Me llamo Rocío Carmona y soy escritora. También edito libros, aunque esa es otra historia. Hoy me han pedido que cuente cosas sobre el origen de mi última novela, El concierto de los pájaros, publicada hace poco por la editorial Grijalbo. Como bien dice el gran productor musical Rick Rubin en su libro El acto de crear: una manera de ser, “todo sucede de la manera en que debería suceder, y nosotros solo lo vemos desenvolverse”.
['Se te oscurece el pelo' trata temas universales como la amistad, el tabaco y tomar decisiones]
Esto es quizá lo más relevante que puedo contar acerca de esta novela, mi sexta obra. Un libro cuya historia irrumpió en mi vida de repente y que, más que escribirlo, se dejó escribir por mí. Esta ha sido mi sensación todo el tiempo, la de ser mera intérprete de una narración que estaba llegando hasta mí de forma misteriosa.
Hasta El concierto de los pájaros siempre fui una escritora de mapa. En caso de que el lector no esté familiarizado con esta terminología, aclaro que se suele decir que existen escritores de brújula y escritores de mapa. Los de brújula se dejan guiar por una intuición primigenia, un Norte que les conduce de forma muy abierta en su proceso creativo. Dicho escritor no sabe muy bien hacia dónde va la obra que está creando y se permite simplemente mantener el rumbo y ser un canal entre la Fuente de la que proceden todas las ideas y el medio artístico en el que se decide a plasmarla.
Los de mapa, por el contrario, escriben siempre con un plano detallado de la obra en la mano. Hasta hace poco, yo era de estas últimas. Nunca me ponía a escribir sin saber de qué iba a hacerlo. Imaginaba mis novelas de principio a fin, trazaba esquemas, guías, hojas de ruta, y cada vez que me sentaba frente al ordenador sabía exactamente las escenas que iba a contar.
Con esta novela, ese panorama confiable y estable, mi manera de afrontar la escritura, ha cambiado totalmente y puedo decir que me he convertido en una escritora de brújula. ¿Y cómo ha sido la experiencia? Pues de entrada, aterradora.
Quienes me conocen lo comprenderán mejor. ¿Se imaginan sentarse a escribir una historia que pide ser escrita con urgencia, solo que no tenemos ni idea de cuál es, ni de quiénes forman parte de ella, ni de las vicisitudes de la narración o ni siquiera del final? Una mente aficionada a la planificación, la disciplina y el control, como creía yo, que era la mía, protestaba y se negaba la mayor parte del tiempo a semejante disparate, pues así lo veía entonces.
Y aun así, algo misterioso, más grande que yo me hacía persistir. Todos los días, mientras estuve escribiendo mantenía conmigo misma el mismo tipo de diálogo: «Esto no va a ningún sitio, déjalo ya, si ni siquiera sabes de qué va la historia. Ni siquiera tienes fichas de personajes ni línea temporal».
La tentación de sentarme a planificar desde la mente qué iba a suceder a continuación era acuciante. Y aun así, me resistía a hacerlo en una especie de prueba artística a la que sentía que debía someterme. En los días en que el miedo me podía y encontraba cualquier excusa para no continuar escribiendo, aparecía él, el mirlo. En esta novela las aves tienen un papel primordial, y esta parecía querer recordarme que yo estaba descuidando la tarea para la que había sido llamada.
Despertaba por la mañana y ahí estaba, en la barandilla del balcón del dormitorio, observándome con sus ojos brillantes y agudos. Bajaba a la cocina a hacerme un té y aparecía en el árbol de laurel del patio, junto a su pareja (las hembras del mirlo no son negras, sino de color parduzco o marrón).
Su canto, me imaginaba yo, era algo así como una exhortación un poco burlona: «Venga, déjate ya de excusas, vuelve a darle a las teclas, que no es para tanto». En el aparcamiento, junto al centro de salud, ahí estaba de nuevo. Salía a correr por la tarde, por el bosque, y a mi paso, una pequeña familia de mirlos levantaba el vuelo asustada.
Seguramente se trataba de pájaros diferentes, pero juro que a veces tenía la sensación de que el mismo ejemplar me estaba siguiendo todo el tiempo. Al anochecer, el ave daba saltitos junto a un arbusto de boj, en el que se escondía, tomándome el pelo para seguir cantando, con un trino irónico, mientras yo ya no podía evitar la sonrisa y negaba con la cabeza, rendida.
Así, tomando de la mano al miedo, entregándome a la confianza y alentada por los mirlos, seguí escribiendo. La vida nutría mi historia con pequeños detalles, sincronías, encuentros… y aquella Fuente, al contrario de lo que a mí me parecía al inicio, era inagotable.
Los mirlos y los petirrojos que veía en mi día a día pasaban a la página en blanco para seguir contando la historia, pero también sucedía el movimiento contrario, y yo ya no sabía si los pájaros de mi novela se salían de ella cuando nadie miraba para aparecerse después en el momento más insospechado y lanzarme un guiño.
Dicen que las aves traen mensajes para el alma de las personas, puesto que son seres sabios cuya vida se desenvuelve entre el cielo y la Tierra. Dicen que en ese ir y venir de arriba abajo, nos recuerdan que nosotros también pertenecemos a ambos mundos, aunque no tengamos alas.
El mirlo de El concierto de los pájaros a mí me trajo un mensaje que hablaba de confianza, amor a la literatura y entrega. Mi deseo es que cada lector encuentre en esta novela, y en los pájaros que la habitan, el canto que necesite oír en ese momento.