Se dice que la historia de Horcher tiene cuatro principios: el primero sería una tarde de principios de otoño, hace ya un siglo, en la ciudad de Berlín, cuando Gustav Horcher, un joven y enérgico alemán originario de la Selva Negra, decidía abandonar definitivamente su trabajo en una antigua destilería de aguardiente para abrir un restaurante con su nombre.
En un nuevo comienzo, Otto y Elisabeth, el hijo de aquel emprendedor y su mujer, llegaban a Madrid en plena posguerra para montar un negocio. Berlín había sido bombardeada y un inquieto Otto había hecho a su manera un estudio de mercado: un amigo le había recomendado que probara a montar su restaurante en Madrid, avisándole de que encontraría en esta ciudad muchas contradicciones, pero seguramente tendrían éxito. Y así fue.
En un tercer principio, sería su hijo, Gustavo [los nombres de esta historia se repiten] el que posicionaría definitivamente el restaurante Horcher como punto de encuentro de la alta gastronomía y la alta sociedad.
Ahora, el restaurante clásico por excelencia de la capital cumple 80 años, como deja claro el cartel azul que el Ayuntamiento ha instalado en su fachada. La tercera generación en Madrid la capitanea Elisabeth Horcher, que nos recibe hoy por la mañana y que resume su labor en “mantener el concepto del restaurante y entender cómo navegar en esta época”.
De su abuelo destaca una frase, “el secreto no radica en la habilidad, sino en la sensibilidad”. De su padre, “el detalle es lo que va a marcar la diferencia. Lo que eres cuando nadie te ve es lo que vas a transmitir”. Sobre sí misma, más adelante es muy clara durante esta conversación.
Visitamos Horcher
Cada día, hasta más o menos el mediodía, el restaurante Horcher está en un ‘ritual’, desmontado, como si de una obra de teatro se tratase, entre bambalinas, con las cortinas estampadas descorridas, las sillas sobre las mesas desnudas, patas arriba, los manteles en lavandería y las salas vacías.
Pero lo que se encuentra funcionando a toda marcha es la cocina del restaurante, con muchos platos a fuego lento. “A veces pecamos de que es muy fácil cambiar las cosas. Me alegro tanto de habernos mantenido fieles a lo que siempre hemos sido”, exclama Elisabeth Horcher.
“Entré como oyente”, explica, “y tardé mucho en encontrar mi sitio. Gran parte de este equipo de treinta y tres personas lleva más de treinta años en este restaurante. Para mí nunca ha habido un problema en trabajar con más hombres. Quizás es mi cabeza, pero nunca me he sentido extraña. Aún así, la gente se preguntaba lógicamente ‘¿qué va a hacer?’.
Empecé poco a poco, hasta que pude ver qué aportar y entender que esto es un equipo. Pasada una época muy dura, 2008-2010, en la que estuvimos analizando todo, si el concepto tenía sentido, si la gente aún valoraba este tipo de establecimiento, me alegro un montón de que entendiésemos que no podíamos cambiar el concepto.
Cuando un restaurante ya tiene una esencia y un carácter, y lleva tantos años teniendo éxito, es por algo. Había que protegerlo. Y es lo que hicimos”. “Mi abuelo era un crack, como mi padre”, continúa. “Siempre se llevó bien con la gente de cualquier origen. Yo no sé si lo conseguiré igual. Lo que me importa es que quien venga, disfrute, y salga feliz de haber venido a Horcher. Cada cliente es tan distinto... Algunos son habituales, otros vienen por primera vez y no podrán volver hasta dentro de un tiempo, y queremos que lo recuerden. Hay que salirse de la caja para hacer que sea especial”.
De la estricta educación de su padre, Gustavo, y de la constancia de su madre, Ana, cree que viene el ser ella muy meticulosa. “Mi padre es alemán y estuvo interno. Pasaban revista y si el armario no estaba perfecto, tenían que arreglarlo. Supongo que eso lo hemos heredado mis hermanos y yo, lo de la meticulosidad. Eso sí, cuando te dedicas al público tienes papeletas dos veces al día para meter la pata”, ironiza, “porque no somos ordenadores, y es ligeramente estresante. Hay muchos detalles que no se pueden ir y, por eso, de cada evento, finalmente, aunque sea un almuerzo para 12 personas, termina teniendo como un librito de informaciones para repasar
toda la conversación antes del almuerzo o la cena, para que no se nos pase nada”.
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Propuesta gastronómica
Son conocidos algunos de sus platos, como el famoso Baumkuchen, un bizcocho con forma de árbol que se filetea para postre. “Tenemos una carta con platos que vienen desde la época de Berlín”, señala. “Va variando según la época del año. Materia prima y temporalidad son dos factores clave. Es muy extensa, de unos cuarenta platos más sugerencias fuera de carta. Todos los platos que hacemos son tradicionales, porque todas las salsas y guisos son horas y horas de mano de cocina, de estar ahí y cuidarlos. A eso es a lo que nos dedicamos”.
“La materia prima en todos los platos es clave, aunque se sirva un rodaballo grillé, que la gente desconoce muchas veces nuestros pescados, pues ese plato no necesita mucho más, no necesita disfraces”, explica. Describe “el consomé Don Víctor (un amigo de mi abuelo, se conocieron en Berlín) que está desde épocas de abuelo, para el que se pasa un solomillo en tiras a la sartén y se prensa, el jugo se mezcla con caldo de consomé y lleva oloroso y otros ingredientes”.
Entre sus favoritos están “el rodaballo y el corzo Strogonoff, el huevo poché y el carpaccio. Yo aprendí tarde a comer, pero muchas noches vemos cenas abuelos-nieto o abuelos-nieta en los que los niños ya entienden lo especial del momento y ves que a muchos les gusta comer bien”.
“En cuanto a la temporalidad”, explica a continuación, “nos mantenemos en ofrecer lo que toca cuando toca. En otoño, setas, ostras y trufa. En Navidad, por ejemplo, el ganso asado: la gente nos llama desde octubre para pedirlo, viene de Francia. Lo tenemos en diciembre y principios de enero. Es una de las tradiciones de Horcher de las primeras épocas. Se asa con manzana, al natural, es una carne muy suave, con una piel dorada y crujiente, que se sirve con puré de castañas y lombarda, se saca entero en la sala con el carro de plata, y va trinchando. Es muy esperado. Y es maravilloso, mucha gente piensa en lo que va a comer aquí con semanas de anticipación, algunas personas piden su mesa, se saben el número”.
Código de vestimenta
Sobre el código de vestimenta requerido en la entrada del lugar, la nieta del fundador de Horcher explica que “se sigue exigiendo un dresscode. Se quitó la corbata antes de la pandemia pensando en facilitar a los visitantes, porque muchas empresas ya no requieren corbata y además existe el Casual Friday, un concepto americano que hemos incorporado”.
Sin embargo, se sigue exigiendo chaqueta. “Sobre este tema, lo que yo opino es que hay ropa para todos los momentos. Yo soy la primera que en este momento de trabajo llevo zapatillas, y luego me pondré otra ropa. Y cuando voy a hacer deporte, uso ropa de deporte. Pero, a un lugar donde te van a poner un servicio muy especial, ¿quieres ir así vestido?”.
Y añade. “No queremos que eso se vea como síntoma de inaccesible, o que te van a mirar mal. Yo hablo de mí, pero también de mi equipo, que es un diez. Tratamos muy bien a todo el mundo, se busca el disfrute. Alguien que viene a celebrar su aniversario o un negocio… se trata de ver qué necesitan. Por así decirlo, es una obra teatral que sucede cada noche, poco a poco, a la que todos contribuimos. Desde Conchi, la señora de la limpieza, que hace que la plata reluzca, a los responsables, Blas, Raúl o María. Y los jefes de cocina, Miguel y Javier, todo es parte de ese engranaje”.
Para Elisabeth Horcher, hay muchos restaurantes en Madrid que actualmente no tienen una buena relación calidad-precio. “A mí me cuesta un montón ir a un restaurante hiperdecorado en el que se come mal porque sé lo que es el producto, la materia prima, y sé lo poco que cuesta hacer las cosas bien. Y luego soy fácil, no creas, si voy a tomar pincho de tortilla, me gusta tomarlo en la barra, pero quiero una tortilla buena. Hay un montón de sitios en Madrid en los que comes fenomenal y te tratan bien. Horcher es uno de ellos”.