambos autores publicaron en el mismo grupo editorial que el mío, Penguin Random House. De hecho, el hoy director literario de Plaza y Janés ficción, Gonzalo Albert, estuvo en su publicación.
Aunque la información sobre África era prácticamente la misma –lo es desde que se conoció su historia gracias a una información periodística aparecida casi diez años después de su muerte–, había recovecos, datos, informaciones, sombras y leyendas que permitían perderse por los vericuetos de una historia de novela, de película.
Esas dos primeras “cerezas” salieron del tarro para dejarse acompañar de hasta cien libros más recogidos en la bibliografía de La violinista roja, amén de otras muchas fuentes entre archivos, publicaciones y material audiovisual.
Literatura y periodismo
Decidí contar la historia de África de las Heras a través de la ficción aunque con una sólida base documental: una vida de misterios, leyendas, secretos, engaños y mentiras donde la realidad era tan increíble que había que novelarla para poder dar crédito. Como tantas otras veces que la literatura y el periodismo van de la mano, la realidad supera con creces la ficción.
La historia de África comienza en la calle Soberanía de Ceuta y termina bajo una lápida de granito rojo en el cementerio Jovanskoye de Moscú. Después de un matrimonio con el capitán de la Legión, Francisco Javier Arbat Gil– de quien se divorció a los pocos años, quizá a raíz de la temprana muerte de su único hijo–, África viajó junto a su madre hasta Madrid.
En la pensión donde se alojaban conoció a un empleado de banca, miembro de UGT y del PSOE, Luis Pérez García-Lago, que la introdujo en la lucha obrera activa. Tras un paso por la revolución de Asturias en 1934, llegó a Barcelona donde vivió el estallido de la Guerra Civil, actuando como miembro de las Patrullas de Control e interrogadora de la checa de San Elías.
En la Ciudad Condal conoció a Caridad Mercader y a su hijo Ramón –que más tarde se convertiría en el asesino de Trotski–, y allí fue captada por los servicios secretos soviéticos.
Espía de la KGB
Comienza entonces su periplo por todos los grandes acontecimientos del siglo XX, utilizando falsas identidades y distintas tapaderas: formó parte del operativo para matar a León Trotski en Coyoacán, México, haciéndose pasar por su secretaria y traductora, María de la Sierra; durante la Segunda Guerra Mundial se convirtió en la subcomandante Yvonne, ejerciendo como operadora de radio en los bosques de Ucrania, de violinista, así se denominaba a las radioperadoras soviéticas que enviaban informes a Moscú e interpretaban mensajes del enemigo.
Acabada la guerra y en pleno Telón de Acero, se trasladó a París donde sería la modista María Luisa de las Heras, protagonizando una de las trampas de miel más fructíferas de la inteligencia soviética, al enamorar al escritor uruguayo Felisberto Hernández, contraer matrimonio con él en Montevideo y desde allí formar la mayor red de espías soviéticos que durante 20 años operaría en Sudamérica y en todo el mundo durante la Guerra Fría.
Su sombra se dejó ver en el espionaje atómico, en la invasión de bahía de Cochinos, en la guerra de Corea en el incidente conocido como “Una bala para el Ché”, cuando el profesor Arbelio Ramírez fue asesinado tras una conferencia de Salvador Allende y Ernesto Guevara…
Fueron muchos los personajes históricos con los que se codeó: Frida Kahlo, León Trotski, Diego Rivera, Dolores Ibárruri, Pablo Neruda, Ernest Hemingway, George Orwell, Kim Philby, el espía más carismático de Los Cinco de Cambridge o William Fisher, alias Rudolf Abel, el conocido espía soviético intercambiado en el famoso Puente de los espías...
Durante 50 años de servicio en la KGB, nunca se arrepintió de nada ni flaqueó en su ideología. En sus últimos años, se hizo llamar Maria Pavlovna, instructora de la nueva generación de espías soviéticos. África murió el 8 de marzo de 1988, unos meses antes de la caída del muro de Berlín y del derrumbe del comunismo, aquello por lo que entregó su vida.
Cuando empecé la escritura de La violinista roja ni siquiera contemplé que aparecería publicada durante el 30 aniversario de la disolución de la Unión Soviética y, mucho menos, que una nueva guerra entre Rusia y Ucrania coparía la actualidad.
Las historias tienen vida propia y cada una de ellas sigue un camino que ni siquiera es el trazado inicialmente por el autor, mucho menos cuando la novela cae en manos del lector. No es muy distinto a lo que le sucedió a África de las Heras que, seguramente, nunca imaginaría que su historia llegaría a convertirla en una mujer de leyenda que escondía innumerables leyendas.