Hay un tipo de "intimidad" que "no es deseable, que incomoda, que mana de la amenaza de una persona hacia otra". Pero que, paradójicamente, se puede producir en paralelo a otras "intimidades" más naturales, esas que beben del "anhelo de conectar con otras personas". Por eso, precisamente, la cuarta novela de Katie Kitamura (Sacramento, 1979) se titula Intimidades (Sexto Piso, 2023).

Ese anhelo de la protagonista del libro, unido a la intimidación y al acoso sexual, y bañado por amistad, relaciones de pareja y recuerdos breves de una infancia lejana, acaban de completar el compendio de intimidades con el que la escritora estadounidense hace que el lector recorra La Haya y la Corte Penal Internacional sin salir de su propia casa.

La palabra clave, si no lo ha descubierto ya en las pocas líneas de artículo que lleva leídas, es 'intimidad', algo que solo la autora puede definir, pues tiene mucho que ver con su propia experiencia vital y poco con su traducción a la página escrita. "Es un vínculo que necesita, indudablemente, de la confianza para construirse; sin embargo, en el libro la confianza prácticamente no existe y la intimidad no se construye sobre ella", explica la autora, que se reúne con magasIN en el lobby de un hotel de la Gran Vía madrileña. Está aquí para firmar su última novela en la Feria del libro.

Sin embargo, lamenta, "la intimidad real no puede existir sin confianza". Por eso, su novela está llena de contradicciones muy bien pensadas. La protagonista y narradora, una intérprete que trabaja en La Haya, carece de nombre. Una pista más que nos hace entender como lectores que, por mucho que lo busquemos, será complicado crear con ella un verdadero vínculo de intimidad.

“Ni siquiera la bauticé en mi cabeza”, admite Kitamura. Y confiesa que todo tiene explicación: “Me interesan los personajes que no existen en una posición social, jerarquía o estructura determinada”. Al fin y al cabo, esta Jane Doe –como se llama en inglés a las mujeres ‘sin nombre’ que llegan a un hospital, a una comisaría o a un depósito de cadáveres– no tiene del todo claro “cuál es su encaje en la sociedad de La Haya”.

Un nombre, insiste la autora, “le confiere una nacionalidad, una clase social, una historia… hay mucha biografía en un solo nombre”. Ocultárselo al lector y a ella misma es “ocultar su historia de fondo” y eso, admite, “cambia la relación entre el lector y el personaje”.

Pregunta: Es arriesgado.

Respuesta: Lo es, y muy complicado a la hora de narrar.

P.: ¿Por qué lo hace?

R.: Cuando escribo, me paso los días intentando averiguar si retener información atrae o aleja al lector, porque si no sabemos el nombre de la protagonista, no sabemos mucho de ella. Por ende, la conexión automática –la intimidad– es más compleja, pero siempre espero que esas ansias de conocer mejor al personaje haga que el lector se sumerja en ese punto de vista personal de la persona a la que acompaña en la narración.

Kitamura asegura que, de esta manera, también le resulta más natural crear personajes completamente ficticios, que no beban de sus experiencias reales. Aunque, matiza, “la ficción, por definición, te expone; el escritor o escritora revela su propio ser una y otra vez al escribir”.

Eso sí, no necesariamente tiene que ser obvio para el ojo ajeno: “La mayoría de mis amigos son escritores y cuando les leo, les reconozco en expresiones, gestos, bromas o detalles de la narración, no es un personaje concreto”.

Mucho trabajo de fondo y un caso real

P.: ¿No hay nada de autobiográfico en Intimidades?

R.: Prácticamente nada, a excepción de una curiosidad: cuando empecé la investigación previa fui a pasar una semana en La Haya para recorrer sus calles, encontrar el edificio en el que viviría la protagonista, coger el autobús a la Corte Penal… esas cosas que hacen el libro más realista.

En aquel momento, la ciudad me resultó familiar, tenía esa familiaridad de las ciudades europeas. Cuando acabé el primer borrador del libro me di cuenta de golpe: de niña había pasado varios veranos allí porque mi padre era académico y había enseñado en la universidad.

P.: Algo así le ocurre a la narradora.

R.: No suelo hacerlo, pero me pareció tan curioso haber recuperado recuerdos de la infancia olvidados después de escribirlo y no estando allí, que no pude resistirme y lo plasmé en el libro a través de la protagonista.

Más allá de eso, la novela tiene muchos atisbos de realidades que no son la de ella, pero sí la de los trabajadores de la Corte Penal Internacional. Para escribir el libro, Kitamura se entrevistó con intérpretes que han trabajado en los casos más brutales de violaciones de derechos humanos.

La autora estadounidense Katie Kitamura.

Además, cuenta, se pasó un año intentando empaparse en el trabajo del tribunal a través de las transcripciones de los juicios, que están disponibles a todo el mundo. “Esa experiencia de leer los textos casi sin tocar me dio un punto de vista muy real de cuan fracturada está la narrativa de un juicio de esas características”, confiesa. Y añade: “También me dio una muy buena idea de qué lenguaje se usa y como, sin quererlo, los intérpretes conectan con los acusados”.

El presidente de un país africano sin nombre al que se juzga en la novela tiene también su contraparte en el mundo real. Kitamura ficciona el caso del expresidente de Costa de Marfil, Laurent Gbagbo, que tras diez años custodiado por la Corte Penal Internacional, y después de ser el primer líder de un Gobierno en ser juzgado por crímenes contra la humanidad, fue absuelto.

El ‘juego’ de las palabras

P.: Tanto en Intimidades como en su anterior libro, Una separación (Literatura Random House, 2018) tienen como protagonistas a mujeres sin nombre que se dedican al oficio de las palabras.

R.: Una es intérprete; la otra, traductora literaria.

P.: ¿Qué tiene el lenguaje que la lleva a darle un papel tan central a quienes trabajan con él?

R.: Hasta cierto punto, los escritores también trabajan con el lenguaje; sin embargo, ellas no son escritoras, su labor es aún más fundamental. Estas protagonistas son catalizadoras del lenguaje, por ellas pasan las palabras de otros que unos terceros no pueden descifrar si ellas no hacen bien su trabajo.

P.: ¿Tiene que ver con su propia biografía, con el hecho de hablar varios idiomas?

R.: O más bien con mi propia ambivalencia y la del rol del autor. Tiene mucho que ver con mi propio bagaje. Me costó muchísimo hablar de mí misma como de una escritora, y eso que enseño escritura creativa en la universidad. Por eso me resulta más sencillo acercarme al concepto de autoría a través de la traducción.

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Kitamura nació en el estado de California a finales de la década de los 70. Hija de migrantes japoneses que, por aquel entonces, apenas chapurreaban inglés, creció entre dos mundos. Algo que, confiesa, marcó su relación con el lenguaje “de una manera muy profunda y básica”.

Dice que es como lo que describe Elif Batuman en La idiota (Penguin Random House, 2019): “Hay un momento en el que la protagonista está obsesionada con hablar otros idiomas con un acento perfecto, ese que solo una hija de inmigrantes que no dominan la lengua podría tener”.

P.: ¿Así se siente usted?

R.: Como hija de inmigrantes ves cómo otros se burlan de tus padres o no les entienden por su acento marcado, incluso aunque hablen de manera fluida. Mi interés por la literatura, la escritura, la traducción, la interpretación, el moverme entre idiomas, viene, inconscientemente, de mi infancia.

P.: ¿Usted hacía de intérprete de sus padres?

R.: A medida que yo iba creciendo, mis padres iban hablando un inglés cada vez más fluido. Pero cuando era muy pequeña, veía cómo ese cambio del inglés al japonés a la hora de expresar un pensamiento complejo les quitaba poder, autoridad, porque no lo dominaban tanto. Eso les hacía extremadamente vulnerables en situaciones sociales en los Estados Unidos de aquella época –aunque ahora vuelve a ser igual–.

P.: ¿Ha vuelto hacia atrás el trato de los migrantes en su país natal?

R.: En aquel momento no daban la bienvenida con los brazos abierta, y ahora tampoco. Al final, no dominar el idioma hace que veas señales de peligro en todas partes. A los inmigrantes de origen asiático, además, se les llama ‘los migrantes modelo’, algo que odio, porque lo único que hace es separarnos del resto de migrantes y que no luchemos juntos por los derechos de todos. No somos blancos, aunque nos quieran hacer creer que sí.

Lectora vs. escritora, el pulso de Kitamura

Kitamura, a la que el New York Times describe como una de las mejores escritoras del año, admite no acabar de encontrarse “cómoda” con esa palabra: escritora. Tal vez tenga que ver con el síndrome de la impostora o, quizás, asegura, sea porque se percibe a sí misma más como “una lectora empedernida que como escritora”. Porque antes de escribir, la pasión por la palabra escrita ya estaba ahí.

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“Hay momentos en los que me siento desconectada, desanclada, y lo único que me devuelve a la realidad es leer”, confiesa la autora. Y admite que ambas actividades van “de la mano”. Eso sí, ella escribe para “entender el mundo” y leer para “reconectar con él”. Y sentencia: “Sigo intentando encontrar mi propio encaje en el mundo de la literatura”.

P.: Al fin y al cabo, para ser una gran escritora hay que ser una gran lectora.

R.: No conozco a ningún buen escritor que no devore libros.