Teoría del tacto (Candaya, 2023) es mi tercer libro de relatos. Me gusta cambiar de género, no respetar los límites, hibridar. Llevaba varias novelas, dos exactamente: Sulfuro y Nación vacuna, había escrito un libro inclasificable para mí misma: Autobiografía con objetos, y quería recuperar la urgencia del cuento. El espacio corto, la condensación. Recuperar las formas breves, como diría Piglia, la perturbación de los últimos años con algún viso de narración.
Empecé a escribir Teoría del tacto en plena pandemia, cuando tocar a alguien suponía riesgo de vida, de muerte. Cuando tocar estaba prohibido. Quise explorar toda esa fobia que produjo el encierro y trabajarle en contra. Operar contra lo intacto y pensar con la escritura cómo se toca un cuerpo, una mente, una frase. Que las palabras sonaran en la garganta, que rasparan al decir.
Hay 29 relatos o seres hablantes en este libro. Escribe cada cual lo que le ha tocado, ninguno es indiferente. La contemplación podría ser un modo de no estar, pero a mis voces mirar o decir no los salva. A mí tampoco.
Hay algo de exploración voyeur en mí, deseo de capturar al otro en su intimidad, de hacer hablar sus cabezas, de mirar subjetivamente el mundo, probando la oralidad de seres que no soy yo. Pero también me objetivizo: quién soy cuando no me parezco a lo que suelo ser. Quién soy cuando atravieso un duelo, cuando he perdido. Es que un amor o un fallecimiento se parecen. Alguien ha pasado a ser inmaterial. El cuerpo perdido ya no se tocará. Y al revés, la obsesión por poseer, desgastar, hacer propios a los demás, hasta dónde nos arrastra.
En Teoría del tacto hay textos autobiográficos absolutamente falsos y cuentos falsos absolutamente verdaderos. En ese cruce, el deseo de escritura me puso a jugar en la contradicción y la gracia de no saber. No excluyo el humor, sin él la angustia resulta poco insolente. Me gusta la literatura que se rabia, que no acepta la norma. Que no deja a quien la atraviesa indiferente. Yo leo para ser otra. Los textos que se parecen a lo que ya sabía llegan tarde.
Otro asunto que me importa es la forma. Un modo de construcción que apela en algunos casos al fluir de la conciencia y en otros a una tercera persona opinadora y testigo. Una tercera sucia. Hay algo muy interesante que dice Úrsula K Leguin sobre borrarse: es un ejercicio imposible. La escritora está presente en todos los relatos, aunque te hagas la exterior, la omnisciencia es un estado de doblez: estás y, a la vez, no. Pero es que la ficción es juego. Cómo se articula esa tensión entre ausencia y presencia, el texto habla de lo que desconoce haciéndose carne en sujetos que pretenden un yo.
Hay un relato, “Incorrección final”, que tiene el 50% de las palabras tachadas. Se puede leer de dos maneras: contemplando lo roto o negándolo. Un libro es siempre una epistemología de la escritura, una pregunta sobre cómo se escribe de nuevo, cada vez.
En mi caso, después de 15 libros, sigo sintiendo que escribo para ensayar formas distintas. No me conformo y pretendo ser otras, otros, nadie, una usurpadora del cuerpo en presente. Encarnar el verbo, romperlo, masticarlo.
Mis relatos son rápidos, punkis. Se dice con velocidad y se pega un portazo. Los cuentos largos me producen agobio, siento que hay poco sitio para mí como lectora, está todo dicho, sobrescrito, saturado. No me necesitan.
Yo escribo como leo. A los saltos, elíptica voy por la página. Pero anhelando cierta lógica. Un libro de cuentos no es una bolsa de gatos, es un objeto que arrastra su propia hipótesis. Te puede gustar o no, pero Teoría del tacto tiene la suya.
Y me llamo a silencio porque lo que tiene que funcionar es la píldora y no el prospecto. Teoría del tacto es la píldora, las explicaciones están de más.