Una de las cosas más bonitas de la profesión de novelista es que cada historia se escribe de una manera distinta, con sus propios tiempos, dificultades y alegrías. Para mí, escribir es la culminación de un proceso creativo, la concreción sobre el papel de unos meses en los que he vivido con personajes, tramas, escenas, paisajes y hasta diálogos enteros en mi imaginación.
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Cuando en verano me senté ante el ordenador dispuesto a empezar la novela en la que llevaba meses habitando, ya con las manos sobre el teclado, preparadísima para el érase una vez, supe que no era el momento para aquella historia. Deseaba, pese a que el calendario iba en mi contra, escribir una comedia navideña con fantasma y quería compartirla con mis lectoras esa misma Navidad.
Lo deseaba con mucha fuerza; me espoleaba la ilusión. La culpa, por supuesto, recaía en mi clásico victoriano preferido, Cuento de Navidad, de Charles Dickens, pero también en un recuerdo poderoso, el de las noches de diciembre de mi adolescencia, acurrucada en la cama mientras sostenía entre las manos una taza de cacao calentito y leía Solsticio de invierno, de Rosamunde Pilcher.
Los románticos disfrutamos más del camino que de llegar a un destino que a menudo nos resulta incierto, aunque reconozco que la dicha nunca es plena hasta que la historia llega por fin a manos de las lectoras.
Inesperadamente, Una Navidad escocesa, desde el título hasta su última frase, surgió con tanta espontaneidad y alegría como cuando proponemos ver otra vez Love Actually y The Holiday porque ya hemos decorado el árbol y porque queremos una historia que nos deje el corazón calentito.
Cada mañana me sentaba al teclado de mi portátil, sudando a mares, con una taza de té olvidada en la mesa —porque no me gusta el té frío, pero con las temperaturas estivales me resultaba espantoso tomarlo caliente— y del todo feliz en las Highlands escocesas, anhelando la sombra espesa de un bosque caledonio.
Escribí durante semanas, sin interrupción, al ritmo alegre de los dedos sobre el teclado, contagiada del optimismo del doctor David Willoughby y su mamotreto sobre castillos y jardines.
Disfruté de cada página, de cada coma, olvidándome de las espantosas temperaturas veraniegas, del todo imbuida en el espíritu de Yule, en el aroma de los pinos invernales de una Escocia que todavía recuerdo con inmenso cariño y admiración pese a que hayan transcurrido tantos años desde que estuve por última vez.
Una Navidad escocesa es un cuento con un fantasma entrañable, en homenaje a esa tradición británica de contar historias de aparecidos en las largas noches de Navidad, con toda la familia sentada junto al fuego.
Pero también es una comedia de enredo, en donde el amor familiar, el amor por nuestras tradiciones y el amor más inesperado se entrelazan en una invitación a recordar que, aunque el solsticio de invierno sea la noche más larga del año, también es la celebración más brillante. Es la historia de Natalia, que nunca ha encajado demasiado bien en ningún lugar y a la que de repente se le abren las puertas de un castillo y de una familia.
La historia del tío Archie, que murió en las guerras napoleónicas, pero que siguió en espíritu con aquellos a los que más amaba. La historia de Henry, un abogado abrumado por el peso de la conservación del patrimonio familiar, que necesita un respiro.
Pero, sobre todo, es el legado del doctor David Willoughby, un historiador despistado, generoso y apasionado, que una vez visitó un castillo ubicado en el corazón de un bosque escocés y se enamoró para siempre de la legendaria belleza celta que todavía recordamos en el continente.
Estoy convencida de que cuando una historia se ha escrito con una sonrisa en los labios y la alegría en el corazón, se nota y se contagia. Me gusta pensar en este cuento navideño como un refugio literario, un descanso del ruido y la furia que nos rodea a diario, una pequeña isla de autocuidado.
Vivimos demasiado deprisa y el dolor, el sufrimiento y los problemas nos tocan de lejos y de cerca. Puede que leer una historia amable no nos salve la vida, pero sí que nos otorga la oportunidad de apagar por un momento todo lo que nos rodea, también lo que duele; y ese descanso, esa pausa, ese detenerse en unas páginas luminosas y optimistas, nos ayuda a reponer fuerzas para volver a salir ahí fuera y mejorar lo que esté en nuestras manos.
La Navidad, más que cualquier otro momento del año, es un recordatorio de lo feliz que nos hace cuidar de los nuestros, pero también de lo necesario que resulta cuidar también de nosotros mismos. No nos olvidemos de hacerlo con el cariño, la amabilidad y el buen humor que nos merecemos.