¿Puede que Cometierra (Sigilo Editorial, 2019) sea la versión moderna de Cien años de soledad? Invitaron a Dolores Reyes (Buenos Aires, 1978) a la grabación del audiolibro de su nueva novela, Miseria, la segunda parte del bestseller mundial Cometierra.
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Lo describe hoy en exclusiva para magasIN en las oficinas madrileñas de la multinacional Penguin Random House, donde es recibida como una celebridad. No en vano, las dos primeras entregas literarias de esta docente argentina, madre de siete hijos y escritora nocturna, siguen sumando ediciones en todo el planeta.
“Llegué al estudio para ver cómo grababan el texto, y a los tres minutos tenía una cosa atravesada en la garganta, se había acabado el espíritu festivo. Había una directora artística, y varios operadores, y mientras terminaba de leer la chica que le presta la voz a la protagonista, se hizo un silencio. Entonces me acerqué, y miré por el cristal del estudio y vi que la actriz estaba llorando. Y otras dos personas también”, explica la escritora.
¿Qué tiene la saga Cometierra que la hace desgarradora? ¿Qué vieron las grandes editoriales que compraron los derechos a la pequeña editorial argentina Sigilo y la convirtieron en un superventas internacional? ¿Por qué fue destacada por el New York Times y elegida por Oprah Winfrey como clásico? Reyes extiende la mirada y responde a cada pregunta, como si tuviera un poco del poder explicatorio de su protagonista.
El éxito de Cometierra
“Es que tengo un personaje de ficción que interpela mucho la realidad”, explica la autora, “es una chica que come tierra y puede rastrear a las personas que faltan. Los familiares le pueden llevar una botellita con el nombre y ella puede saber dónde está, si está viva o está muerta esa persona. Devolver un cuerpo no es algo menor. Es la forma material de empezar un duelo. Algo que caracteriza al ser humano es la necesidad de duelar”.
“Es absolutamente terrible que sea una madre o un padre quien entierra a una hija o un hijo. Pero cuando no pueden además despedirse… la herida es inconmensurable. Desafortunadamente, es algo que pasa todo el rato en algunos lugares, siempre estamos buscando esos cuerpos”.
¿Cómo empezó todo esto?
Yo estaba apuntada a un taller literario y venía trabajando cuentos hacía un año, aproximadamente. En las noticias y en la vida aparecían cuerpos de chicas abandonados en los basurales, aquello me perturbaba tanto… En una reunión, un compañero poeta, leyó un texto que terminaba diciendo tres palabras: “tierra de cementerio”.
Yo me imaginé una nena sentada sobre la tierra de un cementerio que lo que hacía era estirar las manos hasta debajo de sus piernas, y comer. Era una imagen tan shockeante que dejé lo que estaba haciendo y me puse a armar ese cuento para el siguiente encuentro.
¿Y qué ocurrió cuando lo leyó en alto?
Se quedaron todos muy impresionados. Fue solo pensar un poco. ¿Qué le puede pasar comiendo tierra? Algo del alma, de la experiencia y la memoria va pasando a tierra como pasan la carne, los huesos, las uñas. Y quizás al tragarlo… ella puede ver.
Está el tema de la fosa común en Latinoamérica, que es tan extendida, prácticamente todo el continente. La desaparición, el robo de cuerpos, nunca alcanzó con matar al otro, llevarse el cuerpo, separarlo de su identidad, de sus seres queridos que empiezan a buscar… es terrible.
¿Cómo fue su infancia en este sentido?
Yo nací en el 78, en plena dictadura de Videla que fue la más sanguinaria de Argentina, pero más allá de eso, crecí viendo asociaciones de mujeres, buscar a sus hijos en la tierra, no como una metáfora, sino con la tierra abierta, con la búsqueda minuciosa por un hueso o un dientecito. Un resto para cerrar una historia y esto me marcó muy profundamente. A la hora de escribir, no es que te lo propongas, es que aparece, irrumpe.
¿Cuánto tiempo tardó en escribir ambos libros?
Trabajé mucho tiempo con los editores, durante años, en ambos… Este libro, Miseria, tiene cuatro años, el proceso fue muy distino. Hubo una pandemia, desaparecieron los talleres, pero con Cometierra fui descubriendo una forma de escribir que me funcionaba.
¿Cuándo escribe?
A las cuatro de la mañana normalmente. Duermo poco. Fue una necesidad pragmática, porque tengo siete hijos y vivo con todos ellos. Me levantaba, les hacía el desayuno, los llevaba a las escuelas… si no me levantaba antes a escribir, no escribía. Son libros muy oníricos, entonces a mí me funciona despertarme muy temprano, ver todo ese universo nocturno, hay personajes que viven en sueños, y eso fue también un descubrimiento.
Cuatro, cinco de la mañana, es el horario de Cometierra, los amaneceres, el juego de sombras, cuando ella se desvela, o cuando mira la ciudad por la ventana y todos están durmiendo y ve los locales cerrados. Y a las seis y media los despierto a todos. Es atípico, pero es así.
¿Pasa entonces del terror a las tostadas?
[sonríe] Primero voy y los sacudo a todos para que se despierten. Igual a veces me ha pasado, en un capítulo terminé yéndome de casa a cafeterías porque no podía parar de llorar. Después fue como una semana que me sentía mal por el impacto que había tenido esa historia en mí. De ese estado no se sale tan fácil. Lo que me funcionan también son los fines de semana que se van con el papá, pero siempre estoy más lúcida por la mañana para escribir ficción.
Hay mucha arquitectura en la construcción del relato…
Yo lo armo en la computadora y en la cabeza. Tenía muy claras las tres partes, hasta dónde iba a contar en cada una.
¿Es como que se le fue revelado?
A mí se me apareció el personaje y lo seguí, yo iba a cada taller y leía un nuevo capítulo, y según leía en voz alta se me aparecía cómo continuaba. A mí me funciona verlos para continuar la historia. El día que eso no funcione, siento que hasta ahí llegó. Yo los persigo, solamente.
¿Cómo controla las transferencias con los personajes?
Juego con lo autobiográfico más absoluto. De hecho, hay algo que tiene que ver con el nacimiento de mi hijo mayor. Me sirve mucho vivir para construir, pero siempre hago ficción, verifico que nunca se quiebren las voces de los personajes y que no aparezca yo, bajando línea.
Hay gente que pega carteles, pero también hay gente que los arranca… ¿Uno tiene que aprender a convivir con el horror?
En Argentina y en México es impresionante, las caras de las chicas y las periodistas desaparecidas, incluso se intervienen los monumentos oficiales y se arman mosaicos con las fechas y las fotos de la desaparición. Me topo con eso, me quedo horas mirándolo. Y escribo, ¿cómo podría no hacerlo? Acompañé a Cometierra, porque los rostros y los ojos nos interpelan, ¿qué vamos a hacer con esto? No podemos hacernos los tontos. Es incómodo, pero es imposible darse la vuelta.
Son todo apodos negativos, como Miseria o Pendejo… pero usted consigue reescribir esa connotación.
Me gusta mucho que tengan nombres que en toda Latinoamérica lleven un significado terrible, pero que tengan un aura absolutamente amorosa. En poesía, uno puede tomar una palabra con una carga negativa y construirla de nuevo en un universo, ponerla a funcionar de otra manera. Hay una mirada prejuiciosa hacia los jóvenes precarizados de barrios periféricos, a mí me gusta tomar eso y subvertirlo.
La relación con los sueños es casi como el metaverso…
Es tan amplio… Y voy experimentando. Por momentos, hacen fotos en los sueños, aunque no se puedan leer los nombres de las calles. Es un universo al que se puede ir abriendo los personajes para construir cosas muy distintas.
Las familias tienen sus conflictos, pero son como una institución…
Entre ellos, se cierran al mundo. Y afuera queda la violencia sobre esos cuerpos, un poco el mundo de los adultos. Al final de la infancia y al inicio de la adolescencia es un momento que atravesamos todos y es horrible.
Conociendo casos
¿El silencio es la mejor manera de acompañar?
¿Cómo acompañas a una persona que ha perdido el cuerpo de su hija? Me pasaron tantas cosas… inevitablemente me han presentado a mamás de chicas violentadas, y siempre me quedo en silencio tras el abrazo. No alcanzan las palabras. Acompañar con el silencio y sí, cuando hay pedido de justicia. No me lo puedo ni imaginar. Lo que debe ser vivir eso.
¿Conoció algún caso de cerca?
Muchos. La cantidad de gente que te escribe, y te para… Y cuando se me acercaban familiares de víctimas, pensaba… ‘¿estás segura de que vas a leerlo?’ Una chica me escribió diciéndome que entre ella y la persona a la que le decía mamá había alguien en el medio porque la abuela nunca le contó que la madre había sido asesinada.
En un momento llegó una cédula de un cementerio diciendo que había que mover el cuerpo de esta mujer y la niña encontró una caja en un armario con las únicas fotos de ella. El padre la fusiló cuando era un bebé y dormían la siesta y la abuela no fue capaz de contárselo. Este libro le había permitido empezar a armar oralmente la historia de su mamá [se emociona].
¿Cómo ha trabajado en esta segunda entrega, más conectada a las víctimas?
Se ha borrado la vida entera de mujeres. A veces reflexiono cosas con las chicas y lo pongo a funcionar en ficción. Por ejemplo, me contaban de cuando tenían cinco o seis años y las llevaban a la cárcel a ver a sus padres. ‘Nunca pregunté por qué, no se me ocurrió’, me dijo una de ellas. ‘Y después, cuando fui más grande y me fui enterando, ¿qué hago con esto?’.
Cada una resuelve como puede. Algunas cortaban con esos padres, otras los seguían viendo. La realidad te pasa por arriba, el nivel de violencia en América Latina es tan terrible… ¿Qué hace Cometierra? ¿Qué pasa con los huérfanos de mamá, cómo crecen? Eso emerge y te arrincona. Para mí escribir es abordar y decir ‘¿qué hago con esto?’.
Usted cuenta que hay gente que se enoja cuando les dice que no existe la vidente en la realidad…
Que se recurra a una vidente periférica con este método de adivinación tan extraño es lo literario. No hay demasiado interés jamás en resolver estos casos. Muchas veces cuando se sale a buscar una chica son los familiares y los amigos y vecinos autoconvocados los que encuentran cuerpos o pistas.
¿Cuál es el lado luminoso de la novela?
Es tan grande como el oscuro, luminoso y esperanzador, si no, no funcionaría. Está todo el lado luminoso de Miseria, que es como esas chicas que tienen una chispita que todo el mundo las está mirando, pese a que tiene una historia terrible. La música, las reuniones, el sexo afectivo, todo eso hace la vida tolerable, ¿no crees?
¿Ya está trabajando en la tercera parte?
Sí, aunque lo que más me liquida la posibilidad de escribir ficción es el viaje aéreo y los cambios de horario y los festivales. Soy muy social y me encanta que me pregunten, pero es tan distinto al proceso de escritura.
¿Qué libros la llegan más?
A mí me apasionan los libros que me emocionan. En lo intelectual, puede gustarme, pero los libros que más me marcan son los que me conmueven. Los que siento como un tatuaje en la experiencia. La concentración semántica y la potencia de la poesía, al depurar eso y dejarlo pelado casi, me inspira mucho y me interesa especialmente a la hora de construir voces. Río de las Congojas, de Libertad Demitrópulos, es uno de mis libros favoritos, del año 1981.
Un libro que no es tan bueno…
Rayuela, de Cortázar.
¿Se inscribe usted en un grupo o corriente de escritoras?
Para mí es un honor que me inscriban con Mariana Enríquez o Samantha Schweblin… hay tantas que me encanta leerlas y son tan interesantes. El desempeño de las escritoras argentinas y latinoamericanas, qué voy a decir, ¡es increíble!